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Literatura
El Quijote indio de Karnataka que custodia y atesora dos millones de libros
Anke Gowda creció con el deseo de acceder a libros que no estaban a su alcance, y durante su vida ha creado una colección que alberga todos los géneros y lenguas

En un pequeño pueblo agrícola, a kilómetros del bullicio de Bangalore, un hombre de 75 años ha levantado contra toda lógica un monumento al conocimiento. Se llama Anke Gowda, y en su casa -convertida en santuario- se apilan más de dos millones de libros. La colección no es un lujo privado ni un capricho extravagante. Es una biblioteca abierta, gratuita y visitada a diario por estudiantes, investigadores, escritores, profesores… y hasta políticos indios que acuden discretamente en busca de rarezas imposibles de encontrar en librerías oficiales.
Lo que en apariencia parece una excentricidad es, en realidad, un proyecto vital sostenido durante más de cinco décadas. Gowda vendió propiedades familiares, hipotecó su futuro y gastó casi el 80% de su salario como obrero de fábrica en un único objetivo: acumular y preservar obras de todos los géneros y lenguas. Su “Pustaka Mane” (Casa de Libros) se ha convertido en un referente cultural en el estado de Karnataka, un lugar donde conviven textos de mitología con manuales de ciencia y tecnología, ediciones críticas de literatura india con tratados de historia germana, y revistas infantiles con primeras ediciones en sánscrito.
Lo llamativo es la transversalidad de sus visitantes. Más allá de los esperables candidatos a exámenes de la temida administración pública, por las salas polvorientas de Haralahalli también han circulado políticos locales y nacionales. Legisladores que buscan datos históricos, funcionarios que revisan legislación publicada en ediciones olvidadas, e incluso representantes regionales en plena campaña electoral, en busca de documentos o citas que legitimen sus discursos.
Profesores universitarios han encontrado allí materiales para tesis; activistas sociales, literatura alternativa; escritores y críticos, ediciones agotadas de poetas del siglo XIX. Mandya, tradicionalmente conocida por sus cultivos de caña de azúcar, exhibe ahora entre sus atracciones esta biblioteca que ha alcanzado el rango de parada obligatoria para casi cualquier itinerario académico, cultural o político en el sur de la India.
Biografía de un obsesivo
El germen de esta gesta se encuentra en una carencia. Hijo de agricultores en medio de penurias, Gowda creció con un deseo insatisfecho: acceder a libros que no estaban a su alcance. Esa privación selló un destino. Mientras trabajaba durante tres décadas como cronometrador en una fábrica azucarera de Pandavapura, destinó hasta el 80% de su salario a la compra de volúmenes. Sus compañeros invertían en terrenos o motocicletas; él regresaba de la urbe cargado con sacos de papel impreso.
Esa acumulación fue transformando su hogar en un laberinto de estantes. En 2004 ya albergaba más de 200.000 ejemplares. Hoy, gracias a la perseverancia y a la ayuda de filántropos, como el industrial Sri Hari Khoday que financió la construcción de un edificio amplio, esta catedral de papel ocupa casi media hectárea y se encuentra en expansión. constante. Cientos de libros aún esperan ser catalogados, un trabajo que este altruista asume en solitario, cepillo en mano y paciencia infinita. Su fundación sigue recibiendo donaciones de librerías en bancarrota o que renuevan fondos y familias que heredan.
Una paradoja digital
Mientras India promueve plataformas digitales de educación e impulsa proyectos de digitalización masiva de archivos, Haralahalli se ha convertido en un lugar de peregrinación analógica. Miles de personas viajan para consultar en papel lo que la era digital no ha logrado rescatar: primeras ediciones frágiles, revistas efímeras, publicaciones minoritarias.
La paradoja es evidente: en tiempos de inmediatez electrónica, este Quijote moderno ofrece el tiempo detenido de un libro polvoriento. Y a la vez, su espacio ha generado un tejido social peculiar, un lugar de encuentro interclasista en el que conviven campesinos, intelectuales y líderes políticos bajo un mismo techo de estantes rebosantes.
Más que coleccionista, guardián
¿Chaladura o visión? La biografía de Gowda se presta a ambas lecturas. Renunció a todo lo que alguien de su generación aspiraba a tener -casa cómoda, vehículo, seguridad patrimonial- para levantar un patrimonio colectivo de papel. Vive con su esposa entre estantes, cocina en un rincón y duerme sobre el suelo, rodeado de lomos.
Y sin embargo, en el sur de la India su nombre ya ocupa un lugar distinto: el de guardián cultural, símbolo de lo que significa atesorar memoria más allá de la lógica económica. Los jóvenes que hojean cómics y los investigadores que citan curiosidades académicas reconocen que, gracias a él, el acceso al conocimiento ha dejado de ser privilegio y se ha convertido en derecho tangible.
El último gesto de resistencia
La historia de Gowda recuerda a esos relatos cervantinos donde un héroe, armado sólo de voluntad, enfrenta molinos imposibles. Su biblioteca, que sigue creciendo, se erige en un acto de resistencia frente al olvido, una manera de afirmar que los libros -en su materialidad frágil y en su diversidad infinita- siguen siendo indispensables.
Así, en esta aldea agrícola, un anciano barre pasillos atiborrados de páginas, ordena volúmenes de idiomas que nunca habló y abre bolsas con tesoros aún desconocidos. Mientras tanto, su legado trasciende: lo que empezó como la obsesión de un joven sin acceso a la lectura ha terminado por convertirse en un patrimonio cultural vivo, donde conviven pueblos enteros, disciplinas y generaciones. En el corazón de la India rural, Pustaka Mane es un monumento humano a la fe en los libros como herramienta de libertad.
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