Mishima o el ritual de la muerte
En el 50 aniversario de su fallecimiento, una biografía y la reedición de cuatro libros rescatan la figura de un escritor que solo encontró una salida a su deseo y locura: el suicidio
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He aquí un caso de suicidio elevado a la enésima potencia militar, política, sociológica e histórica. Lo protagonizó Yukio Mishima, en Tokio, el 25 de noviembre de 1970, un autor a quien todavía no lo ha devorado su propio personaje, aun siendo su vida entera y las actividades a las que se dedicó más que suficientes para eliminar al artista y quedarse con el individuo extravagante que preparó al dedillo su suicidio y, como dice Javier Marías, protagonizó toda clase de majaderías. Queda su potente obra, novelas, cuentos, ensayos, y muchos otros textos de teatro Kabuki y demás trabajos que nunca llegarán a Occidente. Mishima nos dejó, entre muchos textos destacables, «Confesiones de una máscara» (1951), su debut narrativo con el que obtuvo un enorme éxito, y la tetralogía «El mar de la fertilidad», pero también una existencia obsesionada con la muerte y por restaurar el Japón más rancio, el del culto al emperador.
Felizmente, decíamos, la obra perdura, y las excentricidades del autor ya se han vuelto anecdóticas, aunque algunas escenas tengan un trasfondo inquietante y hasta sanguinario: su complejo de tipo bajito que dedicó sus últimos quince años a hacer pesas y a fotografiarse en poses entre religiosas y sensuales, la fundación en 1967 de un grupo de extrema derecha llamado Tatenokai, formado por cien jóvenes a los que adiestraba bajo la idea de servir a la patria frente a una sociedad consumista y decadente, su harakiri –práctica que había perdido popularidad desde la Segunda Guerra Mundial– en el despacho del jefe del Estado mayor del ejército en protesta contra la desmilitarización de Japón y la pérdida de sus valores tradicionales...
El Mishima adulto, narcisista, que se creía un genio y ansió el Premio Nobel, que grabó discos, viajó por todo el mundo, se casó y tuvo hijos para complacer a su madre a pesar de su homosexualidad, el que se libró de ir a la guerra y a la vez anheló una muerte heroica y anónima, es víctima de una trayectoria familiar espeluznante: su tiránica y demente abuela destruyó su infancia con crueldades diversas; el padre, de tendencias nazis, le prohibió escribir, le obligó a cursar Derecho y ni lamentó su suicidio. A Kimitake Hiraoka (su verdadero nombre), ese entorno le hace ser un adolescente inestable, un hombre que se salva por la disciplina del trabajo y la creatividad.
Triángulo amoroso
El lector tiene una prueba de ello gracias a la novela de 1954 «El color prohibido», uno de los libros que ha reeditado hace poco la editorial Alianza en formato bolsillo a un precio económico y que cuenta la historia de un triángulo amoroso infructuoso –un escritor sexagenario y dos jóvenes, un hermoso chico gay y una muchacha– ambientado en el Tokio de la posguerra. Qué clase de dolor, de rabia, de impotencia, recorrería a Mishima para, luego de visitar a su editor a fin de darle la última parte de su tetralogía, ser capaz de entrar en el cuartel de la Fuerza de Autodefensa, con cuatro hombres del comando de extrema derecha que había fundado y, con la excusa de visitar a un general para enseñarle una valiosa espada, maniatar a éste y reducir a los guardias. Entonces, sale al balcón para proclamar sus arengas a un público que hasta se mofa de él, y luego, con el torso desnudo, y tras gritar tres veces «larga vida al emperador», se clava una daga.
Tal cosa la tenía ensayada como actor en la película «El rito del amor y de la muerte», y a continuación se dejó decapitar al fin por un compañero, Furu Koga, que necesitó tres tentativas para lograr el propósito tanto con él como con que fue el amante del autor, Masakatsu Morita: «Y ahora, reservada para el final, la última imagen y la más traumatizante –dice Marguerite Yourcenar en «Mishima o la visión del vacío» (Seix Barral, 1997)–; tan impresionante que ha sido reproducida muy pocas veces. Dos cabezas sobre la alfombra, probablemente acrílica, del despacho del general, colocadas la una junto a la otra, casi tocándose, como dos bolos. Dos cabezas, dos bolas inertes, dos cerebros en los que ya no irriga la sangre, dos ordenadores detenidos que ya no seleccionan, que ya no descifran el perpetuo flujo de imágenes, de impresiones, de incitaciones y de respuestas que pasan cada día por millones, para formar todas juntas lo que se llama la vida del espíritu».
Vivir para siempre
Clavarse una daga o una espada en el estómago representaba para Mishima «la masturbación definitiva», una explosión de vida y muerte. Sin duda, una suprema contradicción al hilo de lo que dejó escrito en una nota hallada en su escritorio póstumamente: «La vida humana es breve, pero yo quisiera vivir siempre». Lo explica Juan Antonio Vallejo-Nájera en «Mishima o el placer de morir» (Planeta, 1995), donde habla de la importancia de esa muerte ceremonial y de tan elevada dignidad. Otro autor, Javier Marías, en su libro «Vidas escritas» (Alfaguara, 2000), habla de que «en épocas no muy lejanas, al final de la Segunda Guerra Mundial, fueron no menos de quinientos los oficiales que se suicidaron (así como un buen puñado de civiles) para ''responsabilizarse'' de la derrota y ''presentar disculpas al Emperador''. Entre ellos se encontraba un amigo de Mishima, Zenmei Hasuda, quien antes de honrar ''la cultura de mi nación, que es morir joven'' y saltarse la tapa de los sesos, aún tuvo tiempo de asesinar a su inmediato superior por haber este criticado al Emperador divino».
Ahora, toda esta historia viene reflejada en «Yukio Mishima. Vida y muerte del último samurái» (La Esfera de los Libros), en el que Isidro-Juan Palacios intenta desvelar ese «misterio envuelto en arte» de «cómo un hombre, en la cima de la celebridad y la gloria, pudo morir así como lo hizo». Este profesor de oratoria madrileño nos lleva al Japón premoderno de la infancia de Mishima y al que se occidentalizó tras la guerra a lo largo de unos años que dieron pie a una ingente cantidad de libros pese a la muerte temprana del autor. Palacios, además, entre otras curiosidades, remarca que Mishima conocía a la perfección varios estilos de su lengua, así como el japonés medieval, que fue un perfecto calígrafo, un maestro de kendo, piloto de reactores, atleta y orador consumado. Como dijo Yasunari Kawabata, Nobel en 1968: «Un genio como Mishima solo aparece en la humanidad cada trescientos o cuatrocientos años».