Señalado por la tragedia
La avalancha que atormentó a Mallory
La muerte de siete porteadores en 1922 persiguió al escalador británico, que dos años después desaparecería rumbo a la cima entre la niebla que aún envuelve el mayor misterio de la historia del alpinismo
«Nunca antes había oído un sonido semejante en la ladera de una montaña». Palabra de George Mallory, el escalador británico que parecía destinado a la gloria de convertirse en el primer ser humano en pisar el punto más alto de la tierra, la cumbre del Everest. El 8 de junio de 1924, junto a su compañero Andrew Irvine, fue engullido por la montaña mientras se dirigía hacia la cima, una desaparición que aún alimenta (pese al hallazgo de su cadáver en 1999) el considerado mayor misterio de la historia del alpinismo. ¿Llegaron a la cima 29 años antes que Edmund Hillary y Tenzing Norgay?
Pero para entender esa ciega determinación de Mallory hay que retroceder dos años atrás, a julio de 1921 –ahora hace un siglo–, cuando regresa abatido a Londres a reencontrarse con su esposa Ruth y sus tres hijos tras el trágico final de su segunda expedición a la montaña.
El récord de altitud jamás alcanzado en el Everest, 8.320 metros, por parte de sus compañeros George Finch y Geoffrey Bruce, había sido ensombrecido por el empeño de Mallory, entonces a punto de cumplir los 36 años, en lanzar un último asalto a la cima (espoleado también desde Londres por los organizadores de la expedición) pese a la inminente llegada del Monzón, que el lama del monasterio de Rongbuk había pronosticado para el 10 de junio, solo cinco días después.
La retirada era “un final indigno”
Pero tras dos noches de intensas nevadas, la montaña dictó su ley y –como ha sucedido recientemente en el glaciar de la Marmolada, en los Alpes italianos– un alud barrió a las cuatro cordadas que ascendían en dirección al collado norte. Siete porteadores murieron engullidos por una gran grieta. El accidente atormentó a Mallory, que se echó sobre sus espaldas la responsabilidad de lo sucedido. Era el 7 de junio de 1922. Dos años después, el 8 de junio de 1924, era el propio Mallory el que pagaba con su vida el mayúsculo desafío de hollar por primera vez la esquiva cumbre del Everest.
Pero, ¿en qué medida el peso de esas siete muertes sobre su conciencia le impidió darse la vuelta en el trance definitivo de la expedición de 1924? Como si estuviera en deuda con esos sherpas a quienes empujó hacia la cima dos años antes –cuando su compatriota Howard Somervell llegó a lamentar no haber perecido con ellos para compartir así su destino–, Mallory siguió hacia adelante tras superar el segundo escalón (o quizá el primero), observados por última vez por los prismáticos del fotógrafo John Noel.
No, Mallory no tenía demasiados motivos para mostrarse exultante en ese regreso a Londres en julio de 1922. Se sentía señalado –la polémica había saltado ya a los tabloides británicos– incluso por algunos de sus compañeros de aventura. En esas semanas, se dedicaría a redactar su contribución al relato oficial de la expedición. Él, claro, tenía que ser quien escribiera los pormenores de ese controvertido tercer intento de cima. Y lo hizo.
Para Mallory la retirada no era una opción siempre y cuando aún se atisbase una mínima oportunidad de alcanzar la cumbre. «Sería un final indigno para la expedición», reconoció.
“Seguimos adelante sin dudarlo”
Después de una segunda noche «de incesantes nevadas», el 5 de junio la última cordada de asalto decidió continuar pese a admitir que «hasta que la nieve se solidificara, habría un peligro considerable en varios puntos». Los escaladores eran conscientes de que en la ascensión al collado norte había que temer una avalancha «solo en un punto, la empinada pendiente final bajo la plataforma». Allí no podían permitirse «correr ningún riesgo».
Decidieron probar el estado de la nieve en los primeros desniveles de la pendiente de nieve, «ahora cubierta de hielo». Tras abrir varias zanjas, constataron que no se deslizaban ladera abajo. «Seguimos adelante sin dudarlo. La idea de una avalancha fue descartada de nuestras mentes».
Pero a la una y media, 600 metros por debajo del campo IV, todo cambió y la quietud «fue repentinamente perturbada». Y escuchó ese estruendo que, posiblemente, le acompañó hasta la muerte. «Nos sobresaltó un sonido ominoso, agudo, deslumbrante, violento». Mallory fue arrastrado montaña abajo «por una fuerza que era completamente incapaz de resistir».
Retenido por la cuerda, pronto quedo sepultado y empezó a bracear para evitar ser engullido para siempre por la ola de nieve. La avalancha se detuvo. «Después de una breve lucha, estaba de nuevo en pie, sorprendido y sin aliento». Somervell, Crawford y el porteador con el que compartían cordada estaban también a salvo. «Pero, ¿dónde estaban los demás?». El alud los había empujado a una profunda grieta de hielo de casi veinte metros de profundidad. Solo pudieron rescatar a dos con vida. Siete hombres habían muerto.
Su destino, ligado al Everest
Los propios porteadores decidieron dejarlos reposar para siempre en la montaña. En su honor improvisaron un túmulo en el campo III. «¿Las consecuencias de mi error son terribles –escribiría más tarde a su esposa Ruth, tal y como recogen Peter y Leni Gillman en «Vida y pasiones de Mallory»–, parece casi imposible que esto haya sucedido y yo no haya podido hacerlo mejor». «No tenía ninguna obligación más importante que cuidar de estos hombres», se torturaba. En una carta a Francis Younghusband, presidente de la Royal Geographical Society –recogida por Sebastián Álvaro en «Everest 1924. El enigma de Irvine y Mallory»–, asumió toda la responsabilidad: «Siete hombres valientes han muerto y yo tengo la culpa».
Aun esperando el regreso de su marido, su esposa se mostró indulgente: «Creo que el pensamiento de George acerca de que el accidente fue culpa suya es resultado de la fuerte impresión. Parece que tomó todas las precauciones posibles», escribió a Arthur Hinks, alma máter del comité del Everest . El propio Mallory moderó su autoflagelación en el relato oficial de la expedición, negando que hubiesen actuado «temerariamente».
Solo unos meses después, cuando se decidió organizar una nueva expedición para 1924, Mallory estaba en todas las quinielas para liderarla. Y aunque antes de la de 1922 había confesado a su hermana que no volvería «ni por todo el oro del mundo», de nuevo no pudo ni quiso negarse. Su destino estaba ya ligado para siempre al Everest.
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