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El día que Almanzor destruyó Santiago de Compostela

Un 10 de junio del año 997, en una jornada como la de hoy, el caudillo musulmán arrasó la ciudad y se llevó un cuantioso botín económico y humano a Córdoba.
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La Razón

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El 10 de agosto de 997, Almanzor destruyó la ciudad de Santiago de Compostela y se llevó las campanas a la Mezquita de Córdoba. Desde que fueron derrotados por Pelayo en la batalla de Covadonga, en realidad una escaramuza entre las tropas Alqama y un grupo de nobles locales en el año 718 (algunos historiadores incluso cuestionan que el enfrentamiento existiera y aseguran que es una invención de tiempos de Alfonso III), los árabes no habían asomado sus espadas por el norte de España, para ellos, un lugar «de asnos». Argumento muy poco sutil y consistente, la verdad, pero con el que pretextaban meterse demasiado en un lugar donde llovía hasta en verano y el sol tenía el mismo rango que una anécdota. Pero eso cambió en el siglo X, cuando el califato cordobés recayó en un hombre de débil temperamento, Hisham II, y las alas de su gobierno político y militar se apoyaron en una de figura de mayor proyección histórica, y, todo sea mencionado, con un carácter que empequeñecería al mismo James Bond: Almanzor.
Es cierto que, para la civilizada Córdoba, que disponía de ciudades palacios como Medina Azahara, de un lujo que los cristianos solo conocían por leyendas, Galicia, con sus aldeas y ciudades recogidas, les debía parecer algo lejano y un tanto inhóspito. A ellos les gustaban los jardines, no la naturaleza, que es muy distinto, y aquello les debía parecer selvático. Es cierto que disponían de informaciones de las poblaciones que vivían en la parte septentrional de la península y que sabían que allí había una iglesia en honor a «Sant Yaqub». Un templo de tanta importancia para la cristiandad que los creyentes peregrinaban hasta allí para visitar su tumba. Un conocimiento que resultaba suficiente para que un caudillo militar de la estrategia, la inteligencia y la violencia de Almanzor supiera distinguir como un lugar idóneo para infringir una herida inolvidable a sus eternos enemigos.
Almanzor, que había nacido en una casa de labores agrícolas en las inmediaciones de Torrox, se reveló como un hombre de brazo de hierro, inflexible y cruel, pero de múltiples inteligencias, como los peores perversos que vemos en las películas. Estudió como un alumno aplicado, se formó como alfaquí (un experto en jurisprudencia islámica), se casó con una mujer conveniente, entró en la administración, se convirtió en una persona próxima a Al-Hakam II y, cuando sobrevino el heredero real, se las apañó para vencer a su rival de entonces, Galib, y, posteriormente, también, para quedarse con todas las potestades del califato, reducir a Hisham II a una figura de paja y convertirse en el «hayib» con mayor influencia de la historia de Al-Andalus.

El ascenso de un caudillo

Almanzor se convirtió en un orgullo para los musulmanes en España y las victorias elevaron su nombre a una condición mítica, pero, a pesar de esa gloria, sabía que su mosaico de poderes permanecería incompleto mientras faltara en él una tesela imprescindible: el liderazgo religioso, una prerrogativa que recaía solo en el califa. El pretexto para desquitarse de esta minucia, que cada día le debía agriar el postre de las cenas, se lo ofreció un monarca sin demasiada visión de la oportunidad o, en román paladino, muy poco hábil o muy temerario. El rey Bermudo de León rompió el trato que había cerrado con él el año anterior aprovechando que Almanzor andaba ocupado apaciguando rebeliones en África. No sabía la que había montado, claro.
Almanzor, que por entonces gastaba unas cincuenta y siete primaveras muy sabias (más conoce el diablo por viejo que por diablo), no aguardó el momento de tomarse la revancha. A sus espaldas tenía ya cuarenta y siete expediciones y no había dejado ciudad castellana sin que conociera su látigo. De Salamanca se llevó a dos mil cautivos y los fieles de San Pedro, atemorizados por el milenarismo (la llegada del Año Mil), su presencia les debía parecer un anuncio del Apocalipsis. Sus aceifas eran rápidas y punitivas y permanecían ajenas al sentido caritativo de la clemencia. Almanzor no era una ONG. Así que, con estos preámbulos, el militar preparó su ejército y se dispuso a asestar un golpe en Santiago de Compostela. Una elección que no hizo al azar, sino porque suponía matar dos pájaros de un tiro: arrasar esta ciudad le otorgaría el profundo prestigio como líder religioso entre los suyos y, al mismo tiempo, mostraría a sus enemigos a quién tenían enfrente.
Las crónicas dejan claro que salió de Córdoba el 3 de julio de 997, pasó por Coria, Viseo y Oporto, se reúne con las tropas procedentes del mar y, también, con huestes cristianas vasallas que le acompañaron en esta campaña (esto no se menciona a menudo, porque no queda muy bien). Su rastro se puede seguir a través de las crónicas, cruzó por Tuy, asoló los monasterios y las iglesias que encontró por medio (entre ellos el cenobio consagrado a San Cosme y San Damián), se dirigió a Padrón, donde, según la tradición, desembarcó el apóstol Santiago y después predicó. Luego, con el desprecio de los soberbios, destruyó la sede episcopal que había en Iria Flavia. Él no se andaba con rodeos. Sin dejar de apretar las grupas se dirigió a Santiago de Compostela. La población, ante la proximidad de su ejército, había tomado las de Villadiego y había abandonado la ciudad a su buena suerte. Y así se la encontró.

Un encuentro legendario

Como está mal vacilar y no cumplir con la palabra, Almanzor arrasó con lo que encontró, que no fue poco. Lo primero, el templo. En su afán de venganza, arrampló con todo lo que fuera de valor o fuera susceptible de valer algo. Solo respetó la tumba de Santiago y, según una leyenda, al anciano que, desafiando la sensatez, había permanecido allí para protegerla. Según se cuenta, el orgulloso caudillo le preguntó: «¿Qué haces?». Y el devoto le increpó: «Honrar a Santiago». Hay que imaginarse la estampa, claro. Almanzor, con los hierros del ejercicio guerrero, con una cabalgada encima que no debía sacar precisamente su lado más favorecedor y un mandoble en la mano que debía relucir como el oro. Y enfrente de semejante presencia, un fulano que valía menos que las pulgas. La cuestión es que el viejote le enterneció. O le dio lástima. O a saber. Pero le dejó que conservara el resuello y que siguiera con sus rezos.
Almanzor se llevó brocados, sedas, candelabros, lo tesorillos ocultos, las puertas y, las campanas, que hoy tienen valor y, entonces, lo tenían más y, encima, era una prenda significativa para cualquier asaltante de la época. Como pesaban un quintal y los suyos no estaban para más trotes, Almanzor atrapó a unos cientos de incautos cristianos que pululaban por allá, los redujo a los estatus más miserables de la servidumbre y, sobre sus lomos, llevó las campanas hasta Córdoba (antes le metió un buen repaso A Coruña, que ya que estaba allí no iba a desperdiciar la ocasión). Con el tiempo surgió el rumor de que Fernando III el Santo restituyó las campanas, pero la realidad es que fueron fundidas para hacer lámparas e iluminar la mezquita. Lo malo de la historia es que a veces no deja ni un final feliz.