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Historia

La nación india que pudo cambiar la historia de Estados Unidos

El historiador Peter Cozzens cuenta cómo la mayor confederación de tribus nativas de la historia puso en jaque a las Trece Colonias

La bandera inicial de los Estados Unidos y un hacha tomahawk
La bandera inicial de los Estados Unidos y un hacha tomahawkAgenciasLa Razón

En 1812, dos hermanos indios, de la tribu de los shawnee, alentaron el sueño de una nación india en el Medio Oeste, en un territorio comprendido entre la moderna Alabama, el centro y norte de Misisipi y la Georgia occidental, que puso en jaque a los políticos de Washington y que de haberse consolidado se habría erigido como un inesperado «estado colchón» entre los recién nacidos Estados Unidos y el Canadá que todavía conservaban los británicos. Una idea que se convirtió en la mayor amenaza que jamás había afrontado la joven república y que, si hubiera fraguado, habría cambiado el devenir la historia y la famosa expansión al Oeste que todos los admiradores fordianos conocen por el cine. Pero, ¿qué sucedió? El historiador Peter Cozzens, autor de «La tierra llora», cuenta en «Tecumseh y el profeta» (Desperta Ferro), esta aventura extraordinaria mezcla de idealismo y valor.

La derrota de Londres por las Trece Colonias en 1783, animó a cientos de aventureros, buscavidas y familias, espoleadas por la pobreza, las ilusiones, la ignorancia y la ambición, a adentrarse en los Apalaches para obtener nuevos territorios y productos con los que enriquecerse. La búsqueda de oportunidades, las promesas de pieles, la esperanza de explotar atractivos minerales y la idea de acometer la vida con una línea de horizonte más amplia, animó a a los colonos, bien provistos de pólvora, mosquetes y engaños, a despreciar los riesgos y adentrarse en tierras indias con el habitual octanaje de soberbia que solía caracterizarlos.

Las tribus asentadas allí contemplaron imponentes la proliferación de asentamientos en los límites de unos bosques donde hacía varias generaciones solo estaban poblados por ellos. Sus temidos «tomahawk», sus cuchillos «arrancacaballeras» y las carabinas compradas a los ingleses o, simplemente, arrancadas de las manos de sus enemigos, no resultaron suficiente para detener esa oleada y que los rostros pálidos actuaran con mayor comedimiento y se convencieran de lo desafortunado que resultaba en ocasiones desobedecer la prudencia y cruzar el umbral de ciertos límites. Pero esos granjeros y tramperos de pelaje y modos vehementes, arrogantes y prejuiciosos, contaban con el respaldo de una población que superaba con amplitud las 300.000 almas, una cifra imponente y muy superior a la de los nativos que sobrevivían allí y que sumaban una densidad demográfica más modesta.

Los intentos gubernamentales para que los indios renunciaran a su vida nómada, ofreciendo unos pactos que en ocasiones eran meros trucos para ganar tiempo y, en otras, una colección de cláusulas inaceptables para cualquier ánima sensata, fracasaron. La política para que rindieran su belicosidad y se convirtieran en granjeros no salió hacia adelante. Esos ofrecimientos, que también se alejaban bastante de ser sinceros, suponían, una utopía al tratarse de poblaciones de estirpe guerrera, habituadas a desplazarse y sobrevivir de lo que cazaban, recolectaban y pescaban. Suponían una afrenta a ellos, a sus tradiciones y a las culturas que representaban. La opción de instalarse en posesiones españolas –que, a pesar de la mala fama de la leyenda negra, eran los únicos que les brindaban cobijo en esas agitadas décadas– no fraguó entre sus mentalidades. Las guerras contra los casacas y las milicias que emprendieron tampoco se saldaron de una manera satisfactoria ni sirvieron para frenar cualquier avalancha blanca y zanjar el problema.

Alcohol y armas de fuego

Durante las últimas décadas, aparte de las divisiones internas, los nativos debían afrontar un sinnúmero de peligros. Su población había descendido y quedado diezmada por el azote de las enfermedades que habían traído los occidentales. Aunque lo peor fue el licor. El alcohol provocó estragos entre los más jóvenes, que terminaban renunciando a su identidad. Muchos fallecieron por coma etílico o en duelos que emprendían contra sus propios hermanos en medio de borracheras. A eso había que añadir la ruina anímica, que se expandía con el imparable avance de una gripe, la aculturación y el empobrecimiento económico.

Es cierto que ya habían perdido parte de sus costumbres, que dependían del comercio con los blancos para adquirir armas de fuego (aunque continuaran utilizando el arco) y que vestían con camisas que provenían del comercio que habían iniciado con los colonizadores. Pero, a pesar de eso, continuaban siendo los propietarios de sus tierras. Nada aventuraba que pudiera cambiar en su horizonte, dibujado con oscuros nubarrones, pero un día se produjo algo inesperado: el despertar de su conciencia. Dos hermanos, Tecumseh y Tenskwatawa, apodado el Profeta, el primero como líder político y el segundo como guía espiritual, devolverían la autoestima a esas poblaciones y formaron una confederación que llegó a reunir el doble de guerreros de los que Toro Sentado tuvo bajo su mando en Little Bighorn. Un movimiento impredecible que amenazó con detener la expansión americana hacia el Pacífico y la actual fisonomía como país de Estados Unidos.

Ambos habían crecido en este clima de violencia. Su padre había fallecido en una batalla contra los colonos estadounidenses cuando Tecumseh frisaba los seis años y estaban familiarizados con lo que un misionero inglés describió «salvajes blancos», de «moral disoluta», y las miserias que dispersaban a su paso. Los dos hombres respondían a un perfil distinto. Tecumseh, como refieren testigos y crónicas, era un líder carismático, elegante, que hablaba inglés perfectamente, un guerrero nato, un gran cazador y un verdadero seductor de mujeres. Alto, distinguido, buen jinete, mejor estratega, vio con claridad las posibilidades que planteaba una posible confederación de las naciones indias. Y su visión se materializó. A su lado creció Tenskwatawa, un hombre hecho de merindades opuestas. Nació bajo malos augurios y los peores pronósticos, se mutiló en un accidente de caza y perdió un ojo, jamás destacó como un hombre de los bosques, cayó en el alcoholismo, la indigencia, la pereza y peregrinó por las peores estaciones de la existencia. Un día, después de una borrachera, tuvo un sueño y se levantó con una nueva consistencia. Fue su renacer y su conversión en un hombre de religión que logró congregar bajo su voz a cientos de indios. Los dos fraguaron una unidad que respondía a una divisa: «Todos somos indios, todos somos un pueblo, todos comemos del mismo cuenco; o resistimos juntos a los estadounidenses o seremos derrotados por separado».

Tecumseh y Tenskwatawa consiguieron que las frágiles alianzas indias, de escasa consistencia y por naturaleza pasajeras, se tornaran consistentes. Lograron esta meta y también otra igual de compleja: que los británicos respaldaran sus pretensiones de forjar una nación india y que se convirtieran en sus amigos en ese periodo, algo que no debería suponer un gran sacrificio para los británicos después de la guerra que habían mantenido con las Trece Colonias. Los ingleses resultaban fundamentales para que saliera hacia adelante esa utopía, pero una serie de reveses, una derrota contra todo pronóstico de las tropas de Gran Bretaña y un enfrentamiento en el Támesis acabó por desbaratarlo todo.

Un tiro crucial

Tecumseh, el caudillo que había reconciliado a las tribus bajo un objetivo común, falleció en 1813 en una batalla crucial con sus adversarios. Allí las tropas norteamericanas y las que él dirigía dirimieron un enfrentamiento esencial. El desarrollo del choque no evolucionaba bien para los nativos. Las bajas aumentaban en unas filas donde no sobraba ni un solo hombre. Cuando algunos retrocedían, Tecumseh decidió encararse a los kentuckianos y uno de ellos, sin reconocer quién se abalanzaba sobre él, levantó el mosquete, apuntó como pudo y apretó el gatillo. La bala quebró su pecho y que quedó tendido. «Su cuerpo fue perforado por dos o tres perdigones. El impacto tumbó de espaldas al jefe. Lo más probable es que estuviera muerto antes de tocar el suelo. La noticia de la caída de Tecumseh recorrió toda la línea india», relata Peter Cozzens en el libro. Todo quedó zanjado en ese segundo. Sus guerreros huyeron a través de un campo de ciénagas y de bosques.

LA HUMILLANTE PROFANACIÓN DE UN CADÁVER
La muerte no es benévola con aquellos que han caído bajo su albur. A ella le importa poco la nobleza que albergara su espíritu o las aspiraciones que animaban su existencia. El cuerpo de Tecumseh no fue bien tratado por aquellos que lo vencieron. El historiador Peter Cozzens recoge el trato que recibió el cadáver. «Los buscadores de trofeos kentuckianos habían profanado los muertos indios. Varios demonios, seguramente sin saber de quién era el cadáver que desfiguraban, habían arrancado la cabellera y le había hundido el cráneo con un tomahawk. Otros le habían arrancado mechones de cabello hasta dejarle casi calvo. El cuerpo de Tecumseh estaba cubierto de sangre seca y su rostro estaba muy hinchado». Los propios militares americanos tuvieron reticencias de confirmar la muerte de una persona que se había revelado con una gran nobleza y temían que la mutilación de sus restos llenara de pesar sus conciencias. El propio William Henry Harrison, secretario de guerra, llegó a escribir: «La obediencia y el respeto que le profesan sus seguidores es en todo punto asombrosa, circunstancia que, más que ninguna otra, revela que se trata de uno de esos genios poco comunes que de vez en cuando surgen para obrar revoluciones y revertir el orden de las cosas. De no ser por la cercanía de los Estados Unidos, podría llegar a ser el fundador de un imperio cuya gloria rivalizase con los de México o el Perú».
Portada del libro de "Tecumseh y el profeta"
Portada del libro de "Tecumseh y el profeta"Desperta FerroDesperta Ferro

“Tecumseh y el Profeta. Los hermanos shawnees que desafiaron a Estados Unidos”

Peter Cozzens

526, páginas

27,95 euros