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Música

Memorias rockeras

Javier García Pelayo, las cien vidas de un mánager fumeta

Muñidor del rock andaluz, protagonista de la contracultura y figura tan genial como necesaria de la música española, publica la primera parte de sus memorias

El manager Javier García-Pelayo
El manager Javier García-PelayoGonzalo Pérez MataLa Razón

Ha vivido cien veces y no es un decir. Javier García-Pelayo ha sido pícaro en una Sevilla desaparecida, mánager en Madrid, jugador en Las Vegas, muñidor del rock andaluz y pionero del rock español. Le pillaron en Algeciras trayendo del sur una bolsita de marihuana, le llegaron a encerrar doce días en un psiquiátrico penitenciario y hasta le prohibieron su entrada en la capital debido a unos incidentes con la policía. “Peccata minuta” que le hicieron padecer la “gandula” y la “peligrosa”, es decir, la Ley de Vagos y Maleantes y la de Peligrosidad Social, los dos mayores instrumentos de represión social. Hippy, buscavidas, y hasta autopostulado a Papa de Roma, Javier es, junto a su hermano Gonzalo, factótum del clan de los Pelayos, figuras esenciales de una época y de una contracultura patria que trató de poner música y color al gris plomo. Con ellos se abrieron camino Triana, Smash, Lole y Manuel, y también Burning o Los Secretos. Y mientras Gonzalo representa la parte más artística o intelectual, Javier es un indígena aventurero: viajero de ácido, navegante de la noche de Madrid y sobre todo indio de las estepas y praderas ibéricas que ha cruzado incontables veces con sus artistas en caballos metálicos. “Kilómetros, muchos, a un ritmo de dos porros por hora...”, aclara en una céntrica terraza de Madrid, donde habla de sus memorias (“Sobre la marcha”, Gong) editadas con total ausencia de corrección ortográfica como declaración de intenciones. Y comprobamos que no miente acerca de lo que cunde una hora.

Javier García-Pelayo
Javier García-PelayoGonzalo Pérez MataLa Razón

“Estuve en tantos colegios que toda mi generación ha sido compañera mía de clase -bromea-. No era lo mío la escuela regulada, porque estaba todo ideologizado. Pero es que el comportamiento de la sociedad en su conjunto era pura falsedad”. Le expulsaron cuatro veces de los mejores colegios de Sevilla, pero cuando se lo propuso, estudió por su cuenta y en 15 días aprobó lo necesario. Pero todo comenzó en Dom Gonzalo, el club que su hermano había abierto en la ciudad, centro de reunión, música y grifa por donde pasaban en 1968 los soldados que iban o volvían de Vietnam vía Morón y Rota, con estados de ánimo opuestos. No tardaron en cerrarlo, claro, y del recurso de la decisión se encargó un joven llamado Felipe González. En torno al club empieza a cocerse una escena que tiene unos principios. “Fue algo voluntario, no se trató de un azar. Mi hermano especialmente tuvo la iluminación de que había que hablar de nuestra raíz. Teníamos un cierto carácter mesiánico, si lo quieres llamar así, porque se trataba de comunicar una nueva: los compases de nuestra música encajan a la perfección en el rock y el blues. Así que existía esa voluntad, esa conciencia y por supuesto esa intención de trascendencia, de levantar a quien escuchase cinco centímetros del suelo. Yo he visto en muchos lugares, Cataluña y el País Vasco incluido, a la gente comprender eso, la identidad compartida ya sea española o como la quieras llamar”, explica García-Pelayo. Así lo hicieron en una empresa fascinante, la que alumbró el rock andaluz. “No les descubrimos nosotros, ellos estaban ya allí y eran buenísimos. Pero yo, como manager, nunca me he subido a ningún carro, o tiro de él o lo empujo”. ¿Qué papel se atribuye? “Uno que no tiene dudas es el 20 por ciento, que es lo que yo cobraba de los éxitos y de los fracasos, si es que en el rock se puede usar esa palabra. Está en los contratos”, ríe. Ni fue mucho dinero, ni poco, sino “lo correcto”.

En aquellos mediados de los setenta, inventaron la industria del rock español, que tuvo como fecha fundacional el concierto de Festival de Burgos de 1975, conocido como el de “la cochambre”, porque así calificó la prensa local a sus asistentes. “Hasta ese momento, no había empresarios que contratasen grupos de rock, no había instrumentación ni por supuesto amplificación. Solo para las voces, de los artistas melódicos. Los Beatles tuvieron que dejar de tocar en el 65 porque no había equipos. Diez años después, tampoco en España. Hasta los 80, no empiezan los camiones, las luces, los técnicos...”. Pero en 1975 aquella cochambre integrada por 4.000 hippies fue la primera demostración de festival de rock en España, liderado por el pícaro José Luis Fernández de Córdoba, maestro de Javier, y con Triana y Burning entre otros en el cartel. García-Pelayo conoció a Burning cuando apenas tenían un sencillo y se convirtió en su manager. “Por definición, no eran de los que tenían que mostrarse amables con la compañía ni conmigo, pero lo pasábamos bien. Mi aproximación a ellos fue provocarles. Les decía que no valían nada, que eran muy malos, que demostrasen algo. Y salían al escenario a morder”, recuerda.

Javier García-Pelayo
Javier García-PelayoGonzalo Pérez MataLa Razón

Luego llegó la Movida. “No me interesó ni participé de ella artísticamente. Vitalmente sí, claro, todas las noches que pude. Pero es que la voluntad era ser efímero y frívolo y eso puede ser revolucionario, porque proclama que no eres importante. Pero no me interesaba”. Javier representó a Los Secretos, Moris, Glutamato YeÝé o Alhaville. Y después vivió con artistas como María Jiménez o José Manuel Soto las vacas gordas de las fiestas patronales.

En sus memorias, aforísticas, divertidas y alucinantes, cuenta sus viajes con el LSD, que en una ocasión le mantuvo tres días en otra dimensión tras ingerir 12 dosis de 2.500 microgramos. «Con el ácido no se alucina, sino que se ilusiona. Y uno alcanza la comprensión de la unidad y del todo, como dicen los budistas. Igual que hay música que trasciende y otra que no, sucede con las drogas». Después de aquel viaje no tuvo miedo: «No, porque el miedo es lo contrario del amor. Todos los males están provocados por ello». Pasó doce días por el psiquiátrico penitenciario de Carabanchel, acusado de tráfico y consumo de estupefacientes. “Fue una experiencia... Yo creo que las cárceles se han vuelto peores con la heroína, pero cuando yo estuve, era como un internado durito”, dice entre risas. “Estábamos unidos y lo fuimos pasando. menos mal que fueron solo 12 días”. Entonces, le quitaron el pasaporte y le prohibieron volver a pisar Madrid, un destierro que incumplió cuando pudo. García-Pelayo se declara a favor de la despenalización del consumo de drogas y de la legalización de la marihuana.En Nevada, Estados Unidos, donde vive mi hija, el estado ha recaudado 4.000 millones de dólares en impuestos que han anunciado que van a dedicar a educación y sanidad. Y se han ahorrado una enorme suma en las labores de represión, de policía, de juzgados especiales... e incluso de cárcel de gente. Porque allí, si te pillaban tres veces con un porro, ibas p’alante”, cuenta.

Javier García-Pelayo
Javier García-PelayoGonzalo Pérez MataLa Razón

“Todo movimiento cultural tiene una sustancia detrás. Ha estado el vino, el whisky... El flamenco en España dio un cambio enorme cuando se pasó del vino de Jerez al whisky. Y cuando entró la cocaína ya se destrozó. Y no te cuento la heroína. Pero todo movimiento tiene una sustancia”, explica García-Pelayo. De niño, Javier solicitó el papado, pero su tía no envió la carta al correo. De mayor, un amigo volvió a presentar la solicitud. “Yo he pedido trabajo muy pocas veces en mi vida. Pero es que creo que es el mejor trabajo del mundo. Lo mejor que se puede ser. Porque te da la oportunidad de estar en contacto con el Espíritu Santo. Y no hay nada igual, aparte que te da una vida correctísima. Yo no iría a innovar el Papado. Porque ¿quiénes somos nosotros para opinar?”. “Yo no sé si existió, pero Jesucristo dejó un mensaje que fue el más revolucionario de la historia, que nunca se ha cumplido. Es amaros los unos a los otros como yo os he amado, y eso es lo más grande que se ha dicho nunca. Y si eso se consigue, hemos triunfado”. Palabra de un hombre con cien vidas.