Caroline Fourest: “La libertad de odiar jamás ha estado tan fuera de control ”
La reconocida periodista francesa disecciona en su nuevo libro, “Generación ofendida”, las contradicciones censoras en las dice que ha incurrido la izquierda identitaria y apela a la universalidad de la lucha como auténtica herramienta de reivindicación
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El diagnóstico de esta intelectual feminista es negativo, catastrofista, alarmante, contemporáneamente preocupante, pero tiene dimensión de advertencia reparadora, no de radiografía moralizante. Caroline Fourest afirma que vivimos bajo una tiranía de la ofensa que nos está sofocando y que por paradójico que resulte, “la libertad de odiar jamás ha estado tan fuera de control en las redes sociales, pero la libertad de hablar y pensar jamás ha estado tan vigilada en la vida real”.
Estos preceptos parecen más que suficientes para encajar dentro del perfil estereotipado de sospechosa. Sospechosa, decimos, tal vez para algunas facciones del progresismo más disperso por congregar las características de ese término que monopoliza el corazón de los debates ideológicos y que parte de la izquierda asegura haber visto, pero que nadie parece saber muy bien a qué sabe, a qué huele, cómo se manifiesta, ni qué aspecto tiene, llamado “rojipardismo”.
Despierta, lúcida y abanderada de luchas esenciales como el antirracismo, aquellas que caminan contra la homofobia u otras que denuncian abiertamente el fundamentalismo religioso católico, judío y musulmán o el antisemitismo, Fourest disecciona en su nuevo libro, “Generación Ofendida”, las actuales fallas que presenta la deriva censora de la izquierda identitaria y reivindica la necesidad de deshacerse de la tiranía de lo políticamente correcto.
En línea con la reciente proliferación de ensayos que se muestran críticos con el ensimismamiento de izquierda en aspectos relacionados con la diversidad, la autora trata a lo largo de las 160 páginas que conforman el libro, cuestiones complejas -cuyas conclusiones no son, en absoluto, definitivas ni definitorias- sobre el trasfondo fariseo de la apropiación cultural, la capacidad del patriarcado para empaquetar e inocular dentro del feminismo elementos como la interseccionalidad y convertir así la cultura o la raza en un eximente de los abusos contra las mujeres o su creciente preocupación por la existencia de aulas universitarias norteamericanas que actúan como salas de incubación de futuros “inquisidores”.
-¿Considera que la crispación en redes hoy en día es lo suficientemente trascendental fuera de las fronteras de lo digital como para hablar de inquisiciones culturales o ejercicios de cancelación?
-Las jaurías digitales no solo son uno de los aspectos graves, no se limita por desgracia a una intimidación digital, pero es indudable que la incitación al odio, el hecho de insultar con impunidad, de atacar, se ha liberado por la existencia de las redes sociales. Digamos que estamos sometidos a una violencia continuada y al mismo tiempo en la vida real, en la universidad sobre todo, que es donde deberíamos aprender a desarrollar nuestra mentalidad crítica y nuestro espíritu creativo, la conversación es cada vez más difícil entre generaciones y más polarizada. No logramos entendernos porque hay un vocabulario que se ha vuelto muy sectario, muy purista, en las universidades y en la industria cultural en general, que no favorece la conversación ni la libertad. Se llegan a rechazar artistas o incluso obras porque han sido creadas por personas que no tienen la identidad de la que se habla en esas mismas obras, ahora mismo estamos en esta paradoja. Hasta el punto de que el color del traductor importa.
-Asegura en el libro que antes la censura venía de la derecha conservadora y moralista y ahora brota de la izquierda. ¿Las políticas identitarias están desvirtuando el rumbo del progresismo?
-Sí, sin duda. En nombre de la lucha por la igualdad tendemos a aplastar las libertades y esto nunca es bueno porque cada vez que la izquierda ha abandonado la lucha por la libertad y ha dejado actuar a los más reaccionarios de enfrente, las cosas nunca han acabado bien. Si hoy en día la derecha conservadora puede dar la idea de que está defendiendo la libertad es porque la izquierda se ha postulado del lado de la censura, en vez de contraargumentar. Y no toda la izquierda, pero sí que hay una parte de la izquierda identitaria muy inspirada en los conceptos de identidad política procedentes de los Estados Unidos que ha caído en el victimismo y en la moral como arma arrojadiza. En lugar de tener paciencia e intentar eliminar los prejuicios y deconstruir las categorías sexistas, invierte esas tendencias para llegar a una intimidación intelectual. La moral no es la manera de eliminar el racismo o el sexismo. La única vía es la igualdad y no la censura.
-¿Encierra una trampa el concepto de “apropiación cultural”?
-Pienso que bastante. Cuando se habla de obras que han sido expropiadas por parte de Europa o de Estados Unidos sin acuerdo por sus propietarios, entonces hablamos claramente de una apropiación cultural. Pero el problema es que hay una abogada blanca americana especialista en copyright que vio un negocio en todo esto hasta convertir el concepto en un juicio de intenciones, de manera que cada vez que alguien se inspira de otra cultura, que un cantante se hace rastas por ejemplo -hemos visto campañas por ejemplo más que insultantes y amenazadoras contra artistas como Pharrell Williams o Katy Perry porque han llevado peinados o joyas que no pertenecían a su cultura- se le acusa de apropiación cultural. Y esto no es otra cosa que racismo, una fobia cultural increíble. Inspirarse de otra cultura es una forma de rendirle homenaje y esta deriva es muy emblemática de la izquierda identitaria, que acaba por creer que existen fronteras entre las culturas, entre los orígenes y quiere que todo el mundo siga encasillado en su propia identidad. El antirracismo en el que yo creo, universalista, apela a la mezcla de culturas en el cosmopolitismo y no pone barreras en términos inspiracionales o creativos.
-Señala también que a las nuevas generaciones “se les ha enseñado a quejarse para existir”. ¿No cree que es injusto criminalizar la queja en una generación a la que en muchas ocasiones se la acusa precisamente de desconexión con el mundo y falta de implicación?
-Este libro es una llamada a la conversación y hay padres que me han dicho que esto les ha permitido hablar o retomar el diálogo con sus hijos, hijos con niveles altos de estudios que creen tener la razón en todo, especialmente. Así que este libro es para poder entablar una conversación. Y contestando de forma más precisa a tu pregunta claro que hay que escuchar a las víctimas, claro que esta generación tiene que estar indignada y no creo que estén desconectados del mundo: se apasionan por causas como el medioambiente, el feminismo, el antirracismo, pero se apasionan por unas causas que a veces pueden ser moralizadoras y sin voluntad de convencer. Y si necesitamos eficacia, tendremos que convencer a los que no hemos logrado convencer todavía. Yo personalmente he llevado a cabo combates contra la homofobia y para luchar contra esto he tenido que entablar diálogo con personas que creían que la homosexualidad era una enfermedad.
El hecho no está tanto en que no podamos quejarnos cuando somos víctimas -el movimiento MeToo es un acontecimiento liberador, necesario y que permite oír las palabras de quienes han sufrido acoso-, pero cuando hablamos de victimización abusiva no estamos hablando de esto ni de reivindicar algo mejor. El victimismo se produce cuando hay personas que se muestran tan susceptibles por cosas insignificantes que se erigen en censores. Cuando nos encontramos ante unos alumnos que ya no quieren estudiar una obra como “El gran Gatsby” porque consideran que tiene fragmentos demasiado violentos o que no les gusta entender o escuchar, hablamos de un problema. Que alguien sea un poco distinto al otro no es una agresión, es una divergencia y hacerse pasar por víctima de racismo cuando únicamente estamos sin argumentos frente a otro, solo demuestra carencias.
-¿Es posible conseguir algo cuando tratamos de cambiar o incluso anular con ojos del presente formas de pensar, actuar o crear pertenecientes al pasado, desnudándolas de su contexto histórico?
-Pienso que es un error y una de las grandes enfermedades de nuestra época. Nos informamos y nos politizamos a través de las redes sociales y hemos perdido el gusto por el contacto, por el contraste, por poner las cosas en su lugar. Y esta transición debe llevarse a cabo en la escuela y en la universidad y permitir que las obras se lean en su contexto, en su tiempo, para que no ocurra lo que está pasando hoy en día.
-Como lo de la quema de libros de Tintín y Astérix en Ontario…
-Exactamente. Que el primer ministro canadiense Justin Trudeau consienta que desde la comisión escolar se quemen ediciones de Lucky Luke o de Tintín para que los jóvenes no puedan llevar a cabo la reproducción de estos estereotipos es enseñarles a los niños desde bien pequeños a ser inquisidores, en lugar de tener una mente crítica. Creo que no tenemos que quemar los libros del pasado, sino escribir libros nuevos, creativos, añadir miradas a las miradas del pasado. Tenemos que ser capaces de mirar las obras del pasado conociendo la historia. Si hoy leemos a Voltaire sabemos que, en aquel momento, él defendía la libertad y a los protestantes, que eran una minoría en aquella época, pero si leemos lo que escribía sobre las mujeres o los judíos nos damos cuenta de que es horrible. Pero la realidad es que él consiguió hacer cambiar algunas cosas y si queremos mirar al pasado, pienso que debemos hacerlo desde el movimiento y no desde el juicio o la intolerancia, porque si no estamos incurriendo en un modo de actuar similar al del fundamentalismo religioso: rechazando la cultura.
-Un ejemplo de cómo la interseccionalidad ha sido absorbida progresivamente por el patriarcado, ¿podría traducirse en la idea de que, si hoy un hombre negro comete una violación, importa más que sea negro a que sea un hombre?
-Es un excelente resumen en forma de respuesta lo que me planteas. Esta paradoja peligrosa de la interseccionalidad, porque parte de buenas intenciones, lleva a veces a una serie de crispaciones identitarias complicadas que son las que estamos viviendo ahora mismo. La interseccionalidad está articulada para las luchas antirracistas y feministas, esto siempre ha sido así. Todas las feministas de los años setenta luchaban por los derechos civiles, otros movimientos por la defensa de los sin papeles… la interseccionalidad en el feminismo es una reescritura de la historia llevada a cabo por algunas mujeres del movimiento para abrir la corriente de pensamiento que defienden al antirracismo, pero hacerlo tal como se practica hoy en día, significa muchas veces someter el feminismo a esta visión antirracista a la americana. Es una visión lógica, pero esto no significa que todas las sociedades de Latinoamérica y Europa sean iguales.
No se puede exportar todo esto de la misma manera y las feministas hoy en día tengo la sensación de que tienden a someter la denuncia del sexismo al color de piel que poseen quienes practican ese sexismo. He llegado a escuchar decir que era más grave ser una mujer negra y violada que blanca y violada y esto es terrible. Porque el dolor de una víctima de violación no depende del color de piel y el hecho de ser un violador tampoco puede depender de lo mismo. Lo que tenemos que denunciar es: la dominación masculina, esté donde esté y con la misma mirada y la misma exigencia.
-¿La lucha de “razas” ha sustituido a la lucha de clases?
-Bueno, esto tiene que ver de forma directa con los focos de los que parte esta sustitución: ámbitos privilegiados, buenas universidades y una industria cultural grande que ostenta ahora el poder. Hay personas que podrían preocuparse por la desigualdad y que sin embargo han decidido focalizarse en la cuestión de la diversidad porque a veces se pueden situar del lado del poder cultural y de las víctimas. Esto nos distrae de una lucha muy importante. Hace más de 20 años yo formaba parte de esta izquierda que luchaba contra la izquierda marxista que decía: no podéis dejar de ver la importancia de la lucha contra las discriminaciones y pasado el tiempo me encuentro haciendo lo contrario, porque hemos pasado de un extremo a otro.
Cuando al principio del Coronavirus por ejemplo nos decían en Estados Unidos que esta enfermedad tocaba más de cerca a los negros -demostrando esa obsesión con apropiarse del mensaje-, descubrimos que la realidad era que esta enfermedad afectaba más a los pobres y a los obesos. Con esto quiero decir que hay que encontrar la forma correcta de transmitir el mensaje y es importante hacer un buen diagnóstico porque el foco si no, puede perderse. Y la cuestión racial, a veces está ocultando otras cuestiones relacionadas con la clase. En ocasiones queremos explicar las cosas de una manera que nos hace rehabilitar la palabra “raza”: negro frente a blanco. La palabra “raza” en Europa no tiene la misma connotación que tiene en América, porque los nazis nos hicieron creer que había humanos y subhumanos utilizándola como bandera. A partir de entonces, en Europa, hemos tratado de eliminar las categorías de las personas y hemos deconstruido esa palabra porque formaba parte de la extrema derecha.
En cambio, desde la extrema izquierda identitaria esto ha vuelto a cobrar fuerza y a veces reavivamos sin darnos cuenta un modelo supremacista. Cuando muchas personas se acogen a su identidad como personas negras para decirle a los blancos que no pueden hablar o escribir sobre ellos, el riesgo ya no es solo importar la palabra “raza” de Estados Unidos, sino incurrir en un supremacismo. Debemos aprender a decir “dejen de decirnos que no podemos hablar porque somos blancos”, porque esto está llegando a puntos insoportables. Ya tenemos aquí una extrema derecha lo suficientemente peligrosa como para importar modelos invertidos de sus propias características. No hay que caer en estas simplificaciones.
-¿Corren malos tiempos para la escucha?
-Nuestras democracias están pasando un momento muy complicado de desestabilización y polarización. Lo vimos con especial claridad en las últimas elecciones americanas: todo se remitía a los enfrentamientos entre partidos, la gente no se escuchaba. Lo hemos visto también con la crisis del Coronavirus: la gente ya no cree en los mismos relatos, existen visiones muy contrarias sobre el pasado, sobre la ciencia, sobre las vacunas, sobre lo que ocurre a nivel internacional. Nos movilizamos por estos relatos distintos y es muy fácil que acaben por enfrentarnos entre nosotros, por lo tanto, es importante no añadir a este marco una fractura generacional, seguir utilizando un vocabulario común que nos permita conversar. De generación a generación no veremos las cosas de la misma manera -¡por suerte!- y cada vez observaremos grupos más amplios de jóvenes que buscan la igualdad, abogan por el antirracismo y que empiezan a lanzar autos de fe. Pero hay cosas en el mundo muy graves en términos de tiempo y energía como para querer prohibir las obras de teatro en la Sorbona o pretender quemar un cuadro antirracista porque la pintora era blanca y no negra. No se puede perder tiempo censurando a artistas progresistas mientras en el mundo siga habiendo divisiones y desigualdades tan importantes.