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Amalia Avia, la pintora que quiso ser monaguillo

Fue mucho más que la esposa de Lucio Muñoz y la madre de cuatro hijos, pero, ante todo, era una artista enorme. En «De puertas adentro», que acaba de reeditarse, recorre su vida, marcada por muertes tempranas, desde la Guerra Civil hasta su nacimiento al arte
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Una mujer menuda se asoma a la portada de «De puertas adentro (Taurus). Es Amalia Avia. Viste falda por debajo de la rodilla, un jersey oscuro de cuello alto y una americana. Luce sonrisa. Y detrás de ellas, una calle de Madrid. O un cuadro de Madrid, de los suyos. En 2004 publicó sus memorias. Falleció en 2011 y ahora, necesarias porque son una porción no solo del arte, sino de aquellos años duros en España, vuelven a reeditarse. «Un día de 1980 estaba comiendo con mi familia en casa. En algún momento me levanté por algo no recuerdo qué, enganché el pie en la pata de la silla y con toda la torpeza del mundo me fui como un saco contra el suelo. El resultado: dos vértebras aplastadas y varios meses de reposo forzoso en cama. En ese momento, imposibilitada por completo para la pintura, decidí acometer un sueño mil veces anhelado: la redacción más o menos ordenada, más o menos exhaustiva, de los recuerdos de mi vida». Así arranca el libro. La culpa de escribir y describir una vida llena de puertas, pues, la tuvieron dos vértebras lumbares. «Las puertas de las casas que veía y cuyo interior siempre quería conocer, las puertas de las tiendas y de los garajes que no me he cansado de pintar, las puertas de tantas casas donde he vivido...»
Avia nació al mundo en el pueblo toledano de Santa Cruz de la Zarza un 23 de abril de 1930. Fue una niña con infancia feliz, una cría un poco tímida, rodeada de hermanos y a quien la muerte se le presentó demasiado temprano y a quien la Parca golpeó tan cerca.
Madrid estuvo en sus años de trenzas y onzas de chocolate, del piso de los tíos en la calle Torrijos, de la tienda de ropa de niño de Paco y María. «La Pilarica» se llamaba, justo enfrente de la iglesia de Santa Cruz. Y estuvo también la guerra, que vivió, como tantos otros niños, como recordaba en un documental Antonio López, como si fuera un juego, sin conocer la verdadera dimensión de lo que estaba pasando en los campos y en las ciudades, de aquellos hermanos que se mataban, de los hombres que desaparecían un día y jamás regresaban al hogar. Es lo que sucedió con su padre. No lo olvidará jamás. Y la madre tuvo que ponerse al frente de la casa y de la labor, echar al día más horas de las que tenía para sacar a los hijos adelante lo mejor posible, ayudada por uno de los mayores, tomando las riendas y dirigiendo a peones y albañiles (le gustaba a Amalia mirar cómo arreglaban la casa del pueblo, tan herida después de la contienda). Y recuerda las misas a las que asistía, y el ritual de los monaguillos, que se sabía de memoria, y que incluso ensayaba en casa para convertirse cuando la edad lo permitiera en uno de ellos. Amalia, la niña tímida, deseaba ser monaguillo.
Cuenta que se vivía en su casa bien, sin ostentación, pero bien. Aunque tras la guerra llegaran las estrecheces. Que, como en toda familia de varios hijos, el pequeño heredaba de los más mayores. Y relata con una gracia natural la capa que recibió de su hermano y que no le sentaba nada bien porque se notaba que era de chico. Se arraciman en las páginas las anécdotas, las vivencias durísimas que ella trata de suavizar, como si esa manera que tiene de contar Amalia Avia fuera balsámica. Y parece que la escuchamos cuando en otro libro, este publicado por uno de sus hijos, Rodrigo Muñoz Avia, el año pasado («La casa de los pintores», Alfaguara) recordaba los achuchones que recibía de su madre cuando le llamaba al grito de «Pucciiiiiiiiiiiiiiiini» y le compraba los besos a duro.
La primera pérdida de niña fue la de su padre. Un día se lo llevaron de casa y nunca más volvió a verlo. Después, muchos años más tarde, la de su hermano, víctima de una enfermedad de la que parecía que podría recuperarse pero que acabó por ganarle la partida y sumir a la madre en un luto profundo de cuerpo y alma. Es entonces cuando, escribe, descubre que es «hija de mártir y hermana de santo». Y vive tres años de negro.
Los zapatos-barquillo
Amalia sigue creciendo y no se viene abajo. Saca fuerzas, va a clases de piano en el pueblo, que goza como si estuviera en otro mundo, alterna en las fiestas deSanta Cruz, aunque no le gusta bailar. Tiene amigas, no muchas, pero alguna sí. Y siempre está tan cerca y tan lejos Madrid, donde acabará por hallar su verdadera vida, su vocación, sus colores. Describe la artista momentos verdaderamente hilarantes con las dos mujeres que trabajaban en su casa, La Paca y Dolores, la primera más torpona, más a la pata de la llana, capaz de tratar de secar los zapatos que un día de lluvia le prestó la madre de Amalita y que devolvió a casa empapados. No se le ocurrió otra cosa para secarlos que meterlos en el horno. Y que salieron, describe, como si fueran dos barquillos. Cuentos, historias inventadas, fantasías, las risas de cría por nada y todo, esas noches y esos días haciendo con Dolores las cosas al revés para animarla a ella y a su hermana. Sufre al recordar la muerte de su hermana Josefina, ya más llevadera tras las dos pérdidas familiares anteriores, pero un mazazo al cabo.
Picasso, un pintor raro
Y el descubrimiento de Picasso: «¿Quién sería Picasso? Enseguida lo comprobé: un pintor raro», escribe. Y describe los meses del Servicio Social en el Castillo de la Mota «en plena llanura castellana, vestida de negro, triste y atemorizada, y allí pasé casi cuatro meses que recuerdo con simpatía, a pesar de ser la vida que hacíamos mitad de colegio, mitad de cuartel».
Y vuelta a Madrid, donde vivirá en un piso en la Avenida de los Toreros. Es ahí cuando decide matricularse en una academia de pintura, la de Eduardo Peña, en la calle del Arenal, 22, de donde saldrán muchos y muy buenos pupilos. Y es entonces cuando la Amalia pintora y artista se abre y nace. El núcleo de los llamados «realistas madrileños» está a punto de que eclosionar. La primera de la que habla es Esperanza Parada, su gran amiga y que terminaría casándose con Julio López Hernández. El núcleo va cobrando forma y ahormándose: los hermanos López Hernández, con Paco, Lucio Muñoz, con quien se casaría, Isabel Quintanilla...
Otro descubrimiento cultural de primer orden: «También empecé por aquella época a leer algo diferente de lo que hasta entonces habían sido mis lecturas. Leí por primera vez a García Lorca en el ‘‘Romancero Gitano’’ y ‘‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’’; ‘‘Platero y yo’’ y otras cosas de Juan Ramón Jiménez; ‘‘El rayo que no cesa’’ de Miguel Hernández; leí a Rabrindranath Tagore y algo de Antonio Machado, que para mí era solo el hermano de Manuel...» Descubre París en un viaje de los alumnos de Bellas Artes y coincide, entre otros, con Lucio, que parece que entonces estaba más interesado por una jovencita sevillana también artista: «Él se mostró conmigo muy cariñoso, aunque no tanto como con Carmen Laffón, de la que debía de estar en aquel momento enamoriscado. Se ve que ella le correspondía porque fueron todo el camino muy acaramelados».
Cada oveja...
¿Y Antonio López? Le conoció en una fiesta «de estudio, entre vino tinto, queso añejo y discos de Linne Renau (…) Estaba sentado en un rincón, muy sonriente, con los pelos revueltos. Era tan joven que su aspecto me chocó y pregunté a Lucio: ‘‘¿Quién es ese crío?’’ ‘‘¿No le conoces? Es Antoñito, el mejor pintor de la escuela’’. ‘‘Pero si es un niño’’. ‘‘Sí, por eso le llamamos Antoñito. Es completamente genial. Te lo voy a presentar. Y me presentó a mi gran amigo Antonio López, que sonreía enseñando un colmillo». Un grupo de amigos en el que se tejieron relaciones que cuajaron en parejas que parecían pintadas o esculpidas: «Es curioso cómo con el tiempo nos fuimos emparejando; hubo primero coqueteos y tanteos entre todos, ebullición continua, chico, chica, pintor, pintora, deambulando como piezas de algún juego hasta que cada una encontró su casillero o su pareja».
Avia destila limpieza en cada frase y pensamiento. Es escritora, sí. Se hace querer a través de estas casi cuatrocientas páginas. Sirva este ejemplo: «(...) A propósito de los ojos de mis hijos, recuerdo el comentario que un día me hizo la carnicera de la calle Isaac Peral, adonde yo acudía asiduamente a comprar mis filetes: ‘‘¡Hay que ver, señora, qué ojos más hermosos tienen estos niños! Y digo yo, ¿a quién se parecen tan guapos? Se parecerán a su marido, ¿verdad?»; no obstante, seguí comprando en su carnicería».
El adiós entre flores a Juana Mordó
Amalia Avia recuerda cómo fueron las últimas noches junto a quien fue una señora del arte, Juana Mordó, la galerista solitaria, la mujer que nunca quería llegar a su casa para no aguantar el peso de las paredes. Recuerda que la primera y la última exposición de la nueva galería las abrió Lucio Muñoz. Que ella le compró unas rosas para despedirla y que con Luis Caruncho comentaba un catálogo de una exposición de mujeres artistas, esas que a Salvador Dalí, también lo cuenta, no le inspiraban la menor confianza «porque no tenían testículos».

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