Wes Anderson, desde Francia con amor
Regresa a Cannes con «The French Dispatch», cinta donde brillan los papeles de Benicio del Toro y Léa Seydoux
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Paradojas de la vida cinéfila, Wes Anderson rinde tributo al oficio del periodismo en «The French Dispatch» mientras es el único cineasta de toda la sección oficial que no comparecerá –ni él ni su equipo– en rueda de Prensa. Lo suyo, por supuesto, es el periodismo de élite, no los pobres mortales que arrastran los certificados Covid por la Croisette. Su modelo son los escritores de «The New Yorker», la revista de información general, con especial atención por las artes, que Harold Ross y Jane Grant fundaron en 1925. No hay más que ver sus excelentes portadas, su elegante diseño y la riqueza literaria de sus artículos para darse cuenta de que Anderson podría ser su editor honorífico. Así las cosas, la película, en forma y fondo, se funde con el espíritu de la revista para, además, erigirse en carta de amor a la cultura francesa, en la que Anderson, que vive en París, ha encontrado un sabroso caldo de cultivo para sus ensoñaciones poéticas.
Estructurada como el número especial de la revista –una necrológica, un viaje guiado y tres artículos de fondo–, «The French Dispatch», su regreso a Cannes después de «Moonrise Kingdom», es un filme de episodios concebido por una sola voz creativa. El estilo de Anderson inunda cada uno de los relatos, esta vez fuertemente influenciado por el realismo poético francés, el cine de Jacques Tati y los cómics de línea clara, con tributo a Tintín a la cabeza. Por muy heterogéneos que puedan resultar sus recursos expresivos –que pasan del blanco y negro al color y viceversa, y que se permiten breves desvíos a la animación y a la «stop motion»–, el filme propone un universo de simetrías y excentricidades que, como es habitual, obedece a la exhaustiva minuciosidad de su autor, en esta ocasión duplicada en la florida retórica de un texto que emula el estilo literario de «The New Yorker». No todas las historias están a la misma altura –la preferida de este crítico es la del artista cavernario y asesino en serie (Benicio del Toro) y su musa guardiana (Léa Seydoux)–, pero eso es lo de menos: siempre hay un placer inabordable en ver una película de Wes Anderson, aunque a veces, como es el caso, sus ganas de ser Wes Anderson te dejan más exhausto que feliz. Es esta una película impenetrable y entrañable. Lo que decíamos: paradojas de la vida cinéfila.
La inteligencia, una virtud
Nanni Moretti volvía a su hogar más querido después de la sala Nuovo Sacher, su cine de repertorio en el Trastevere romano. En ocho ocasiones ha competido en Cannes, y en una ganó la Palma de Oro, por la extraordinaria «La habitación del hijo». «Tre piani» («Tres pisos») pretende continuar la línea severa de aquella, que reseca el melodrama de su propia sustancia, en esta historia coral que explica las desgracias y los dilemas morales a los que tienen que enfrentarse, a lo largo de diez años, los inquilinos de tres apartamentos de un edificio señorial romano. La magnífica fluidez con que Moretti intersecciona los tres relatos y su magnífico dominio de la elipsis no logran esconder las irregularidades de un guion que, a veces, se contradice con la voluntaria neutralidad de la puesta en escena. Es admirable que Moretti recorte los bordes del melodrama para enfocar la cámara en las paradojas de los personajes –jueces que se mueven entre el orden de la ley y el desorden de las emociones paternofiliales; padres que intentan eximir su sentido de culpa culpando a quien menos se lo merece, y cometiendo, por el camino, el pecado que tanto temen; madres aterrorizadas por heredar la locura de sus propias madres– que pueblan este microcosmos de la sociedad acomodada italiana, pero a veces ese enfoque se pelea con algunos recursos de guion –casualidades improbables, sobre todo– propios de un melodrama desaforado. Adaptación de una trilogía de novelas breves del israelí Eshkol Nevol, «Tre piani» está exenta de comentarios políticos y sociales, como si el mundo en que se desarrolla, intemporal e introvertido, no necesitara mirar a su alrededor, lo que aumenta el ensimismamiento de una película, por otra parte, tan inteligente como el resto de la filmografía de Moretti.
La inteligencia es, precisamente, una de las virtudes de «Bergman’s Island», de Mia Hansen-Love, que también tiene algo de burbuja cinéfila metida en una botella. En el matrimonio de cineastas que protagonizan la primera parte del filme no es difícil reconocer a sus modelos en la vida real: Tim Roth podría ser el alter ego de Olivier Assayas, que entrevistó a Ingmar Bergman para la revista «Cahiers du Cinéma» y era fan y experto de su obra, y Vicky Krieps parece la hermana luxemburguesa de Hansen-Love. Sin embargo, la directora de «El porvenir» evita a toda costa los ajustes de cuentas autobiográficos y las catarsis emocionales que la habrían vinculado, desde la obviedad, al cine de Ingmar Bergman. La película transcurre en la isla de Farö, una especie de museo de historia natural de la vida y obra del autor de «Persona», pero, aunque el espacio parece remitirnos constantemente a la mitología de Bergman, casi convertido en un parque temático (ahí está el Bergman Safari, en el que reconocemos a uno de los grandes críticos de cine de nuestro país, Jordi Costa), Hansen-Love prefiere que su ausencia presente catalice su discurso sobre la creación como reflejo de la vida. Ahí nace otra película, a vueltas con un juego metaficcional, que pretende dar carga emocional a lo que hemos visto previamente. A veces, el estilo distanciado y elíptico de Hansen-Love, alérgico al sentimentalismo, es capaz de exprimir el corazón de sus protagonistas de un modo ejemplar («Le père de mes enfants», «El porvenir») o de observarlos con una cierta frialdad («Eden»). Aquí parece quedarse a medio camino, un poco atrapada en la brillantez de su giro reflexivo, más atenta a cuadrar las intersecciones entre vida y cine (tan importantes en la obra de Bergman) que a la emoción que pueden despertar esas rimas en el espectador.