Buscar Iniciar sesión

Ian Curtis sale de la habitación azul

Su suicidio construyó el mito, el del músico depresivo, y ocultó algo importante: el líder de Joy Division fue un gran escritor, como se recoge en «Ian Curtis. En cuerpo y alma» (Malpaso)
larazon

Creada:

Última actualización:

El rostro de Ian Curtis estaba impreso en el blanco pálido de su piel y en el negro mortecino de sus ojeras. Su personalidad ensimismada era un molde de aflicciones a juego con la desolada postal del Manchester de los 70. Esa fotografía la hemos visto muchas veces, aunque pocos saben que Curtis, incluso a punto de convertirse en el ángel caído, leía y escribía sus letras en una habitación que él mismo había pintado de azul e iluminado con brillantes fluorescentes rojos. Tras una fulgurante carrera musical, el líder de Joy Division se convirtió en mito y el retrato que todos nos hacemos del artista aparece siempre deformado por el espejo cóncavo de las maldiciones, el esperpento de los ataques epilépticos en escena y, sin duda, por el colofón terrorífico del suicidio, ya saben: «Hay un cuerpo girando en la cocina, al final de una cuerda atada a una viga», le cantaron Los Planetas. Sin embargo, toda la luz sobre ese ángulo de su persona deja en sombra otros. ¿Leía? ¿Qué le interesaba? Sus letras eran poderosas, ¿cómo las escribía? Ese es el punto de vista que adopta «Ian Curtis. En cuerpo y alma» (Malpaso). El de considerar sus canciones un corpus literario y además ofrecer un breve fogonazo biográfico desde el ángulo de sus lecturas. En esta edición bilingüe, que acaba de publicarse, los borradores, las versiones alternativas de las letras en su caligrafía, mayúscula tanto en tipografía como en calidad literaria, acompañan otros textos complementarios como entrevistas, carteles y portadas para dar una visión de un artista. Y también es un acierto editorial para el lector español, ya que el grupo se negó siempre a que las letras aparecieran impresas en los libretos de los discos. Muchos de los aficionados españoles de Joy Division apenas aciertan a cantar los estribillos.
Para consumo masivo
Es casi imposible leer sobre Curtis, o acerca de Kurt Cobain, sin que surjan los detalles escabrosos y las premoniciones que parecen señalar al final conocido de sus vidas como si no hubieran tenido otra opción, como si la decisión de acabarla prematuramente ya estuviera escrita. Y ese hecho también afectó de raíz a la recepción de la obra de ambos, que, sin dejar de ser genial, se amplificó por la sombra del morbo. Si la voz desesperada de Cobain desgañitándose superó las ventas de Michael Jackson, algo similar ocurió con «Love Will Tear Us Apart», quizá la mejor canción de Curtis, que apareció publicada como sencillo un mes y medio después de su muerte. En su mayor éxito narraba precisamente su martirio, cuánto puede doler un amor fracasado en esencia, lo que Los Planetas cantaban en su tema: un hombre con la vida «pendiente de un hilo», como la metáfora de su ahorcamiento. Resulta curioso cómo dos artistas que escriben desde la sublimación del dolor quedaron empaquetados para el consumo masivo: hasta Inditex ha vendido camisetas con el logo de «Unknown Pleasures» de Joy Division e incontables del músico de Seattle. Curtis era un chico de clase obrera que se había criado escuchando a grupos punk, que no son precisamente unos virtuosos del verbo; de hecho él fue uno de los pioneros del llamado post-punk, que partía de la misma insatisfacción y rabia contenida pero no la transformaba en violencia contra lo establecido, sino en una forma de introspección. «Vertió en la escritura todo lo que no podía expresar verbalmente –escribe Deborah, su viuda, en el libro–. Por eso, sus letras dicen mucho más que cualquier conversación con él». Así que, en total, apenas tenemos 43 canciones para acercarnos a una de las personalidades más afligidas de la historia de la música. En el biopic que sobre él rodó Anton Corbjn, su personaje no sonríe. Ni una vez.
Curtis había sido un estudiante aplicado que logró una beca para una prestigiosa escuela pero dejó los estudios a los 17 años. Siempre fue un lector voraz y en los títulos de sus canciones no oculta sus lecturas: «Almas muertas» (Gógol), «Colonia» (Kafka) o «Exhibición de atrocidades» (J.G. Ballard). La Inglaterra de los setenta vivió la edad dorada de la edición barata: desde ediciones con tono sensacionalista sobre las atrocidades nazis durante la II Guerra Mundial, a la ciencia ficción de Phillip K. Dick, porno blando, Tolkien o Timothy Leary en establecimientos que se convertían en revoltijos donde comprar un volumen por 50 peniques, frente a las tres libras que hacían falta para comprar un elepé. Curtis leía sin parar y podía alternar a William Burroughs con las historias baratas de la guerra o las distopías futuristas.
Con su música y sus palabras, por ejemplo, sus alucinaciones totalitarias y sus llamadas a escapar del control mental, Curtis estaba trazando «el mapa de un Manchester deprimido, de un paisaje degradado y siniestro, pero también futurista», según escribe el periodista Robet Savage en el libro. El cantante era consciente de vivir en un mundo que no había construido y que le horrorizaba, de la misma manera que lo percibían William Burroughs o J.G. Ballard. Sus primeras letras mantienen la fijación por los símbolos totalitarios. Joy Division tomaba su denominación de la unidad nazi de prostitutas destinadas a satisfacer a la Wehrmacht, y en sí mismo es toda una ironía para una banda de letras deprimentes que se autonenomine División de la Diversión. «Pero Curtis iba mucho más allá del terror y la explotación nazis. Leía a T. S . Eliot y a Antonin Artaud. Deborah (su viuda), le recuerda leyendo a Dostoievski, Nietzsche, Sartre y Herman Hesse». Se tomaba en serio la literatura. Nunca leía delante de su mujer para que no se interpretase que estaba con un pasatiempo, sino que lo consideraba parte de sus estudios, trabajo. Se encerraba en su habitación, fumaba y leía. La alucinante habitación azul. «Pintó las paredes y el techo de color celeste, la moqueta era azul, el sofá era azul, también las cortinas. La única concesión eran las luces de color rojo y un teléfono rojo», relata su viuda. Escribía a mano, en cuadernos sin anillas y hojas sueltas. Tenía un archivador dividido entre letras de canciones y «novela». Porque quería escribir una historia aunque sólo dejó unas cuantas notas que llevaba a todas partes en una bolsa de plástico.
«Usaba los libros como generadores de un tono», escribe Jon Savage en el prólogo a la edición. Una voz, como la que narra «Apuntes del subsuelo» (Dostoievski) o «El lobo estepario» (Hesse), un principio. Se identificaba con el hombre que desdeña el «hormiguero» humano y a sus semejantes. Adoptaba una actitud del Nietzsche que pide acabar con todo lo anterior y al mismo tiempo sufría un pesimismo radical. Deborah añade: «Ian dedicaba todo su tiempo a leer y pensar sobre el sufrimiento humano. Yo sabía que buscaba una inspiración pero al final todo terminaba derivando hacia una obsesión malsana con el dolor mental y físico». Trabajó en un centro de rehabilitación para personas con discapacidades y quedó marcado por el caso de una chica con epilepsia, enfermedad que terminaría manifestándose en el organismo del líder del cantante. Desde ese momento, se fue encerrando más y más. Las responsabilidades en el grupo, la difícil digestión del éxito y, sobre todo, la crisis de su matrimonio se acumularon sobre la enfermedad, en una época en la que la atención psicológica apenas estaba empezando. Escrbió «Love Will Tear Us Appart» y su mujer sospechaba que se refería al fracaso de su propia relación. Curtis había conocido a Annik Honoré, una joven belga, estando de gira y se sentía atormentado. «A pesar de todo, Ian nunca dio una mala contestación a nadie. Siempre decía lo que, a su entender, querías oír –recuerda Stephen Morris, compañero del grupo–. Era muy amable y jamás soltaba impertinencias ni groserías». Junto a las ambiciones literarias, hay otra forma de leer las letras que dejó: como las intensas emociones de quien está dejando la adolescencia, un chico de 22 o 23 años que se debate entre la mayor sensación de poder del mundo sobre un escenario y la congoja de no ser lo suficientemente bueno. «Otra gente se ha sentido así, no estoy solo», dejó escrito. Ésa es la grandeza de la música.

Archivado en: