ESCRITORES CON NUESTRA LENGUA
La nueva Ley de Educación, conocida como Ley Celáa, aprobada a instancias del independentismo y asumida como propia por el gobierno, ha eliminado de su articulado la condición del castellano como idioma oficial y vehicular en todo el Estado. Ello alfombrará definitivamente el camino para que se pueda proceder a la erradicación de nuestra lengua común en la enseñanza, tanto en Cataluña como en las comunidades a las que también se les antoje hacerlo.
Hubo tiempos de zozobra en los que los españoles alumbraron la esperanza. Las Cortes de Cádiz fueron uno de esos momentos. Una de las definiciones más hermosas de España es la que brinda el artículo primero de su constitución: «La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Tan creativa concepción trascendía los límites geográficos y resaltaba el factor humano, el hermanamiento, una comunidad de sentimientos. Sin embargo, ni el pionero texto gaditano ni el resto de constituciones del siglo XIX estimaron necesario aludir a nuestro idioma común para protegerlo. Lo consideraban una obviedad. Sí lo hizo, sin embargo, la II República, cuya Constitución de 1931 estableció: «El castellano es el idioma oficial de la República», y añadió: «todo español tiene obligación de saberlo y derecho a usarlo», formulación que sería trasvasada en letra y espíritu a la constitución vigente de 1978, que establece en el artículo tercero: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». Y prosigue, 2: “Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. 3: La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. No cabe duda alguna de que los puntos 2 y 3 del artículo no solo han sido cumplidos, sino que han experimentado un gran desarrollo. El problema ha venido con el punto primero y previo a estos dos. A pesar de la claridad constitucional, cuyo significado es inequívoco, desde hace ya tiempo en algunas comunidades autónomas, y en especial donde los independentistas detentan el poder, se ha venido produciendo un sistemático arrinconamiento y postergación de la lengua común de todos los españoles, que es la oficial en todo el Estado. Ello, a pesar de las múltiples sentencias en contrario y de manera cada vez más impositiva en ámbitos educativos. Ahora se ha dado un salto cualitativo. Una ley nacional de Educación, aprobada a instancias del independentismo y asumida como propia por el Gobierno, ha eliminado de su articulado tanto la condición del castellano como idioma oficial, como la de ser lengua vehicular de la enseñanza en todo el Estado. La conocida como Ley Celáa, en alusión a la ministra que la ha perpetrado. Dicha ley educativa, que permitirá avanzar aún más en la erradicación del castellano en todos los niveles de enseñanza en Cataluña y otras comunidades, busca cortar a hachazos el cordón umbilical y los lazos de unión que ensamblan y cimientan el sentimiento de pertenencia a una misma nación, expropiando, además, a las generaciones futuras el patrimonio y el tesoro común que es el castellano, español en el mundo, una lengua universal. Ello no solo las privará de conocer en profundidad la riqueza idiomática del español, sino que las desconectará paulatinamente del resto de compatriotas desde el punto de vista histórico y emocional. Se pretende una especie de “ley seca” contra la lengua española que la confine en la clandestinidad, la encierre en una reserva o la destierre, para que los estudiantes catalanes y de otras autonomías no disfruten de don Quijote cabalgando por la Mancha, del ensoñador Macondo de García Márquez, de la Barcelona de Juan Marsé o de las novelas de Vargas Llosa. Porque la lengua castellana, tras expandirse geográficamente, se fue enriqueciendo y se convirtió en el español, un idioma vivo y palpitante que atesora un pasado esplendoroso y posee un venturoso porvenir en el mundo globalizado que nos ha tocado vivir. La Ley Celáa es un insólito ataque a nuestra lengua común que no debe ser interpretado como algo anecdótico, sino como una obra de ingeniería social muy grata a todos los regímenes totalitarios, empeñados en experimentos de esa índole. Ahora bien, una democracia es incompatible con estas prohibiciones lingüísticas, porque en ella las diferentes lenguas conviven en armonía, sin exclusiones ni imposiciones. Decimos “conviven” y no “coexisten”, porque convivir es mucho más que tolerar la existencia del otro; es compartir la vida sin estridencias. En la actualidad hablan español casi seiscientos millones de personas en el mundo, lo que lo convierte en el tercer idioma más empleado en internet y el más estudiado como lengua extranjera en los sistemas de enseñanza de EEUU. Los hispanohablantes constituyen una comunidad afectiva transnacional gracias a una lengua que atesora un inigualable patrimonio literario y que avanza imparable debido a los medios de comunicación, a las canciones y al cine. Una de las mayores aportaciones de España al mundo, si no la mayor, ha sido el intangible histórico de su idioma, ese patrimonio cultural universal que abre puertas en todo el planeta y proporciona un bagaje inmejorable desde el punto de vista laboral. Nosotros, como escritores, quizás más obligados que nadie a defender la lengua que nos une, al tratarse de nuestra herramienta esencial de creación, hemos decidido levantar nuestra voz, a través de este llamamiento al colectivo y a la sociedad, para exigir el estricto cumplimento de la Constitución y el amparo efectivo del derecho de todos los españoles a “conocerla” y “usarla” en cualquier lugar de territorio español. Dicho ello sin menoscabo, sino bien al contrario, desde el mayor respeto, aprecio y cariño al uso del resto de lenguas habladas en España —españolas, por consiguiente—, porque constituyen un rasgo más de la riquísima heterogeneidad cultural nacional. Esa riqueza está felizmente a salvo. Pero lo que hoy está siendo agredido, y es ante lo que nos rebelamos, es el derecho de muchas personas a emplear el español con normalidad. Ningún hispanohablante ha de sentirse huérfano de sí mismo al serle vetado expresarse en la lengua en la que aprendió a conjugar los verbos amar, pensar, imaginar, comprender y vivir.