1918: Un terremoto universal
El final de la Primera Guerra Mundial, que se celebrará el próximo año, rediseñó el mapa de Europa, supuso el final de varios imperios y puso los cimientos de futuros conflictos, algunos todavía vigentes
El final de la Primera Guerra Mundial, que se celebrará el próximo año, rediseñó el mapa de Europa, supuso el final de varios imperios y puso los cimientos de futuros conflictos, algunos todavía vigentes.
Herbert G. Wells, historiador, novelista y filósofo británico, uno de los padres de la ciencia ficción, escribió durante la Gran Guerra «La guerra que terminará con la guerra». El presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, sostuvo la misma ilusión: «Les prometo que esta va a ser la última guerra, la guerra que acabará con todas las guerras». Tal utopía se desplomó pronto: el mariscal y penúltimo virrey de la India, Sir Archibald Wavell, sarcásticamente la glosaba: «Después de la guerra para acabar con todas las guerras, parece que en París (Conferencia de Versalles) han tenido mucho éxito al lograr una paz para acabar con todo género de paces». En 2018 recordaremos una efemérides de singular relieve: el final de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), un conflicto en el que hunde sus raíces gran parte de los problemas del siglo XX, muchos de los cuales se perpetúan todavía.
El desastre militar ruso provocó la caída del Zar y la Revolución soviética; la derrota de la Triple Alianza condujo a la desaparición y expolio del Imperio alemán –cuya consecuencia inmediata fue la Segunda Guerra Mundial– y la desmembración de los Imperios Otomano y Austro-Húngaro, terremotos políticos de los que se derivaron decenas de crisis inmediatas e, incluso, aún perdurables. Dejó como herencia una inestabilidad política que propiciaría soluciones autoritarias, con un rosario de dictaduras que afligieron a toda Europa y se contagiaron a otros continentes. Dio pábulo al éxito de los nacionalismos (con perversos resultados, como los balcánicos, cuyas crisis han llegado hasta hoy). Cebó la hegemonía mundial de Estados Unidos, arsenal y aliado de la Entente y, tras la contienda, locomotora económica universal. En la posguerra se dibujaron nuevas fronteras y animaron toda suerte de revanchismos, combustible para el incendio universal 1939/1945. Por entonces comenzó a germinar el fenómeno descolonizador, que brotaría a lo largo del siguiente medio siglo... e, incluso, fue uno de los desencadenantes lejanos del gran azote económico de la Gran Depresión.
Inesperada derrota
El atroz conflicto 1914-1918, que había empequeñecido a cuantos antes habían ensangrentado a la humanidad, comenzó con grandes esperanzas para la Triple Alianza con la capitulación soviética en el frente del Este (Tratado de Brest-Litovsk). Alemania y Austria pudieron volcar todo su esfuerzo militar sobre el Frente Occidental y alpino y quienes peor lo tenían eran los turcos, expulsados del Próximo Oriente por los británicos y los árabes del príncipe Feisal y Law-rence de Arabia. Pero en Francia, tras una primavera prometedora, las grandes esperanzas se agostaron: los alemanes fueron frenados y rechazados, advirtiéndose el peso de la intervención de los soldados estadounidenses. En los Alpes, tras las enormes pérdidas de las sucesivas batallas del Isonzo, los italianos lograron la victoria del Piave, forzando la retirada austriaca y dejando a Viena al borde del colapso. Y el aliado más deprimido, el Imperio Otomano, carente de reservas pidió el armisticio en octubre. Viena siguió el mismo camino el 3 de noviembre y Alemania, agotada y minada por las disensiones políticas y militares (sublevación de la escuadra) la imitó: el 9 de noviembre dimitió el Káiser Guillermo II y el 11 de noviembre los delegados del Gobierno Provisional de Berlín, capitulaban en Rethondes.
Los militaristas germanos comenzaron a justificar la derrota desde el mismo instante del armisticio, acuñando una frase que haría fortuna y estaría en boga dos décadas: «La puñalada por la espalda», según la cual el II Reich no había sido derrotado en los campos de batalla, sino en la retaguardia, carcomida por socialdemócratas, comunistas y judíos. La idea complacía a los belicistas y nacionalistas y, sobre todo, al Ejército, que salvaba sus responsabilidades en la derrota.
Y, además, contó con la aquiescencia de los vencedores, que aceptaron en la firma del armisticio a una delegación irrelevante y civil, presidida por el diputado centrista Matthias Erzberger y acompañada por dos militares de segundo rango. Asumidas las demandas aliadas –nueve puntos que incluían el repliegue, la entrega de prisioneros, buques, aviones y gran parte de las armas– a mediodía del 11 de noviembre, el Ejército alemán emitió su último parte militar: «Como consecuencia de la firma del armisticio, a partir del mediodía de hoy quedan suspendidas las hostilidades en todos los frentes».
Ajuste de cuentas
Despuésw de 51 meses, la Gran Guerra había terminado, pero quedó mal rematada. Según el gran escritor francés, Raymond Cartier: «La Gran Guerra, nacida de errores y equívocos, debió concluir con una victoria aliada indiscutible, seguida de una paz de reconciliación. Pero se haría lo contrario: de una victoria incompleta surgió una paz ridículamente rigurosa».
El 18 de enero de 1919 se reunieron en Versalles los gestores de la paz, los delegados de 27 países, todos ellos comparsas de los vencedores, de los que tres llevaron la voz cantante: el primer ministro francés, Georges Clemenceau, su colega británico, Lloyd George, y el presidente norteamericano Woodrow Wilson; a mucha distancia, los primeros ministros italiano y japonés, Orlando y Saionji. El resto de los asistentes, apenas participó en los trabajos de la paz.
Y, tal como se temían los más pesimistas, la conferencia, que se prolongó hasta el 28 de junio, fue un ajuste de cuentas con los vencidos, pese a la oposición del presidente Wilson, que fue arrastrado una y otra vez hasta las exigencias de franceses y británicos. Cedió en la culpabilización de Alemania, en las indemnizaciones, en la política de mandatos... Solo se mantuvo firme en su voluntad de constituir la Sociedad de Naciones.
Y para conseguir ese sueño, Wilson haría concesiones en asuntos territoriales, como el Sarre, que Clemenceau reclamaba porque ese territorio «tenía un sentimiento pro francés a finales del siglo XVIII». Como el presidente norteamericano se opusiera, Clemenceau le acusó de germanofilia... El Sarre, finalmente, quedaría bajo control internacional, pero su carbón sería explotado por Francia. La disputa volvería a surgir cuando se trató de las tierras del Rin: Francia trató de convertir en autónoma la margen izquierda, desgajándola de Alemania, impidiéndolo Wilson a cambio de una desmilitarización en profundidad.
Injusticia sin igual
En ese ajuste de cuentas se desmembró al Imperio austriaco, organizándose el avispero yugoslavo y el pírrico conglomerado checoslovaco, que englobaba im-portantes poblaciones germánicas –los Sudetes– uno de los orígenes de la II Guerra Mundial. Se desintegró al Imperio Otomano, dejando una guerra en marcha entre Turquía y Grecia; el conflicto endémicos de los kurdos; una complicadísima situación entre los pueblos árabes –la guerra entre hachemíes y wahabíes duraría años en Arabia–; se establecieron los mandatos de Oriente Medio, poniéndose los cimientos a los conflictos de Palestina, de Líbano y de Irak, todos bien vigentes.
Pero el país más agraviado fue Alemania. Francia recuperó Alsacia y Lorena; ocupó Renania; explotó durante años el Sarre y pretendió la cesión de la Alta Silesia. Consiguió la desmilitarización renana (la margen izquierda del Rin y la derecha en una profundidad de 50 kms. Y para que olvidara toda tentación belicista, hubo de reducir sus Fuerzas armadas a 115.000 hombres, disolver su Estado Mayor y destruir la aviación, la artillería, los blindados y todo buque superior a 10.000 ton.
Polonia recibió amplios territorios poblados por alemanes y el corredor de Danzig, que dividía Prusia Oriental, creando un irredentismo permanente. Berlín se tuvo que tragar una falsedad histórica: la responsabilidad del estallido de la guerra y asumir del pago de las reparaciones: la astronómica cifra de 33.000 millones de dólares –que terminó de pagar en 2010–. Como el Gobierno se negara a aceptar tales términos, los vencedores amenazaron con reanudar la lucha y tuvo que firmar el Tratado, todavía consciente de que se trataba «de una injusticia sin igual», en palabras del ministro de Exteriores, Hermann Müller. Tras este trágala, la firma se realizó en la Galería de los Espejos de Versalles, el 28 de junio de 1919. Las cláusulas del tratado que cerraba la Gran Guerra entraron en vigor el 10 de enero de 1920; en esa fecha comenzó a gestarse la II Guerra Mundial.