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Everest, la cumbre de los nuevos ricos
Mick Conefrey publica «Everest 1922. Los pioneros». Un relato de los tres primeros e infructuosos intentos por coronar la montaña y una denuncia de en qué se ha convertido la cima más alta de la Tierra: un reclamo turístico para multimillonarios
En 1922, hace ahora cien años, una expedición inglesa, encabezada por el diligente Charles Bruce y los montañeros Edward Norton, George Finch, Howard Somerwell, Henry T. Morshead, Arthur Wakefield y el intrépido George Mallory, emprendía la primera ascensión para alcanzar la cumbre del Everest. Con todos los pronósticos en contra –cincuenta posibilidades contra una–, aquellos hombres acometían el reto alpinístico de coronar la cima más alta del mundo, un viejo sueño que aspiraba a restañar la vieja herida que había dejado en el ego patrio el fracaso del bienintencionado pero temerario Robert Falcon Scott en el Polo Sur y devolver la gloria al magullado imperio británico que había salido de las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Con una extraña hibridación de despotismo cultural, soberbia nacional, desafío deportivo y ambición personal, esos aventureros, no existe mejor manera de definir a este grupo que reunían grados universitarios y vivencias bélicas, salieron a buscar su fortuna en los apartados valles del Himalaya, que permanecían sin cartografiar. Equipados con unas botas de cuero Carter, jerséis de lana de Shetland, adquiridas en el centro de Londres, camisas de seda, trajes de escalada Burberry, unas chaquetas Norfolk, guantes forrados con piel de cordero, unos gorros para protegerse del sol, el frío y las ventiscas, y unos piolets de mango largo, afrontaron, con un total desprecio por los riesgos que entrañaba su empresa, una de las pocas metas que se resistía a los aficionados a la escalada y al arrogante Occidente, decidido a llegar hasta los horizontes más apartados. No contaban con más previsiones sobre el tiempo que las derivadas de sus propios conocimientos y su experiencia en la montaña.
A diferencia de ellos, los alpinistas de hoy, conectados a internet, aguardan tumbados en sus tiendas del campamento base el avance meteorológico que pronostique una «ventana» (un concepto que no existía antes) para empezar la siguiente subida a la cumbre. Al contrario de lo que sucede en la actualidad, el equipo de Mallory no contaba con materiales sintéticos, que resguardan mejor contra las inclemencias del clima, ni su calzado estaba provisto de suelas Vibram de goma, mejor preparado para prevenir la congelación. No contaba tampoco con hornillos más funcionales a gran altura y sus botellas de oxígeno eran pesadas, rudimentarias y estaban lejos de las ligeras aleaciones y la fiabilidad de las actuales. Y su financiación, por supuesto, dependía de donaciones.
El asalto protagonizado en 1922 por aquellos montañeros consistió en un conjunto de tres intentos por llegar a la cima, pero las tres veces fracasaron. El saldo de esa campaña se cifra en un número indeterminado de dedos cortados en manos y pies debido a las bajas temperaturas y el fallecimiento de siete «sherpas» en una avalancha, unas pérdidas que siempre pesaron en la conciencia de George Mallory, responsable de esa última y maldita intentona que nunca debió acometerse.
Otra montaña
Un siglo después, el Everest es una montaña internacional. «En 2019 habían llegado a su cumbre escaladores de más de 120 países diferentes», apunta Mick Conefrey, autor de «Everest 1922. Los pioneros» (editorial Desnivel), un volumen no exento de trémulas emociones, que recoge la atmósfera social, científica y política de esta campaña (en la memoria de los ingleses todavía pervivían las lecciones del «gran juego», la estrategia militar y colonial que dirimió su pulso con Rusia en el siglo XIX y principios del XX).
El Everest hoy es una montaña distinta a la que conoció George Mallory. No reconocería la explanada repleta de tiendas, con una multitud pegada a teléfonos inteligentes y, sobre todo, le resultaría incapaz de asumir el dato que recoge Conefrey en este libro: «En la primavera de 2012 se llegó al récord de 683 personas de treinta y cuatro países intentando la montaña, y el 19 de mayo alcanzaron la cumbre nada menos que 234 personas con sus ‘’sherpas’' y guías».
Lo que un siglo antes parecía un desafío, en este momento está al alcance de cualquier persona con una modesta preparación física, pero una abultada cuenta corriente. Conefrey comenta al respecto una ilustrativa anécdota: «En junio de 2018 apareció en el “Financial Times” un artículo titulado “Everest para ejecutivos con prisas”». Y comenta a continuación: «Comenzaba con la historia de un hombre de negocios de nacionalidad alemana que había pagado 110. 000 dólares para participar en una expedición comercial ultrarrápida de veintiocho días de duración, lo que le permitió llegar a la cumbre y disponer aún de cinco días libres».
El autor no se detiene ahí y añade: «El artículo reseñaba una lista de varias compañías que ofrecen viajes prémium a la montaña más alta del planeta. El más lujoso era el anunciado por una compañía nepalí, Seven Summit Treks, cuyo paquete Very VIP de 130.000 dólares incluía vuelos en helicóptero desde Katmandú hasta un lugar a solo tres días de distancia de la montaña, así como una escapada de recuperación a un hotel de cinco estrellas a mitad de la expedición. El paquete Very VIP incluía una ratio 1:1, es decir, un guía por cliente, además de los servicios de tres ‘’sherpas’', un cocinero personal y un fotógrafo». Conefrey apunta que «tal y como anunciaba la web de la compañía, era un producto diseñado especialmente “para quienes desean experimentar lo que se siente en el lugar más alto del planeta y tienen suficientes recursos económicos para compensar la edad avanzada, la insuficiente condición física o el miedo a correr riesgos”».
En la época de Mallory se consideraba que el Everest y su entorno era una región acotada solo para las almas más jóvenes y robustas, no apropiadas para los hombres que habían superado los cincuenta años. Pero la comercialización de la cota más alta del mundo (8.848 metros) ha dejado esta primera impresión en algo propio del pasado y en estos días cualquier persona puede alcanzar el Everest, si tiene dinero.
Cuando a George Mallory le preguntaron por qué lo hacía, por qué quería ir al Everest, respondió: «Porque está ahí». Como afirma Conefrey, a estas alturas, nunca mejor dicho, esa contestación sería: «Porque puedo pagarlo» o «porque tengo dos semanas en el mes de mayo, entre unas conferencias de negocios y una OPA hostil». Como explica el autor: «Hoy, para muchos montañeros, el Everest se ha convertido en un símbolo del exceso y la codicia, un patio de recreo para ricos y a veces idiotas, y una montaña que ha llegado a ser el máximo trofeo, en lugar del máximo desafío». En 1924, dos años más tarde, George Mallory regresó al Everest. El 7 de junio, al lado de Andrew Irvine, atacó de nuevo la cumbre. Entonces desapareció. ¿La alcanzó? Si hubiera sido así, se habría adelantado a Edmund Hillary y Tenzing Norgay, que pisaron oficialmente la cima el 29 de mayo de 1953 a las 11:30 de la mañana. Ahora, esos esfuerzos, que apelan a la épica, se pueden eludir con unas cuantiosas sumas de dinero.
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