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“Yo, Ennio Morricone, he muerto”

Fallece a los 91 años por una caída el gran compositor de bandas sonoras que acababa de ser galardonado con el Premio Princesa de Asturias por una obra inconmensurable que, a partir del cine, tendió un puente entre lo popular y la alta cultura. Y lo tenía todo, como siempre, bien planificado: hasta una carta de despedida nos deja
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Hay músicos que desarrollan su carrera de escenario en escenario. Y hay otros que eligen otra vía o a los que la vida les lleva por un camino distinto. Ennio Morricone fue uno de ellos. Siempre distinguió entre «música absoluta», lo que la gente definiría de forma más llana como «clásica», y la «música para el cine». Lo suyo fue una melodía continua. A él le hubiera gustado ser simplemente un compositor, pero las películas se cruzaron en su camino y ya no las pudo abandonar. Las enriqueció, las hizo mejores y convirtió algunas de ellas en inolvidables. Sus sintonías nunca se pusieron al servicio del cine –y mucho menos de la industria–, sino al revés. La escena era la que debía adaptarse a los sonidos que imaginaba el maestro, un hombre del siglo XX que, para convertirse en un grande de la música, tuvo que servirse de la pantalla como el medio de comunicación de masas de su tiempo.
Diseñar «en la cabeza»
Él decía que no escuchaba música sino que la diseñaba en su cabeza. O al menos eso afirmó en una entrevista a LA RAZÓN hace un mes, una de las últimas que dio antes de morir, poco después de que le concedieran el Premio Princesa de Asturias junto a su colega John Williams. Pero la realidad es que no solo la escuchó, y mucho, sino que la estudió desde niño. Nació en 1928 en el romanísimo barrio del Trastévere y con 12 años su padre, que tocaba la tromba, lo inscribió en el conservatorio de Santa Cecilia. Bach, Mozart y Stravinskij los llevaba en mente desde entonces. Venía de una familia de clase media, ni pobres ni ricos, pero en eso llegó la Segunda Guerra Mundial y Morricone confesó que empezaron a pasar hambre.
Aunque Italia era entonces la tierra de las oportunidades. Fluía el dinero americano del Plan Marshall y la industria del cine florecía. Para probar suerte, tan solo había que tocar una puerta. Él lo hizo en los 50 como arreglista de las despreocupadas canciones de Mina o Gianni Morandi. Comenzó a hacer bandas sonoras para pequeñas producciones de la RAI, se adentró en el universo del celuloide y ya en los 60 llegó una llamada que lo cambiaría todo.
Con Sergio Leone
Al otro lado de la línea estaba un viejo compañero de colegio, Sergio Leone. Un director tan anárquico como Morricone, que le propuso construir un nuevo lenguaje audiovisual. Con ellos nació un género, el «spaguetti western», y de las antiguas películas de vaqueros llenos de honor y moral se pasó a una panda de desarrapados en las que no había buenos y malos, sino malditos y espabilados. Rápidos y lentos con el gatillo. El músico contaba que al cineasta le volvían locos los silbidos y los sonidos chirriantes de las pistolas, que sonaban aunque no vinieran a cuento. Todo empezó con «Por un puñado de dólares» (1964), pero tanto se repitieron que firmaron juntos toda la llamada «Trilogía del dólar».
Morricone le puso música a «Novecento» (1976), la epopeya de Bertolucci sobre la gran batalla ideológica del siglo XX, y trabajó con Pasolini en «Pajaritos y pajarracos» (1966), una de sus obras más existencialistas. El cine italiano era entonces cosa de comunistas y gente de izquierdas, pero el maestro siempre se consideró un hombre conservador, beato y votante de la Democracia Cristiana. Su mujer, Maria, fue su gran y único amor, que lo acompañó 65 años, hasta el día de su muerte. Pero nadie le iba a discutir al músico sus convicciones ni prescindiría de sus servicios por un partido político u otro. Más bien fue él quien rechazó a muchos, a todos los que le pedían encargos concretos o temas que sonaran a compositores clásicos. Él ya era uno de ellos y sus bandas sonoras siempre fueron originales.
Así alcanzó la consagración, en los años 80, cuando produjo sus piezas más reconocidas. En 1984, Leone y él concluyeron su extraordinaria entente como lo hacen los tipos ambiciosos, con una antología que ponía fin a su revolución. «Érase una vez en América» estaba llena de la poesía que Clint Eastwood nunca hubiera aportado dos décadas antes. Y dos años después de eso, se estrenó «La Misión», probablemente su obra cumbre. Más tarde llegaron «Los intocables de Eliot Ness» (1987) y «Cinema Paradiso» (1989), con la que hizo llorar a muchos junto a su amigo Giuseppe Tornatore y que se acaba de reestrenar en España.
Carta de despedida
Morricone vendió más de 70 millones de discos y realizó unas 500 bandas sonoras. Era ya uno de los grandes músicos del cine, aunque sus viajes a Hollywood siempre fueron de ida y vuelta. Le importaban más su Roma, su Maria y sus costumbres. Tarantino, heredero de Sergio Leone, se hizo también con sus servicios como compositor de confianza. Y aunque su relación no siempre fue la mejor, gracias a una de sus películas, «Los odiosos ocho» –ni siquiera una de las mejores para ambos–, ganó al fin en 2016 un Oscar que la Academia le debía. Ya le habían concedido la estatuilla una década antes por su carrera y ahora, un mes antes de morir, le dieron el Princesa de Asturias. Mala cosa esto de acumular premios cuando uno se acerca al final. Ya advertía él que intentaría ir a Oviedo a recogerlo, pero que con su edad «uno no se mueve con demasiada desenvoltura». Finalmente, falleció en la madrugada del lunes como consecuencia de una caída.
Lo tenía todo preparado. Había escrito una carta titulada: «Yo, Ennio Morricone, he muerto». En ella pide que se celebre un funeral privado, sin grandes pompas, «para no molestar». Y así se hará, aunque toda Italia lo despidió ayer, por mucho que él no quisiera. El maestro Morricone tenía un carácter difícil, únicamente apto para la familia, los amigos y todo aquel que le pusiera ante una conversación estimulante, lo que rara vez conseguían los periodistas. Decía que lo único que temía de la muerte era dejar sola a su mujer. «Para ella es mi más doloroso adiós», se lee en su carta de despedida.