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La Edad de Oro de la Armada española

En «Historia de un triunfo», Rafael Torres Sánchez reivindica el siglo XVIII como la centuria fundamental de los navíos españoles gracias al esfuerzo continuado de toda la sociedad. Una realidad lejana a Trafalgar, que no solo fue un desastre para la propia marina española, también para su historia, ensombrecida por este fracaso
.Rafael Monleón y Torres
La Razón

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La Armada del siglo XVIII no fue ni la institución decadente e ineficiente con la que se ha querido explicar su dramático final de comienzos del siglo XIX, ni tampoco el ejemplo constante de heroísmo y sacrificio con el que se ha buscado contrarrestar la interpretación anterior. Descalificada por unos y ensalzada por otros, la Armada del siglo XVIII requería una visión ponderada, objetiva y apoyada en los datos y fuentes aportados por la importante renovación historiográfica de los últimos años. Era obligado, por tanto, ofrecer una nueva lectura de la Armada del siglo XVIII mucho más acorde con la realidad histórica que enfatiza esa renovación historiográfica; una realidad en la que surge una historia de triunfo colectivo, de triunfo de la sociedad española, no de un ministro ni de un gobierno. Fue un éxito que solo se pudo realizar por el esfuerzo continuado de una sociedad y de varias generaciones de españoles, que fueron capaces de llevar a la Armada a su verdadera Edad de Oro.
Para ello es necesario dar respuesta a la pregunta clave de cómo España pasó de prácticamente no tener una marina de guerra a finales del siglo XVII a disponer de la segunda flota más importante del mundo al iniciarse la década de 1790. La realidad histórica es que España logró disponer de una marina capaz de operar en cualquier mar del mundo, con unos buques construidos con la más avanzada tecnología y sostenidos por una eficiente maquinaria administrativa. Si el objetivo principal de la marina de guerra era político, de defensa de la Monarquía, el resultado de la actividad de la Armada durante el siglo XVIII fue francamente positivo, puesto que la Monarquía Hispánica siguió extendiéndose territorialmente a lo largo de todo el planeta, haciéndose más grande y más global. No es casualidad que la Monarquía Hispánica alcanzase en 1790 su mayor extensión territorial histórica, precisamente cuando también lo hacía su Armada. La sociedad española situó a sus fuerzas navales en el puesto más elevado a escala mundial alcanzado nunca y permitió que la Monarquía Hispánica llegase a su mayor extensión territorial.
El principal reto al que se enfrentó la Armada fue el de romper con la dependencia exterior. La marina de los Austrias había evolucionado hacia una dependencia de la importación de buques y suministros militares; se acudía continuamente a los mercados europeos y eran proveedores extranjeros los que controlaban la tecnología, la construcción, la provisión y hasta el mantenimiento, por lo que los beneficios de la demanda militar se alejaban de la economía española.

Motor económico

El triunfo fue, precisamente, que en el siglo XVIII se alcanzó una completa autonomía para abastecer totalmente la demanda de buques, tecnología y suministros, con creciente eficacia en un contexto de intensa competencia internacional. Lo más importante de este éxito para la interacción de la Armada con la sociedad y economía es que España logró, por primera vez en su historia, que todo el gasto naval fuese realizado dentro de los dominios de la Monarquía Hispánica, lo que significaba que las rentas públicas volvían a la sociedad, ya fuese en forma de salarios, de puestos de trabajo o de demanda de suministros. Además, y esto es importante subrayarlo, la demanda naval tuvo un efecto integrador en la geografía nacional e imperial realmente catalizador, ya que prácticamente todas las regiones españolas lograron beneficiarse al participar y contribuir en la demanda de la Armada con la producción de buques o el transporte de suministros. Algunas de ellas se beneficiaron de forma muy intensa, como Cataluña, País Vasco y Andalucía. Ahora sabemos que esa demanda naval fue un importante motor para el crecimiento regional y para la integración de un mercado nacional. Por lo tanto, más que nunca, la demanda naval del siglo XVIII permitió a España contar con una verdadera palanca de riqueza.
La autonomía lograda por la Armada se proyectó al conjunto de la Monarquía Hispánica. Ahora sabemos que la diferencia entre los estados de la época no estuvo tanto en producir un navío sino en desplegarlo en mares muy alejados de sus bases navales. Para lograr esa extraordinaria capacidad de operar globalmente se requería un gran esfuerzo logístico, creando centros de reparación y reabastecimiento.

Sangre, sudor y sal

La Armada logró dotarse en el siglo XVIII de una red de bases navales a escala planetaria capaz de atender y apoyar los despliegues de sus buques en todos los mares conocidos, desde Manila a Menorca. Esto implicó crear instalaciones permanentes, con personal especializado, y sistemas de control y suministros estandarizados. De alguna manera, por esta vía, la Armada también contribuyó al proceso de globalización al intercambiar por todo el planeta personas, recursos, información y sistemas de administración y gestión.
Si hablamos de buques, tenemos que hablar de marinos, cuya dura vida cotidiana se puede resumir en tres palabras: sangre, sudor y sal. Sin embargo, cabe señalar que los datos ofrecidos sobre conflictividad y motines comparados con otras marinas de guerra muestran que la Real Armada tuvo menos sublevaciones a lo largo del siglo XVIII, incluso cuando se desciende a las causas de los motines, como falta de pago, el desacuerdo con las autoridades o la calidad de los víveres. A este respecto, dar de comer al marino en un buque era el mayor reto logístico al que se enfrentaba la Armada. Reunir, componer, distribuir y estibar millones de raciones, al tiempo que controlar la calidad, y hacerlo a escala planetaria, requiere una sobresaliente capacidad de organización. Pese a las lógicas limitaciones de almacenaje y conservación de víveres en los buques, la alimentación de los marinos en la Armada fue considerablemente mejor que la que podía acceder la mayoría de la sociedad de la época, ya que eran dietas variadas y, sobre todo, regulares, algo que no siempre ocurría la vida civil. Del mismo modo, al analizar las enfermedades se concluye que, a diferencia de los civiles, los marinos de la Armada tuvieron acceso permanente, en cualquier parte del mundo, a la asistencia de cirujanos especializados, medicinas, enfermerías y hospitales, algo casi impensable para la sociedad de la época.
En definitiva, frente a la imagen de la Armada de Trafalgar, la Armada del siglo XVIII surge con características bien diferentes, fruto de una sociedad española que se benefició con su desarrollo y que logró dotarse de la mayor Armada de su historia, con una organización y logística capaz de desplegar sus buques por todo el planeta, unos buques con una tecnología similar o superior a la mayoría de marinas de guerra y con unos marinos formados, pagados, alimentados y cuidados con regularidad, y con la que, en definitiva, España logró alcanzar el máximo crecimiento territorial de su historia. La sombra de Trafalgar no debería ensombrecer la Edad de Oro de la Armada española en el siglo XVIII.

LA LARGA SOMBRA DE TRAFALGAR

La derrota de la Armada en Trafalgar en 1805 ha distorsionado la comprensión de la realidad histórica de la Armada en el siglo XVIII. Con Trafalgar se creó el mito de una Armada ineficiente y en constante decadencia que, supuestamente, mostró en aquel combate su verdadera naturaleza. El imaginario colectivo ha dado lugar a una persistente interpretación histórica que ha utilizado el paradigma fatalista de la batalla de Trafalgar para valorar negativamente lo realizado durante el siglo XVIII. Este mito se apoya en una interpretación historiográfica muy trasnochada, que concedía a la batalla naval el valor de prueba del desarrollo de los pueblos (Alfred Mahan) pero que afortunadamente ha sido ampliamente superado por la historiografía actual.
La crisis financiera de España iniciada en 1793, la más importante de la historia de España, provocó el colapso de la hacienda y la paralización de todas las inversiones navales –los dos últimos navíos del siglo XVIII se botaron en 1795–. Durante la década anterior a Trafalgar los arsenales dejaron de producir, los salarios de los marinos dejaron de pagarse, la maestranza fue expulsada masivamente y los buques dejaron de ser mantenidos. La Armada cambió dramáticamente tras 12 años de continua crisis, por lo que no parece pertinente seguir extendiendo la sombra de Trafalgar a todo el siglo XVIII.