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Historia

Así fue la última Navidad en paz de Hitler antes de desatar el infierno sobre Europa

La mesa del Führer solía ser muy frugal, casi vegetariana al completo y, por eso, Eva Braun se esforzó en mejorarla con verduras variadas

Adolf Hitler y dos nazis disfrazados de Papá Noel durante una cena de Navidad
Adolf Hitler y dos nazis disfrazados de Papá Noel durante una cena de Navidadlarazon

Hitler vivió las primeras Navidades de la Segunda Guerra Mundial en permanente tensión. Tras la rápida victoria sobre Polonia estaba plenamente convencido de que conseguiría una aplastante victoria sobre los anglo/franceses, pero necesitaba atacar rápidamente, antes que Francia y Gran Bretaña se recuperasen de la sorprendente victoria relámpago alemana. La jefatura del Ejército, sin embargo, trataba de frenarle argumentando que las pérdidas registradas en Polonia no habían sido livianas (bajas: 50.000; pérdidas: 287 aviones, 195 cañones y 500 blindados y vehículos y otros tantos severamente averiados, además de miles de toneladas de munición, combustible y pertrechos) y que costaría meses restaurar lo dañado, recuperar lo gastado, completar las plantillas y subsanar los defectos observados durante la campaña.

Hitler bramaba contra el obstruccionismo militar, situación que culminó el 5 de noviembre cuando rompió, en la práctica, con el alto mando de la Wehrmacht, encarnado por el mariscal Walther Von Brauchitsch y su jefe de Estado Mayor, Franz Halder. Hitler escuchó la letanía de objeciones del mariscal al inicio inmediato del ataque hasta que estalló. Le gritó hasta desgañitarse y cuando se le terminaron argumentos e insultos le amenazó: «¡Ya me ocuparé yo de aniquilar el espíritu de Zossen!» (centro de mando de la Wehrmacht y de su Estado Mayor OKH) y, dando un portazo, abandonó el despacho dejando el mariscal solo, avergonzado, desconcertado y atemorizado... En Zossen estimaron que la frase del Führer no era algo casual, sino un plan para cribar la cúpula del ejército y eliminar toda oposición a su idea de la guerra, y por sus despachos se extendió una ola de temor. Todos revisaron sus papeles por si les sorprendía la irrupción de la Gestapo y encontraba algo que pudiera ser sospechoso. Esa ola de temor coincidió con la caza de brujas suscitada por el atentado de George Elser, el 9 de noviembre, en la cervecería Bürgerbräukeller, del que Hitler se salvó porque abandonó el local un cuarto de hora antes de lo previsto para tomar un tren.

Paranoia hitleriana

A tanto llegó la paranoia hitleriana que incluso sospechaba de sus servicios meteorológicos, que pronosticaban una ola de mal tiempo que obstaculizaría los movimientos de tropas e, incluso, la actuación de los aviones, por lo que envió a sus fronteras del oeste a uno de sus hombres de confianza, general Alfred Jodl, jefe de planificación de OKW, a comprobar si el tiempo era tan malo como se decía... Y el fino y académico Jodl chapoteó por las zonas de confrontación con barro hasta los tobillos, vientos huracanados y chaparones torrenciales cuando no granizadas o tormentas de nieve... Hitler, aunque bufando contra «el espíritu timorato de Zossen», permitió un aplazamiento –que le serviría a Erich von Manstein para perfeccionara su magistral modificación del «Plan Amarillo»– y se dispuso a pasar familiarmente las fiestas navideñas.

El 21 de diciembre, viajó a Múnich y visitó a los Bruckmann, una poderosa familia que le había ayudado económicamente en sus comienzos y que le había presentado a muchos de sus influyentes y ricos amigos, que fueron relevantes en la escalada nazi. Su amistad era tanta que solía recibirlos en la Cancillería cuando viajaban a Berlín y, desde luego, siempre les visitaba por esas fechas en Múnich para pasar con ellos un par de horas charlando distendidamente. En esta ocasión el tema polaco y el atentado centraron la charla y, como solía, también esta vez les regaló algunas «indiscreciones» con las que podrían presumir en su círculo social: el atentado fue una conjura de la que le salvó la Providencia, que nunca la abandonaba y la ofensiva en el Oeste era muy urgente y se estaba retrasando por culpa de mandos militares timoratos. Finalmente, como en ocasiones anteriores, firmó en el libro de honor de la familia, incluyendo una dedicatoria: «En el año de la lucha para la creación del Gran Reich Germano-Teutón».

Pasó las fiestas navideñas con Eva Braun y algunos amigos íntimos en el refugio alpino de Berghof. Cómo la mesa de Hitler solía ser muy frugal y, últimamente, casi por completo vegetariana, Eva se esforzó en mejorarla un poco introduciendo una gran fuente de verduras variadas con preparaciones distintas. Los postres estuvieron a la altura navideña: pasteles, como le gustaba a Hitler, y las habituales especialidades de la época en Alemania: stollen (pan de navidad), lebkuchen (torta de jengibre), galletas variadas; excepcionalmente, se descorchó una botella de champán y Eva logró que Adolf accediera a mojar los labios en su copa.

El día 26, se desplazó hasta la Línea Sigfrido y se dio un baño de popularidad entre las tropas «sufriendo un tiempo de perros», aunque le complació que los meteorólogos pronosticaran una notable mejoría a comienzos de enero. Desde el frente pudo escuchar el mensaje navideño de Robert Ley, jefe del Frente Nacional del Trabajo, hombre importante dentro del partido y del mundo laboral aunque un tanto desprestigiado por su alcoholismo (el borrachuzo, le llamaba Göring). Hitler escuchó con atención por si hubiera bebido y metía la pata: «El Führer siempre tiene razón. Obedezcan al Führer. La madre es la máxima expresión de la feminidad. El soldado es la expresión más elevada de la virilidad. Dios no nos está castigando con esta guerra: nos está dando la oportunidad de demostrar que somos merecedores de nuestra libertad». Hitler respiró aliviado, aunque no llegara a comprender lo que la Ley quería decir...

Meditar sobre el oeste

Satisfecho, regresó el día 29 al Berghof con la intención de descansar, meditar sobre la inminente ofensiva en el oeste y disfrutar del clima burgués que Eva creaba su alrededor, invitando para las fiestas de fin de año a varios colaboradores íntimos, eligiendo a aquellos que tuvieran hijos pequeños con los que el Führer disfrutaba mucho. Así, llegaron al refugio alpino los Göbbels, los Bormann y los Speer con sus niños. Pero no parece que Hitler fuera muy feliz; según Speer, en muchos momentos pareció ausente y tenso, con la expresión visiblemente crispada. En las escasas notas que sobre aquella fechas se han conservado, parece que tuvo momentos relajados y felices repartiendo dulces y juguetes a los niños y existe una foto en la que se le ve vestido de etiqueta cumpliendo uno de los rituales tradicionales del cambio de año: se tomaba plomo derretido de un recipiente con una cuchara y se arrojaba en una copa llena de agua; luego llegaba el momento de las predicciones de futuro que los «videntes» observaban en las formas que el metal hubiera adoptado al enfriarse. Se desconoce cuáles fueron los vaticinios, pero, sin duda, aduladores.

Aquel 31 de diciembre había enviado desde el retiro alpino su mensaje de fin de año: «Unidos dentro del país, preparados en lo económico, militarmente armados al máximo nivel, entramos en el año más decisivo de la historia alemana (...) ¡Ojalá este año 1940 nos traiga la decisión! Pero, suceda lo que suceda, el próximo año será el de nuestra victoria». Buenas palabras que no mejorarían el ambiente y la situación en la mayoría de los hogares alemanes. Aquella noche, el corresponsal estadounidense de la CBS, William Shirer, escribía desde Berlín: «Hace frío y hay escasez de carbón. El muchacho de la oficina nos dijo anoche que ya no tenemos carbón para el local y que no hay de donde sacarlo».