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Opinión
Acaba un año, empieza otro, página en blanco. La crónica de 2024 se escribe con D de DANA; con los nombres y apellidos de las 223 de personas fallecidas en el diluvio de Valencia y con los de las miles de vidas deshechas. Nadie imaginaba que, en tierra de riadas, una riada fuera a enfrentar al ser humano a su propia vulnerabilidad.
Imposible pasar página dos meses después; imposible brindar por el nuevo año sin pensar en esas familias que perdieron a sus seres queridos, que perdieron sus casa, su trabajo… en esas personas que, de un día para otro, se encontraron navegando en la nada.
Ante una tragedia de semejante magnitud, los 200 kilómetros que hay entre Alicante y Valencia -esos que a veces parecen 400- se convirtieron en cero. Y, tras el 29 de octubre, cristalizaron en forma de solidaridad hacia nuestra provincia vecina y hermana. De todo cuanto vivimos en tiempo récord, me quedó con esos pequeños gestos que hacen que siga creyendo en la bondad del ser humano; me quedo con todos los voluntarios que, de todas partes de España, dejaron de lado sus vidas para ayudar en la zona cero de la DANA; para dar un abrazo a los afectados y gritar «estamos con vosotros».
Y al igual que en el Covid-19, ahora los maestros en los colegios de Alicante han hecho una gran labor, explicando qué había pasado. El día que mi hijo Joan, de 9 años, llegó a casa y escribió una carta para los niños de un colegio de Paiporta, casi rompo a llorar
- ¡¡Mamá, no tienen nada se han quedado sin amor!!
Al día siguiente, todos sus compañeros de clase acudieron con su carta bajo el brazo, plagada de corazones y de un colegio dibujado por ellos; ese que la lluvia destrozó, rompiendo sus vidas por la mitad. Pues eso, que… qué le pido a 2025, quenadie, y mucho menos los niños, se quede sin amor.
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