"Dolor y gloria": Sálvese quien pueda
Director y guión: Pedro Almodóvar. Intérpretes: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Asier Etxeandía, Leonardo Sbaraglia. España, 2019. Duración: 113 minutos. Drama.
Cuando el hombre más solo que la muerte haya visto jamás empieza a soñar, nace el cine. Sea por la bruma narcótica de la heroína o por la tristeza indómita de ese dolor que pesa más que la gloria, el sueño se convierte en memoria, y ya sabemos lo que es un trozo de celuloide: es el tiempo del recuerdo clavado como una mariposa en el álbum de un viejo explorador que se niega a vender su fusil. Salvador Mallo no ha dejado de disparar, o lo que es lo mismo, de filmar. De hecho, lo hace cada vez que cierra los ojos y nos cuenta una historia. Es mérito de Almodóvar, que lo utiliza como un alter ego que empeora al original en su parálisis sufriente, que cada uno de los capítulos que se abren en su nueva y excepcional película revisite un episodio o un personaje clave de su biografía, y que a la vez la suma se despliegue desde una organicidad insólita en su obra. Si el mejor filme de su etapa sobria («La piel que habito») conseguía un memorable equilibrio entre un argumento improbable, transgresor, y una forma serena, clínica y austera, que hacía de las salidas de tono su singular hidratante corporal, «Dolor y gloria» discurre con calma a través del acostumbrado diseño intertextual de su autor, donde un corto de animación infográfica concebido como poético historial de las dolencias de Salvador convive con precisión dramática con un monólogo teatral sobre una relación tóxica o con una revisión crepuscular, quejumbrosa, de aquellos cameos a los que su madre (gran Julieta Serrano) nos tenía habituados.
Uno no tiene la impresión de conocer más a Almodóvar después de ver «Dolor y gloria», a pesar de que Antonio Banderas, extraordinario en su relectura replegada del cineasta, vista con sus ropas y habite su misma casa. No está concebida para ello, porque su trabajo sobre lo autobiográfico va más allá de la anécdota o la pseudoterapia. Acaso, parafraseando a Philip Roth en «Los hechos», Almodóvar ha vuelto al pasado para desecar su experiencia, para devolverla «a la autenticidad, a un estado previo a la ficción». No es casual que la primera imagen nos muestre a
Salvador sumergido en una piscina que tiene mucho de útero materno, como si la película entera transcurriera en un espacio límbico, de una extraña pureza, en el que no solamente se reivindica la capacidad sanadora de la creación artística sino que también se celebra ese momento en que el cine y sus sagradas escrituras nos tienden una mano para salvarnos de nosotros
mismos.