Los últimos supervivientes del búnquer de Hitler
Los generales, gerifaltes, soldados y secretarias que acompañaron al dictador alemán tuvieron finales muy diferentes en su desesperación por escapar de Berlín
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Mientras Hitler se suicidaba en el búnquer, hacia las 15.50 del 30 de abril de 1945, y a menos de un kilómetro de distancia se produjo una de las escenas más famosas del ocaso nazi y el triunfo soviético: la bandera roja de la hoz y el martillo ondeando sobre Reichtag. En sus alrededores se había combatido desde el 29 de abril. Poco después del mediodía del 30, el mayor Neustroev al frente de un batallón de fusileros del 176 regimiento del III Ejército de Asalto, logró penetrar en la zona central de la Königsplatz (actual Platz der Republik) y romper el centro de una barrera defensiva alemana que impedía el acceso al Reichtag. El emblemático edificio, obra del arquitecto Paul Wallot, que desde 1894 había sido la sede del Parlamento del Reich, había perdido ese empleo tras el incendio de 1933. Parcialmente reconstruido, durante toda la época nazi se había utilizado como centro de exposiciones pero aún constituía el símbolo del poderío alemán, por lo que aquel 30 de abril de 1945 el Ejército Rojo echó el resto para tomarlo, aún a costa de perder centenares de hombres, para entregárselo como regalo a Stalin con motivo de la fiesta del Primero de Mayo. Por la brecha abierta en el foso antitanque y barreras defensivas de las SS que defendían el acceso al Reichtag se filtró una de las compañías del batallón, encabezada por los pelotones de los sargentos Egorov y Kantariya, forzó las puertas y penetró en el edificio donde se inició una lucha cuerpo a cuerpo que duraría hasta la mañana siguiente. Los sargentos Egorov y Kantariya, llevando la bandera roja número 5 del III Ejército, dejando atrás la lucha en pasillos y despachos, se abrieron paso a con bombas de mano, armas cortas y machetes, hasta la terraza y colocaron la bandera sobre uno de los pináculos del emblemático edificio. Eran poco más de las tres de la tarde y los hurras victoriosos de los soviéticos que luchaban en la plaza, dominaron por unos momentos el fragor de las armas. El general Fiódor Kuznetsov , jefe del III Ejército, que seguía la lucha en primera línea, vio la bandera y telefoneó a su jefe, Zhúkov: “¡Camarada general, Nuestra bandera roja ondea sobre el Reichstag!”
La fotografía de Egorov y Kantariya colocando la bandera roja sobre el Reichstag fue una de las más imágenes más reproducidas de la guerra y el símbolo supremo de la victoria soviética sobre el nazismo. Pero no se tomó el 30 de abril, en medio de un feroz combate, sino el dos de mayo, dueños los soviéticos de la ciudad; y hay varias instantáneas parecidas porque muchos soldados se hicieron fotografías en poses similares, advirtiéndose la diferencia de enfoque, luz y situación exterior.
Mientras, en el búnquer, se vivieron horas de decaimiento y desesperación. Ya se habían volatilizado las esperanzas en prodigios sobrenaturales y todos tuvieron que enfrentarse al terrible dilema: morir en el búnquer o luchando en la calle o intentar escapar. Los generales Burgdorf y Krebs, del cuarto militar del Führer, se dispararon mutuamente con sus pistolas tras haberse emborrachado con coñac. Otras cayeron combatiendo junto a los últimos grupos de soldados de las SS. Gran parte de ellos escandinavos, belgas, neerlandeses, españoles (batallón Esquerra), turcos de las divisiones Norland o Charlemagne … Un tercer grupo intentó atravesar las líneas soviéticas: apoyándose en soldados de las SS de la Cancillería y en carro de combate, se formó un grupo con los últimos colaboradores de Hitler: El jefe del partido, Bormann, el de las juventudes Hitlerianas, Axmann, el médico Srtumpfegger, el general Mohnke, el chofer y el piloto del Führer, Kempka y Baur, el ayudante Günsche, el mayordomo Linge, las secretarias Junge y Christian, la cociera vegetariana Manzialy... Los tiroteos y los obstáculos en el camino, terminaron dispersándolos. Algunos, como las secretarias y Axmann, lograron alcanzar las líneas occidentales; otros cayeron en manos soviéticas, como Mohke, Baur, Linge y Günsche; otros, desaparecieron, como Manzialy. Según el juez de uno de los juicios de Núremberg, Michael A. Musmanno, “Fue vista por última vez en las garras de un gigantesco soldado de infantería ruso, de casi dos metros de altura y, a pesar de resistirse y gritar, fue introducida en una casa ante la que esperaba una cola de sonrientes soldados asiáticos. Después de todo lo que contaron los supervivientes, es de suponer que en el último momento de desesperación se tomara el cianuro que le había proporcionado Hitler” (“Los últimos testigos de Hitler”, Ediciones Robinbook, Barcelona, 2005.)
El final de Bormann
Y otros, como Martín Bormann y el doctor Stumpfegger, cayeron en una de las refriegas de aquella terrible noche. En Núremberg, Bormann fue juzgado en ausencia y condenado a muerte pero ya se sabía que había muerto, el jefe de las Juventudes Hitlerianas, declaró bajo juramento que había abandonado el búnquer junto a él y, con otra mucha gente, trataron de abandonar Berlín. En el puente de Weidendamm, el blindado tras el que caminaban fue alcanzado y en ese momento, se separaron: Axmann se dirigió hacia Moabit y Bormann, en dirección contraria, hacia Stettin. En cierto momento, Axmann y el ayudante que le acompañaba se encontraron con tropas rusas y regresaron sobre sus pasos y “cuando cruzamos el puente de los Inválidos vimos a Bormann y al doctor Stumpfegger tumbados de espaldas y con los brazos extendidos sobre la calzada. Los reconocimos al instante. Ya no respiraban...” En Núremberg, el chófer Erich Kempka, corroboró lo dicho por Axmann: “Vi que (Bormann) hacía un movimiento, como si se desplomara o como si fuera arrojado lejos por la explosión”. En octubre de 1954, Bormann fue registrado en el Libro de Defunciones del Juzgado de Berlín Occidental. Con todo, se publicaron numerosas informaciones con escaso fundamento asegurando que estaba en un lugar u otro de Latinoamérica, hasta que, el 11 de abril de 1973, tras el examen de unos restos hallados durante una excavación en la Invalidenstrasse de Berlín, los peritos forenses determinaron que se trataba de sus restos. Ian Kershaw supone que cuando Bormann y Stumpfegger se hallaron en peligro de ser capturados mordieron sus cápsulas de cianuro y quedaron tirados según los vio Axmann (“Hitler 1936-1945”, Península, Barcelona, 2000).
El chocolate nazi
Horas antes, con los soldados soviéticos a 200 metros del búnquer, Göbbels decidió que a él y a los suyos les había llegado el momento de partir. Le comunicó a su ayudante Schwägermann que él y su esposa se iban a suicidar y le pidió que quemara los cadáveres, pero nada dijo respecto a sus hijos. No se sabe exactamente cómo se llevó a cabo el parricidio. Según Rochus Misch, que fue telefonista del búnquer y que en 2005, con 88 años, contó que “eran las 5 de la tarde cuando Frau Göbbels pasó delante de mí seguida por los niños. Todos llevaban pijamas blancos. Luego regresó con un carrito en el que había seis tazas y una jarra de chocolate. Más tarde alguien dijo que estaba llena de pastillas de dormir. La vi abrazar a algunos y acariciar a otros mientras bebían. No creo que supieran que su tío Adolf había muerto, reían y charlaban como de costumbre. Poco después pasaron por delante de mí, escaleras arriba. Heide era la última e iba de la mano de su madre. Se volvió, la saludé y de repente se soltó de la mano de su madre y vino hacia mi cantando, Misch, Misch, du bist ein fisch (Misch, Misch, eres un pez). Su madre la recogió y se la llevó aun cantando”. Magda regresó un poco más tarde y entró en su propia habitación. Tras un rato, subió de nuevo las escaleras con el doctor Stumpfegger. Al bajar de nuevo, estaba llorando. Se sentó a una mesa y se puso a hacer solitarios con una baraja. Joseph Göbbels se unió a ella, pero no se dijeron ni una palabra” (Rochus Misch, “Yo fui guardaespaldas de Hitler, 1940-45”, Taurus, Madrid, 2007).
Hacia las 9 de la noche, los Goebbels subieron al jardín. El fragor de los combates cercanos era ensordecedor y la noche se iluminaba con las llamas de los incendios y los fogonazos de las explosiones. En este punto difieren las versiones de los testigos. Una asegura que él se pegó un tiro, mientras Magda tomaba una cápsula de cianuro; otra afirma que el matrimonio pidió a un guardia que les ametrallara mientras paseaban por el destruido jardín. Rociaron sus cuerpos con gasolina y los pegaron fuego. Allí los encontraron, no lejos de los de Hitler y Eva Braun, los soldados soviéticos. Tres días antes, Magda había escrito a Harold, hijo de su primer matrimonio y prisioneros en Inglaterra: “El mundo que vendrá después del Nacional Socialismo es uno en que no merece la pena vivir y por esa razón me he llevado a los niños también. Son demasiado buenos para la vida que vendrá cuando nos hayamos ido y Dios misericordioso me entenderá si los libero yo misma”.