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Heroísmo insospechado en Zululandia

En su libro «Guerreros. Retratos desde el campo de batalla», el eminente historiador Max Hastings estudia los límites del valor a través de catorce biografías de «héroes». Uno de ellos es John Chard
.Galería de Arte de Nueva Gales del Sur (Australia)
La Razón

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El teniente John Chard, aunque considerado por sus camaradas como un soldado del montón, era apreciado por su agradable personalidad y su notoria indolencia. Al menos hasta que una tarde de enero de 1879, de forma totalmente inesperada, le tocó representar el papel protagonista en un drama y su actuación le ganó el aplauso de la Inglaterra victoriana. Durante unas horas de combate, consiguió una fama que persistiría hasta su muerte, aunque durante el resto de su carrera profesional no volvió a hacer nada destacable. Nunca se sabrá por qué fue destinado a Sudáfrica justo cuando se avecinaba la guerra con los zulúes, ni tampoco si estaba entusiasmado por la oportunidad de servicio activo que se le brindaba.
El 20 de enero, una columna de tropas bajo el mando de lord Chelmsford llegó al lugar donde habían planeado instalar su base de operaciones, Isandlwana, en el interior del territorio del rey Cetshwayo. Aquel mediodía, unos veinte mil guerreros zulúes se abatieron sobre ellos, aniquilando a los invasores y dejando más de mil trescientos cadáveres mutilados sobre el terreno. Dos jinetes consiguieron llevar las fatídicas noticias del desastre a la pequeña misión de Rorke’s Drift, donde permanecía una minúscula guarnición compuesta por 8 oficiales y 131 suboficiales y soldados, de los que 36 estaban enfermos, al frente de la que nuestro teniente de ingenieros se vio insospechada e involuntariamente al mando. Los dos fugitivos advirtieron, además, que todo un «impi» (cuerpo armado) zulú se dirigía hacia allí.
La fuerza zulú que atacó Rorke’s Drift estaba formada por entre 3.000 y 4.000 guerreros. Unos 600 zulúes lanzaron el primer asalto contra las defensas al sur de la posición, aullando a la carrera en un espectáculo aterrador. Sin embargo, un devastador fuego de fusilería les frenó en seco cuando todavía estaban a unos cincuenta metros. A pesar de todo, los atacantes lograron alcanzar el porche del hospital y se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo contra los defensores que protegían las puertas. El hospital era el punto débil de la defensa británica. Tras varios intentos, los zulúes consiguieron abrir brecha y penetrar en el edificio. Durante una hora los dos bandos pelearon ferozmente por el control del estrecho laberinto de habitaciones que formaban el hospital. Para los británicos esta fue la fase más sangrienta de la batalla. El choque entre bayonetas y azagayas era continuo, pero los británicos tuvieron que retroceder hasta que la única vía de salida era un alto y estrecho ventanuco. Dos tercios de las bajas de los defensores en Rorke’s Drift se dieron dentro o alrededor del hospital.
El almacén se convirtió después en el centro neurálgico del perímetro. Los guerreros enemigos se abalanzaron una y otra vez contra el edificio de adobe y se arremolinaron en la oscuridad mientras intentaban encontrar un punto débil. Tras cinco o seis asaltos, los defensores, apiñados hombro con hombro, estaban tan exhaustos que apenas tenían fuerzas para levantar sus fusiles o alancear con sus bayonetas, que los zulúes, como observaron algunos soldados, temían más que a las balas. El esfuerzo físico que suponía este tipo de combate era agotador. En toda la noche no hubo apenas un momento de respiro e incluso en las pausas entre asaltos el tiroteo era constante.
Los hombres cuyos fusiles habían quedado inutilizados, luchaban contra las azagayas con sus bayonetas; algunas se habían doblado después de combatir durante horas. Poco antes de medianoche, los zulúes lanzaron su último gran ataque, aullando al unísono. Una vez más, las mortíferas descargas británicas los pararon y les hicieron retroceder. Hacia las ocho y media, los guerreros de Cetshwayo decidieron retirarse a las colinas: estaban extenuados y hambrientos, ya que no habían probado bocado en cuatro días. La batalla de Rorke’s Drift había terminado.
Quizá para tapar la vergüenza del desastre de Isandlwana, la batalla de Rorke’s Drift se convirtió en la acción en la que más cruces Victoria, la máxima condecoración militar británica, se han otorgado. Por su parte, Chard, convertido en el hombre del momento, gozó de una extraordinaria popularidad que no le impidió reanudad su anodina e indolente vida anterior.

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