Visigodos: de militares de élite de Roma a reyes de Hispania
Tras actuar como la mano militar del imperio romano en la Península, con la caída del emperador, hicieron de ella su casa
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Al servicio del emperador de Roma y enarbolando estandartes romanos, los visigodos participaron en numerosas batallas y enfrentamientos (por ejemplo, en la derrota de Atila el Huno en los Campos Cataláunicos), y recibieron tierras en las que asentarse a orillas del río Garona, en la Galia. Una de las primeras misiones encomendadas fue, precisamente, la restauración del orden en Hispania, que desde el año 406 estaba siendo devastada por otros pueblos bárbaros –los suevos, vándalos y alanos–, que habían cruzado el Rin, atravesado la Galia y ahora se enseñoreaban por la Península. Los visigodos cumplieron esta y otras misiones en Hispania, siempre con éxito y siempre en nombre del emperador. De este modo se volvieron una suerte de mano derecha del emperador y protectores de Hispania y de sus habitantes. En consecuencia, a pesar de no habitar en ella, fueron progresivamente afirmando su presencia en la Península con guarniciones cada vez más permanentes.
En esta coyuntura, el agonizante Imperio de occidente exhaló su último aliento, y en el año 476 el último emperador fue destronado. Los visigodos, liberados de su servidumbre a un Imperio ya inexistente, comenzaron a expandir su influencia más allá del territorio asignado. Por el norte avanzaron hasta el Loira, ocuparon Narbona, Arlés y Marsella; por el sur, saltando una vez más los Pirineos, alcanzaron el Ebro, ocupando Zaragoza, Pamplona y Tarragona. Por entonces el pueblo visigodo era uno de los más poderosos –económica, territorial, militar y políticamente– de cuantos habían surgido en el solar del extinto Imperio romano.
Poco tiempo después se produciría un episodio trascendental, uno de esos acontecimientos que alteran el curso de la historia. El pueblo franco, acaudillado por el célebre Clodoveo –a quien la tradición atribuye la paternidad del reino de Francia– se hallaba asimismo en expansión, lo que le llevó a chocar con los visigodos. Así, en el año 507 se enfrentaron francos y godos en el campo de batalla de Vouillé, en las cercanías de Poitiers. A decir de las fuentes, fue el propio Clodoveo quien, lanza en mano, acabó con la vida del rey visigodo, Alarico II, y puso en fuga a sus huestes. La derrota fue tan aplastante que obligó al abandono de la práctica totalidad de la Galia, a excepción de la Narbonense.
Como consecuencia, los visigodos, vapuleados y humillados, optaron por acometer el traslado en masa de su pueblo y su instalación en un lugar más seguro y que ya les era conocido: Hispania. Fue así como, exactamente un siglo después de su primera incursión militar en la Península, los visigodos hacían su entrada de nuevo, pero esta vez acompañados de sus mujeres e hijos. Las estimaciones modernas calculan que pudieron ser, como mucho, 125.000 personas, que supondrían en torno a un 3 o 5 % de la población total de Hispania. Sin embargo, como ya se ha visto, estas gentes habían ejercido durante largo tiempo como brazo armado del Imperio, actuando tanto de facto como “de iure” como “ejército romano”, en ausencia de otro que mereciera tal nombre, y en calidad de tal habían acudido en numerosas ocasiones a poner orden en Hispania. En consecuencia, la población hispanorromana no apreció un gran cambio con la desaparición del Estado romano, pues sus agentes en el terreno, los visigodos, seguían siendo los mismos. De este modo, como suele suceder en la historia, quienes venían monopolizando la actividad militar del difunto Estado romano, a la muerte de este se apoderaron del resto de resortes del poder y formaron un Estado propio: el reino visigodo de Toledo.
Sin embargo, la derrota ante los francos había debilitado mucho a los visigodos, que entraron en un periodo de letargo del que no saldrían hasta finales del siglo VI, de la mano de monarcas dinámicos como Liuva, Leovigildo o Recaredo, que lucharon y consiguieron consolidar la autoridad de la Corona y del Estado en su conjunto. Ampliaron el dominio territorial romano, acabaron con el reino suevo de Galicia y con la presencia bizantina en el sureste peninsular, y escribieron las que quizás fueran las páginas más brillantes de la historia del reino visigodo. Recaredo, además, abandonó el arrianismo que hasta la fecha habían practicado los godos y se convirtió –y, con él, buena parte de la nobleza– al catolicismo, lo que supuso un paso más hacia la integración de godos y romanos en una sociedad unitaria. Todavía vendrían reyes poderosos, como Sisebuto, Wamba o Égica, que vivieron y gobernaron en el siglo VII. El reino, sin embargo, adoleció siempre de una inestabilidad política sistémica que supuso uno de sus talones de Aquiles. Las guerras civiles causadas por las disputas sucesorias añadieron el ingrediente perfecto para que, a la llegada del ejército invasor de Tarik, en el año 711, el Estado se derrumbara como un azucarillo. Pero esa ya es otra historia…
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Roma, imperio de bárbaros
Con la progresiva desintegración del Imperio romano de Occidente, el emperador y su burocracia se fueron debilitando y haciendo cada vez más y más distantes de provincias como Hispania. Los últimos emperadores, viéndose incapaces de controlar su imperio, comenzaron a delegar funciones de gobierno –casi podríamos decir externalizar– en una suerte de “agentes externos”; en particular, la estratégica función de la defensa, tanto frente a enemigos exteriores como frente a amenazas internas.
Estos agentes no eran otros que grupos de bárbaros asentados en el interior del Imperio, integrados en el mismo bajo la categoría de “federados” (foederati), una suerte de acuerdo entre el emperador y los bárbaros por el que, a cambio de subsidios o tierras, estos últimos se comprometían a prestar auxilio militar siempre que el emperador se lo reclamase. De modo que, toda vez que un general o dignatario se rebelase o tratase de hacerse con el trono –cosa harto frecuente en el periodo–, allí acudían los bárbaros federados para apagar el fuego y restaurar el orden. Lo mismo sucedía en caso de invasiones procedentes del exterior. Con el tiempo, conformaron la espina dorsal del ejército de Roma. Este peligroso juego, como puede imaginarse, hacía a los emperadores –y al Imperio– muy dependientes de los bárbaros, y agudizaba la pérdida de control del Estado.
Entre los pueblos federados del Imperio había uno que destacaba por su vitalidad y pujanza militar: el godo (y uno de sus sucesores, el visigodo). No en vano fue este mismo pueblo el que, años antes, había aplastado a las legiones romanas de la parte oriental del Imperio (batalla de Adrianópolis, año 378), hecho este que precisamente le permitió forzar su entrada e integración en el Estado romano.