Ajedrez, la ciencia en blanco y negro
La Biblioteca Nacional abre la Sala de las Musas a los autores españoles que desde el siglo XI han hecho alusión al tablero. Incluida la primera máquina autómata capaz de dar jaque mate, obra de Leonardo Torres Quevedo.
La Biblioteca Nacional abre la Sala de las Musas a los autores españoles que desde el siglo XI han hecho alusión al tablero. Incluida la primera máquina autómata capaz de dar jaque mate, obra de Leonardo Torres Quevedo.
Hace tiempo que Eduardo Scala entendió que el ajedrez no era un deporte, «sino un arte y un sistema de conocimiento», dice en consonancia con el Diccionario Enciclopédico del Ajedrez (Moscú, 1990), que lo resume como «un arte que se manifiesta en forma de juego». Acababa de ganar el Torneo Ciudad de Burgos del 67 y, desde entonces, se entregó al «juego de juegos» olvidando la competición y convirtiéndose en un «“juzgador”, misionero y apóstol», explica quien ahora comisaría en la Biblioteca Nacional (BNE) la exposición «AjedreZ. Arte de silencio». Una muestra en la que «invitar al disfrute de este entretenimiento que no es un juego marcial ni violento ni agresivo y sí un placer semejante a la música, un concierto de piezas y de silencio». El valor del juego como un espacio sagrado, base de preceptos morales y caminos espirituales.
Desde la sumisión a esas 64 casillas del tablero, Scala propone un recorrido a través de 32 libros –tantos como figuras– de autores españoles en el que se sigue el camino del ajedrez desde el primer texto en Occidente sobre la necesidad del escaque en la formación escolar, de Petrus Alfonsi hasta las «Crónicas de ajedrez», de Fernando Arrabal, «que además de ser un escritor y cineasta universal es un ajedrecista de torneos e incluso cronista en la Prensa francesa», apunta el comisario.
Con el origen asiático del juego en entredicho, pero siendo India el lugar más señalado por las grandes tesis, «lo que se sabe con certeza es la reinvención en la península Ibérica de lo que hoy conocemos como ajedrez moderno», presenta. Introducido en el continente por unos musulmanes que se repartían el territorio con los cristianos, fueron los judíos quienes tuvieron un papel fundamental en el intercambio de costumbres. Así lo demuestra el rabino de tudelano Abraham ibn Ezra con las bases del denostado estilo árabe que recoge en un poema de mediados del siglo XII: «El orden en todo: que en ellos dispuestos/ se ven en la tabla, guardando sus puestos/ con ocho distintas cuadradas secciones/ en dos campamentos osados varones». Porque, hasta entonces, era un pasatiempo de hombres.
Hasta que el «Libro de los juegos», encargado por Alfonso X un siglo después, recoge en sus ilustraciones la presencia de la mujer, que empezó como espectadora antes de ser juez y, luego, ejecutora. «Scachs d’amor», un poema de 64 estrofas escrito por tres humanistas valencianos en 1475, iba a certificar ese cambio de rumbo reflejando la irrupción de la dama durante el relato de la primera partida moderna: el rey seguía siendo el objetivo principal, pero ahora la pieza más fuerte era una mujer. Los viejos y lentos movimientos del alferza –o primer ministro– se cambiaban por la todopoderosa reina que iba de un lado a otro del tablero en un solo movimiento. Se fijaban así las reglas universales que han regido el ajedrez durante un milenio.
La gran ausencia
Sin embargo no es menos importante que la «gran búsqueda y desgracia» de Eduardo Scala, «Llibre dels jochs partitis dels scachs en nombre de 100»: «El primer libro impreso de ajedrez en el mundo del que no tenemos un solo ejemplar. Es la gran ausencia [representada en un espacio vacío] de esta exposición con la que queremos aprovechar para hacer un llamamiento para su recuperación. Importantísima para el ajedrez y para la propia imprenta». Habla Scala del extraviado volumen de Francesch Vicent fechado en mayo de 1495 y en el que plantea 100 problemas sobre el tablero.
Son los inicios de un juego que seguiría desarrollándose por la Península bajo el amparo de las élites y los religiosos. También de una Santa Teresa de Ávila que «fue buena ajedrecista y manejaba el código», explica Scala entre un buen número de manuscritos: «Quien no sabe concertar las piezas en el juego del ajedrez, que sabrá mal jugar y si no sabe dar jaque, no sabrá dar mate», recoge «Camino de perfección». Del mismo modo que «los grandes de nuestra lengua», como recoge la cuarta parte de la exposición, abrazaron al juego. Los Cervantes, Lope, Covarrubias, Benavente, Unamuno y compañía se detuvieron en el juego de las 64 casillas: «En la talega de la muerte todo se encuadra; el rey, el pobre...», cita el comisario al Sancho del «Quijote». «Es el juego de vida y muerte en el que todos somos iguales, el ajedrez. Se establece en el cuadrado mágico de Mercurio, luego es cosa de sabios y mercaderes, donde la valoración del peón o la reina se hace desde el punto de vista del comerciante. Si se enfoca por aquí, el juego es un placer». Es el empeño de Scala en «AjedreZ» que también lo recoge el historiador Fernando Gómez Redondo en el libro de la muestra: «No puede ser concebido como simple pasatiempo, aunque superficialmente también pueda serlo, sino como trascendente alegoría de los misterios que bordean la vida y la muerte, el día y la noche, el color blanco y el negro, dos extremos siempre entre los que se extiende la arquitectura del “silencio” en el que se cifran todas las posibilidades de ser y de sentir».
Pero no todo es espiritualidad en torno al ajedrez. La ciencia también tiene su peso, como demostró el «Deep Blue» al que se enfrentó Kaspárov en el 96 y aquí lo refleja la máquina autómata que se adelantó ocho décadas a aquel duelo: «El ajedrecista», «un altilugio de Torres Quevedo que da buena muestra de la España Global que ahora nos quieren vender», cierra Scala.