Jonathan Brown, el guardián de Velázquez
El historiador del arte americano, uno de los grandes especialistas en Velázquez y el hombre que revalorizó el arte español a nivel internacional, muere a los 82 años
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Era una entrevista aparentemente anodina a un hispanista experto en Velázquez y el Siglo de Oro español. Acababa de publicar –era el año 1981– «Un palacio para el rey», un volumen ilustrado sobre el Palacio del Buen Retiro y la corte de Felipe IV. La conversación –una hora con fotos según la editora– duró tres, y al final del encuentro –habíamos hablado mucho de Velázquez– me preguntó si al día quería acompañarle a ver un cuadro nuevo del sevillano. Pensé que habría noticia y me apunté sin dudar. Al día siguiente quedamos en el portal de una gran casa de los bulevares. Subimos juntos y me presentó al propietario como si fuera un colaborador suyo. Fue cordial con el propietario pero no dijo ni Pamplona sobre el cuadro y, al salir, me invitó a tomar el aperitivo en una terraza cercana.
–Y bien: ¿Es de Velázquez?
–Creo que es un santo –dije.
–Obvio… ¿pero de Velázquez?
–Creo que no.
–¿Y por qué no?
Argumenté que, aunque era un buen cuadro y la pincelada era muy suelta, me parecía posterior al maestro. Quizá de Carreño o Claudio Coello.
–¡Hombre! ¡Otra vez la pincelada!
Lo decía porque el día anterior le había preguntado por una polémica que había mantenido en la prensa con Alfonso Pérez Sánchez sobre la Inmaculada que hoy se conserva en Sevilla, en la Fundación Focus, y que él atribuía a Velázquez mientras el ex director del Museo del Prado decía que era de Alonso Cano. «La clave es la pincelada. En eso Velázquez es único», me había dicho y pasó de largo de la polémica. Años después, Benito Navarrete, discípulo de Pérez Sánchez, confirmaría la autoría del sevillano. Pero aquella conversación dio para más. Me animó a escribir un libro sobre el taller de Velázquez y cuando le argumenté que era periodista y no historiador, me dijo que entonces debería hacer una revista de arte. Y así fue. Y el fue el primer entrevistado, aunque le advertí que en el siguiente número Javier Portús iba a atribuir a Velázquez un «San Juan Bautista en el desierto» (Art Institut de Chicago) que él adscribía a Cano. La historia al revés. «Pues habrá que leerlo», respondió. Cuando lo leyó y me escribió –también lo hizo al actual conservador del Prado de pintura española– y reconoció que tenía razón. Era de Velázquez. Así era Brown. Me había repetido ya en varias entrevistas y encuentros, que la humildad era la virtud fundamental para acercarse a la historia del arte; que no había que enamorarse de las propias ideas y, sobre todo, que desconfiara de las personas que nunca cambiaban de opinión. «Si un cuadro está en buen estado, terminará diciendo muchas cosas. A veces solo hace falta tiempo». Y sí, le vi cambiar de opinión varias veces: con la «Santa Rufina», hoy también en Sevilla, y con el retrato del inquisidor Sebastián García de Huerta. Aunque gracias también a los análisis técnicos de su amiga Carmen Garrido. Y es que Jonathan Brown no era el historiador que siempre se oponía a los demás. Era al revés. Lo que más le gustaba era conversar. Por eso, cuando apareció en el mercado español una nueva versión de «Las lágrimas de san Pedro» –que luego compró el Fondo Cultural Villar Mir– me argumentó su resistencia.
–Es un cuadro que fue Velázquez.
–¿Y eso que quiere decir?
–Que probablemente lo pintó Velázquez pero que, dado su estado de conservación, hoy no podemos confirmar que sea suyo.
–Pues vaya…
–¡Es que Velázquez era un genio!
–¿Y Goya no?
–También… pero tenía días malos. Dijo con una sonrisa.
Precisamente una de sus últimas batallas fue la defensa de la autoría del aragonés de «La lechera», de Burdeos. «Para quitar un cuadro así a un maestro hay que investigar mucho… pero mucho, mucho, mucho». Y también protagonizó la atribución de un «Retrato de caballero», que descubrió en los almacenes del Metropolitan de Nueva York, donde daba clase, y que publicó en «Ars Magazine». Fue uno de sus últimos artículos.
Precisamente en el museo neoyorkino daba cada año una de las clases con la que más disfrutaba. «Me llevo a mis alumnos a ver el retrato ecuestre del conde duque de Olivares. Es como el del Prado, pero con un caballo blanco. El día previo hemos visto en clase varias diapositivas en alta calidad del cuadro de Madrid. Y les pregunto si es o no de Velázquez. Yo siempre he creído que es de Mazo –el yerno del maestro– pero aprendo mucho de los argumentos de mis alumnos».
–¿Y eso de que Velázquez utilizaba calcos para hacer varias versiones de un mismo cuadro?
–Lo hacía sí… o quizá lo hacía alguien de su taller. Un tema pendiente. Como la recuperación del Salón de Reinos para el Prado. Ese día será maravilloso. Y repetía una vez más: ¡Es que aun queda mucho por hacer e investigar!