Muret, un fatídico jueves de 1213
La expansión de la Corona de Aragón en el sur de Francia se apagaría, junto con la vida de su rey, defendiendo a los cátaros en aquella batalla.
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«Él gritó ¡Soy el rey!, pero no es oído. / Y fue tan malamente golpeado y herido / que en medio de la tierra la sangre se ha esparcido; / y entonces cae muerto aquí todo extendido» (Guillermo de Tudela, «Canso de la crozada»). Era el 12 de septiembre de 1213, jueves, en las cercanías de Muret, pequeña localidad fortificada al sur de Tolosa que las huestes cruzadas, encabezadas por Simón de Montfort, empleaban como base de operaciones desde la que dominar el territorio. El rey de Aragón, Pedro II el Católico, y sus aliados tolosanos confiaban en lograr una fácil y aplastante victoria sobre la pequeña hueste de caballeros cruzados que operaban en la región, a la que habían acudido para sofocar la herejía cátara. El rey aragonés y sus aliados los superaban ampliamente en número, sin embargo, los graves errores cometidos por los primeros, la audacia y veteranía militar de los segundos y, sobre todo, la mala fortuna del rey de Aragón –algunos lo llamarían divina providencia– que pereció en la lucha, obraron el milagro.
Y es que el rey se despojó de sus atributos como tal y tomó las armas y armaduras de un noble a su servicio con el fin de ocultar su identidad a la vista de las tropas enemigas. Con ello pretendía evitar que su caída o captura provocara la disolución de su ejército; pero, irónicamente, estas mismas medidas fueron las que condujeron a su perdición, pues en caso de haber sido reconocido por sus enemigos es probable que estos hubieran tratado de capturarlo, pero no matarlo.
Tal y como narra el poema que acabamos de ver, en los instantes previos a su muerte y viendo el peligro en que se hallaba, gritó: «Soy el rey», pero no fue oído. En plena confusión, un caballero cruzado hundió su cabeza tras el escudo, espoleó su caballo y «fue ferir» a un enemigo, a quien hirió brutalmente en el costado con su lanza. El rey murió, y con él las esperanzas de Aragón de extender sus fronteras por el sur de Francia. Cuenta su hijo y sucesor en el trono, Jaime I, en el «Llibre dels Fets» que su padre había pasado la noche previa con una mujer, quedando tan cansado que no pudo permanecer de pie durante la misa de la mañana previa a la batalla. Cierto o no, el exceso de confianza en el campamento del rey, explicable a tenor de las circunstancias militares, se revelaría finalmente fatal.
La cruzada contra los cátaros
¿Pero qué hacía un rey aragonés batallando en el sur de Francia? Resulta que desde el siglo XII los condes de Barcelona, y luego los reyes de Aragón, habían desarrollado una política de intervención en la política occitana con el fin de aumentar su influencia y dominio en la región. A principios del siglo XIII los frutos de esa política eran muy evidentes, hasta el punto de que el rey de Aragón gozaba de mucha mayor influencia en la región que el propio rey de Francia (al fin y al cabo, buena parte de estos territorios antaño habían formado parte del reino visigodo de Toledo).
Sea como fuere, a principios del siglo XIII el tablero político occitano estaba extremadamente fragmentado en condados, vizcondados y ciudades que gozaban todos ellos de gran autonomía, un contexto que contrastaba con la consolidación y expansión de las monarquías feudales que se producía en el entorno pero que, al tiempo, facilitaba enormemente la intervención del poder aragonés. De hecho, en tiempos de Pedro II muchos nobles occitanos, grandes y pequeños, le rendían vasallaje. Pero, además de por su gran fragmentación política, Occitania destacaba por otro rasgo muy peculiar: la presencia de comunidades religiosas disidentes respecto de la jerarquía eclesiástica, los célebres cátaros, que practicaban una variante de cristianismo considerada herética por la Iglesia católica.
Herejes en Occidente
Y he aquí que nos hallamos en un momento en el que el pontificado alcanza su plenitud de poder terrenal. En consecuencia, la presencia de herejes en el seno del occidente cristiano era un fenómeno inadmisible y en 1209 el papa Inocencio III hizo un llamamiento a una cruzada para erradicar a los herejes cátaros del sur de Francia y reemplazar a quienes, desde su punto de vista, los protegían (la nobleza occitana). Todos los actores políticos del momento aprovecharon la ocasión para pescar en río revuelto, y lo que empezó siendo una guerra religiosa se convirtió en política, un conflicto regional que devino en internacional por la concurrencia de actores lejanos que pretendían establecer su hegemonía en la región.
El rey de Francia contribuyó a la cruzada enviando a buen número de caballeros y altos dignatarios de su corte, entre los que destacaría el mencionado Simón de Montfort. El de Aragón, por su parte, se vio asimismo envuelto en el asunto ya que su posición de señor de muchos nobles occitanos le obligaba, por juramento feudal, a prestarles auxilio en la coyuntura de que fueran atacados. Así se explica su presencia en el campo de batalla de Muret.
La tendencia natural de todo el sureste de lo que hoy es Francia habría sido la de integrarse, de forma progresiva, en la órbita de dominio del reino de Aragón. Ahora bien, la derrota y muerte del rey Pedro en la batalla de Muret dio un vuelco al equilibrio político en la región, que en adelante se orientaría en beneficio de Francia –de cuyo rey eran vasallos los principales caballeros cruzados, ahora triunfantes–, y no de Aragón. Quién sabe cuán diferente hubiera sido el mapa político de haber triunfado el rey Pedro aquel fatídico jueves del año 1213.
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