La historia de los doce hermanos Galvin: la mitad, con esquizofrenia
En «Los chicos de Hidden Valley Road», Robert Kolker reconstruye el relato real de esta familia dividida por la enfermedad y el trauma, un caso único que contribuyó a aislar uno de los genes responsables del trastorno
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Una tarde, al volver del colegio con ocho años, Margaret se encontró con su casa vacía. El hermano mayor, Donald, había sacado los muebles al jardín y pegaba alaridos desnudo. Corría el año 1970 y el episodio terminó con ella encerrada en el vestidor de su madre y con la Policía llevándose al chico mientras vociferaba citas bíblicas y palabras sin sentido. Después de este brote vendrían cientos más, y no solo de Donald. De los doce hermanos Galvin, seis desarrollaron esquizofrenia. Ella y su hermana Mary, las pequeñas del clan y las únicas niñas, se libraron del horror pero vivieron otro distinto. Fueron años de violencia física y psicológica, abusos sexuales y hasta un asesinato seguido de suicidio. Hubo negligencia paterna y mucha vergüenza y dolor, pero también entrega. Ahora, el periodista estadounidense Robert Kolker recupera su historia en un libro, «Los chicos de Hidden Valley Road» (Sexto Piso). Un relato magníficamente hilado de un clan que supo sobreponerse a la desgracia poniéndose al servicio de la ciencia. Lograron arrojar algo de luz a un trastorno que sigue entre tinieblas.
-¿Todos los miembros que quedaban vivos accedieron a hablar con usted?
-Sí, también los enfermos. No sabía cómo iba a resultar aquello, si me iba a encontrar con hombres con su propia personalidad o, directamente, con un muro. Fue mejor de lo que creía. Los tres hermanos con esquizofrenia que siguen vivos, Donald, Mathew y Peter, mantienen su identidad. Están dañados en muchos sentidos pero no fue difícil relacionarme con ellos. Contestaron a todas las preguntas, es algo que me sorprendió. Quizá porque ha pasado mucho tiempo y todos han seguido con sus vidas, de las que no hablo en el libro.
-Uno de los temas centrales del libro es que nunca fueron tratados como otra cosa que enfermos mentales.
-Nuestra sociedad piensa en gente con un trastorno mental severo como monstruos o como místicos con un percepción del mundo que a nosotros se nos escapa. Lo que casi nunca hacemos es tratarlos como personas normales, como tú y como yo, que sufren.
-¿La eterna cuestión de si el enfermo mental nace o se hace sigue sin resolverse?
Sí, aunque se han hecho progresos. Durante años se negó que los genes tuvieran nada que ver, pero ya nadie lo discute. También sabemos que el ambiente en el que nos criamos y lo que nos sucede tienen un efecto directo en que la enfermedad se dispare o no. La esquizofrenia es una enfermedad del desarrollo, lo cual significa que no naces con un gen que determina que a los 22 años tendrás tu primer brote psicótico, sino que vienes al mundo con cierta vulnerabilidad. Dependiendo de lo que te ocurra acabarás padeciendo el trastorno o te librarás. Es algo positivo porque nos podemos concentrar en formas de hacer que el cerebro sea más resiliente.
-En el caso de los hermanos Galvin, ¿qué fue lo que disparó su enfermedad?
-Bueno, la familia tiene todo tipo de teorías sobre los traumas que la activaron la esquizofrenia. Por ejemplo, los abusos sexuales de un sacerdote a Donald y, quizá, a algún hermano más. También pudieron provocar los primeros brotes el consumo de drogas o el desamor que varios de ellos sufrieron. Con solo 14 años, Peter tuvo que presenciar cómo su padre sufría un ictus que casi lo mata y a las dos semanas tuvo su episodio psicótico. Así que no es difícil conectar las causas.
-Pero todos sufrimos alguna clase de trauma en la vida, ¿no?
-Exacto. Por eso es importante recordar que la herencia genética cumple un rol determinante. Nadie vuelve loco a nadie. Durante años hemos estado echando la culpa a los padres. Está claro que una infancia terrible puede causar traumas, pero eso no se traduce en esquizofrenia. Si así fuera, todos seríamos esquizofrénicos.
-¿La madre, Mimi, se sentía culpable?
-Más bien sentía una enorme vergüenza que trataba de tapar con esa actitud suya tan luminosa. Los doctores que ella conoció en aquella época la culpaban de lo ocurrido y ella no entendía cómo pudo pasar por alto los abusos del cura o los que su hijo Jim infligió a las dos niñas pequeñas.
-¿Fue fácil hablar con ella?
-Durante años no quiso que nadie escribiera sobre su familia. Pero para cuando yo la conocí ya había descubrimientos que apoyaban en cierta forma su teoría, que todo era genético. Eso la eximiría de la responsabilidad.
-¿Usted qué piensa?
-Es una mezcla. Sin su aprobación, la ciencia no habría accedido a estudiar a su familia con todo lo que eso supuso. Además, mantuvo a sus hijos en casa en lugar de internarlos o dejar que acabaran en la cárcel o viviendo en la calle. Es una heroína y, al mismo tiempo, su rechazo a aceptar lo evidente acabó traumatizando a los niños sanos que tuvieron que vivir en aquel ambiente. Nunca les pidió perdón, aunque acabó tejiendo una relación profunda con sus dos hijas pequeñas. Ahora, Margaret, la penúltima, que se sintió tan maltratada, se da cuenta de las poquísimas opciones que tuvo su madre de hacerlo mejor. Estaba sola en el mundo, atrapada y forzada a mantenerlo todo en secreto.
-Aunque toda la carga estaba sobre la madre, usted descubrió que el marido recibió electroshocks.
-Fue una sorpresa ver su historial médico. Es difícil saber qué ocurrió, aunque es muy posible que sufriera depresiones desde muy pronto y fuera arrastrándolas.
-¿Qué eran las madres «esquizofrenógenas» de las que habla?
-Yo había oído hablar de las «madres nevera» de los años 60, cuando se relacionaba una crianza fría y distante con hijos autistas. Esto es algo parecido. La homosexualidad también se consideraba una enfermedad y se culpaba a las madres.
-Vaya, les tocaba todo.
-Ja, ja. Sí. También se las culpaba de la psicosis, estaba por todas partes. Esto me preocupaba cuando escribía el libro porque en nuestra cultura hay una tendencia enorme a culpar a las madres de todo lo malo. Sus propios hijos empezaban hablando mal de Mimi y a la séptima conversación conmigo ya se referían a ella y a sus virtudes con mucha más ternura.
-En cierto sentido, el libro también habla de amor en medio del horror.
Me alegra que diga eso porque creo que los Galvin encontraron una forma nueva de ser una familia después de todo lo que les pasó. Tampoco quería que el libro fuera una oda a la institución como si fuera lo mejor del mundo, pero sí quería resaltar que estas personas lograron reconstruir la suya.
-Es increíble que las dos hermanas pequeñas hayan querido tener hijos con lo que han pasado.
-Desde luego. Hubo un médico que las tranquilizó mucho. Les dijo que si una persona tenía el 1% de posibilidades de desarrollar la enfermedad, sus hijos tendrían el 3%. Nunca han dejado de preocuparse y se han mantenido muy vigilantes.
-En el libro cita a un psiquiatra que decía que la enfermedad era tan humana como filosófica.
-Creo que se debe a que la esquizofrenia está intrincada con el sentimiento de uno mismo, con la identidad y la conciencia. Y es filosófica porque antes de que se considerara un trastorno se pensaba que era una enfermedad del alma, que es como aparece en la Biblia. Se creía que era gente poseída por demonios que debían ser exorcizados.
-¿Cómo ha acogido el libro la familia?
-En el último minuto estaban muy nerviosos por el enorme grado de exposición y temían que se tratara su vida de una forma sensacionalista o morbosa. Se lo di a leer dos meses antes de que fuera a la imprenta a todos los que quisieron hacerlo. Respiraron aliviados cuando comprobaron que era un relato constructivo de alguna manera y cuando vieron que Oprah Winfrey lo destacaba en su club de lectura porque podía ayudar a mucha gente.
-¿Cuál fue la principal revelación del estudio de los Galvin?
-El estudio de esta familia ayudó a aislar el primer gen relacionado con la esquizofrenia. Con la llegada del Proyecto Genoma Humano este tipo de investigaciones cayeron en el olvido. Parecía que todo estaba resuelto, pero con enfermedades graves como esta o el Alzheimer se ha demostrado que no. Y han vuelto a diseccionarlas.
-Hay muchas definiciones de esquizofrenia. ¿Cuál es la suya?
-Creo que, sobre todo, implica una desconexión de lo que la mayoría consideramos la realidad. Tu conciencia se ve comprometida. El tema es que no se trata de una enfermedad, como puede serlo la Covid-19. Es más bien una categoría, una clasificación que usamos para implicar una gran cantidad de cosas distintas. Algunos son paranoicos o tienen delirios, otros ven y oyen cosas. Los hay que se muestran catatónicos y otros, en cambio, son iracundos. Es posible que acabe siendo un síntoma que apunta a varias direcciones, no un trastorno en sí mismo. Me da la sensación de que puede ocurrir como con la fiebre, que hace siglos se trataba como una enfermedad en sí misma.
-El estigma es enorme, aunque algunas películas contribuyen, en cambio, a idealizarla.
-Sí, un poco como «Una mente maravillosa» o «Rain man». Presentan casos de personas que son extraordinarias, cuando la gran mayoría no lo son. Son personas dañadas que sufren mucho.
-¿Cómo es posible que aún no esté probado siquiera que la medicación funciona?
-Para mí también fue un shock enorme enterarme de que las drogas que se prescriben son antiquísimas y que ni siquiera se sabe por qué funcionan, si es que lo hacen. En 50 años no ha habido apenas innovación en este campo. La parte buena es que el tratamiento farmacológico ha contribuido a desestigmatizar la enfermedad mental.
-Después de normalizar la ansiedad y la depresión, la esquizofrenia parece la última frontera.
-Me gustaría pensar que es la siguiente en la lista, aunque los sucesos violentos, como los tiroteos en colegios en EE UU, no ayudan. Pero bueno, todo es imposible hasta que deja de serlo, ya veremos. Ahora padecer depresión no es el final de la historia de mucha gente sino más bien el principio.