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Mascarillas por capirotes

España sin procesiones será toda una iglesia improvisada para los que creen siempre y para los que solo lo hacen en días alternos»
José Manuel VidalEFE

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A las Vírgenes y a los Cristos se les suele pedir que hagan milagros. En Semana Santa las colas de penitentes parecen un río de deseos sin cumplir donde se puede caminar descalzo. Ahora no rogamos en la calle sino en casa, donde se levantan altares imaginarios y cirios de led. España sin procesiones cuando asoma la primavera será toda una iglesia improvisada para los que creen siempre y para los que solo lo hacen los días alternos. El azahar despertará los sentidos en aceras solitarias en las que nada arde. Cuando la situación es desesperada hasta los ateos miran al cielo. Para muchos la Iglesia es la vida y para otros solo el comodín del público. Ahora vivimos en una eterna «levantá» en la que se suman cadáveres como saetas. España no será España sino una plaza de Finlandia en la que, como en las antiguas tascas, se colocará el cartel de «Se prohíbe el cante».
Debajo de los palios se mece la memoria. Es lo que tiene la tradición, que llega a acumular tantos recuerdos de la infancia que no caben en un capirote. Los de esta temporada no se borrarán jamás. Uno nace siendo de una hermandad. Es una placenta que no necesita de agua bendita. Como los equipos de fútbol, aunque hablando en otro Cristiano. El decorado será el mismo. La luna llena alumbrando callejones sin salida. Pero esa madrugada el mundo habrá cambiado a la espera de otras noches menguantes para bajar del madero al Cristo de los Gitanos. Las ciudades en cuarentena serán al cabo lugares de recogimiento necesitadas de ejercicios espirituales. Sevilla mutará como un virus de soledad y las túnicas serán despojos en el armario. Prepárense pues para rezar lo que sepan siquiera para matar el tiempo, que es lo único que tendremos permitido. Celebraremos la muerte y la Resurrección por otros medios y la palabra Pasión tendrá el signifi cado pagano que le damos el resto del año. El que lo ha vivido, lo sabe. No hace falta ser un beato para llegar a las lágrimas cuando la talla favorita procesiona debajo del balcón y los pétalos se confunden en la algarabía del botellón y el sonido de cascar pipas entre los dientes.
No hay que estar libre de pecado. Hasta los barrios de putas tienen una redentora ocasional a la que le brillan los ojos frente a los escotes. Se respira una sensualidad de mascarilla invisible, un jolgorio mariano que lo mismo nos lleva al cielo que al infi erno. Ahora las calles se envasan al vacío y las únicas llagas que supuran son las políticas. Sevilla no se quedaba sin Semana Santa desde la Segunda República. Entonces la culpa fue del sentimiento anticlerical. Solo la izquierda cañí pasaba bajo palio. Era un miedo que podía palparse. No invisible. Después del consejo de Ministros de ayer solo queda encomendarse a los monaguillos porque sus decisiones nos dejarán cardenales, no por la suspensión, absolutamente necesaria, sino por la devoción al desastre de la cruz de guía de nuestros guardianes.
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