¿Cómo Duchamp convirtió un urinario en una obra de arte?
Fráncfort dedica al artista una amplia exposición con 700 piezas que intenta explicar su obra y pensamiento
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Marcel Duchamp siempre vuelve. Tanto por la infinitud semántica de su obra -por más que surjan interpretaciones sobre ella, nunca hay una que sea definitiva y que la clausure- como por la abrumadora y multidireccional influencia ejercida sobre las prácticas artísticas contemporáneas, la actualidad de su legado no se desvanece. Pasarán décadas y siglos, y se seguirán organizando exposiciones con la esperanza de despejar los muchos enigmas que todavía envuelven a su producción. En la última década, las revisiones más importantes de su obra habían venido de la mano del Centro Pompidou -que, en 2014, consagró una completa muestra a su faceta pictórica- y de la Royal Academy de Londres -la cual exploró, en 2017, su relación con Salvador Dalí-. Ahora, es el MMK de Frankfurt la institución que, en un generoso esfuerzo de producción -son casi 700 las piezas reunidas-, ha intentado abrazar el escurridizo universo duchampiano y arrojar luz sobre sus muchas zonas de ambigüedad. Hasta el próximo 3 de octubre, el público venido de todo el mundo podrá disfrutar de esta muestra que, como ceremonia de introducción al corpus de Duchamp, es perfecta, pero que, como ejercicio de interpretación y profundización de él, deja mucho que desear.
El primer aspecto discutible que de este proyecto es su estructura. La comisaría, Suzanne Pfeffer, ha dividido el recorrido en varios bloques centrados en obras icónicas de la producción duchampiana: “Rueda de bicicleta”, “Secabotellas”, “Apilinère Enameled” o el “Gran vidrio” -entre otras-. El problema de esta decisión curatorial es que las obras de Duchamp -incluidas las mayores:y más determinantes: el “Gran vidrio” y “Étant donnés”- no conforman islas ni sistemas solares específicos, sino que forman parte de un engranaje discursivo al cual se subordinan. Cuando este hecho se obvia y los trabajos más célebres de Duchamp se desgranan de su marco referencial, el resultado es una exposición fragmentaria, demasiado elíptica y, por momentos, algo confusa. En apariencia, el montaje está concebido más para acercar el “Duchamp esencial” al gran público que para iluminar nuevos senderos hernenéuticos por los que transitar.
Es cierto que Suzanne Pfeffer ha introducido el acierto de respetar al máximo el ecosistema original de los readymades -el espectador puede contemplar algunos de ellos tal y como habitaban el estudio de Duchamp: colgados del techo y proyectando una densa sombra sobre el muro adyacente-. Pero, salvando este acierto “arqueológico”, la presente exposición adolece de un comisariado en ocasiones rayano en lo transparente. A estas alturas de la historia, a una muestra de Duchamp se le debe exigir algo más que una espectacular reunión de obras y documentas; lo cuantitativo no basta ni siquiera cuando se trata de compensar la dispersión de la obra duchampiana por todo el planeta. Es necesario, por el contrario, correr riesgos discursivos y escapar de una ortodoxia que ha ralentizado -por no decir que detenido- los estudios sobre Duchamp.
Repeticiones y ausencias
En idéntico sentido, es obligado subrayar que, dentro del amplio despliegue de obras que vertebra el recorrido de la exposición, una parte sustancial de la selección corresponde a objetos de contexto o documentales -fotografías, cartas, entrevistas-. Evidentemente, cada documento referente al mundo duchampiano posee un valor innegable -por banal que pueda parecer-. Ademas, apartados dedicados a los readymades y al “Gran vidrio” se encuentran bien cubiertos y, en determinados casos, con una duplicación de piezas que permite comprender un mismo trabajo en diferentes contextos y situaciones.
Pero, cuando se valora la exhibición en su conjunto, llama la atención la ausencia de ciertas obras significativas o la escasa representación de periodos cruciales en la conformación del ideario y del lenguaje del artista francés.. Así, por ejemplo, la fase simbolista de Duchamp es recogida por una obra como como “Chica joven y hombre en primavera”, pero resbala con la ausencia de pinturas clave como “Joven hombre triste en un tren” -a la cual se refiere mediante una fotografía- o “Dulcinea”. Igualmente, la no presencia del célebre “Desnudo la escalera” se compensa con documentación fotográfica sobre él, y lo condena a un testimonio marginal.
Con todo y con ello, la principal laguna que evidencia la exposición es la referente a “Étant donnés” -la obra póstuma de Duchamp, de cuya existencia se tuvo conocimiento un año después de su muerte-. Aunque se muestran algunas de las principales piezas realizadas en los años previos a su finalización, en ningún momento se hace referencia -aunque fuera fotográfica- a ella. Invisibilizar “Étant donnés” es restar al discurso duchampiano de su gran culminación y, por tanto, de toda su lógica. Ante la imposibilidad de trasladar esta instalación desde el Museo de Philadelphia, se tendría que haber ideado alguna estrategia de compensación que mitigara tan significativo vacío -reproducción fotográfica a escala real, un vídeo…
La suma de todos estos factores lleva a la conclusión de que, en rigor, nos encontramos ante la exposición sobre Duchamp que mayor número de materiales ha reunido, pero ya no resulta tan claro que esta producción del MMK de Frankfurt sea la muestra que más trabajos relevantes suyos haya conseguido recabar. Y además, y sobre todo, esta convocatoria -salvo sorpresa final que pueda ofrecer un catálogo que se encuentre todavía sin publicar-, no marcará ningún hito en las investigaciones sobre el artista más influyente del último siglo. Queda mucho de Duchamp por decir, y todas las veces que su impresionante legado sea exhibido serán pocas. Pero o bien esta exposición constituye una evidencia más de la crisis del comisariado que vive el arte contemporáneo, o bien las perspectivas sobre Duchamp exigen ser revisadas y puestas en radical e implacable discusión.