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Foster Jenkins, la primera «diva friki»

Una película francesa y un «biopic» con Meryl Streep rememoran la apasionante vida y la terrible voz de Florence Foster Jenkins, «la peor soprano de la historia», que logró llenar el Carnegie Hall en 1944.
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«Podrán decir que no sé cantar, pero nadie dirá que no canté». Ese era el lema de una mujer que vivió la ópera como una pasión.
El 25 de octubre de 1944, un mes antes de morir, Florence Foster Jenkins, con 76 años, cumplió su sueño y el de los 3.000 fans que acudieron al Carnegie Hall, gran templo de la música en Nueva York, para escuchar a la considerada «peor soprano de la historia». Pocos meses antes, la cantante había recibido con incredulidad una oferta del avezado productor George Leyden Colledge para actuar en el mismo recinto que inauguró décadas atrás Chaikovsky y donde triunfaron Enrico Caruso y, tiempo después, la gran María Callas. Aquella noche, a las 20:30 horas, Foster Jenkins apareció con un extravagante vestido de pastor, en compañía de su fiel Cosme McMoon al piano mientras su marido y mánager St. Clair Bayfield le mandaba ánimos desde bastidores.
Interpretó 19 arias de, entre otros, Hayden, Bach, Gluck y Ruperto Chapí, además de sus adorados italianos y rusos –«Eso dará un toque cosmopolita», decía– y sus tres grandes «hits»: el «Laughing Song» de Strauss, «La reina de la noche» –ese «tour de force» del virtuosismo en la mozartiana «La flauta mágica»– y, por supuesto, el españolísimo «Clavelitos». Para entonces, Foster Jenkins salió ataviada de española, con mantilla y un gran cesto de claveles que, en un momento de euforia, lanzó directamente al público (cesto incluído). Las carcajadas de la audiencia, que había agotado las entradas semanas antes a razón de 20 dólares el ticket, no cesaron durante todo el espectáculo. La crítica la despedazó aria a aria: «Una de las más extrañas bromas de masa que nunca haya visto Nueva York». Pero la soprano estaba en una nube. Como dijo en una ocasión, «podrán decir que no sé cantar, pero nunca podrán decir que no canté».
Pero, ¿quién o qué fue en realidad Florence Foster Jenkins? ¿Una gran broma? ¿Un fraude? ¿Un ejemplo del triunfo de la voluntad, la tenacidad y la audacia? O, ¿un caso, «avant la lettre», de ese poder de la subcultura de masas que se ha desatado en las décadas posteriores y que entroniza todo lo raro, heterodoxo, antiestético: el frikismo, en resumidas cuentas? Es difícil responder a estas preguntas ante un caso tan insólito como el de la norteamericana, que se granjeó de alguna manera la admiración, el cariño y el respeto de aquellos que se desternillaban con sus imposibles gorgoritos y contó por llenos absolutos sus escasos recitales a pesar de (o precisamente por) contravenir cualquier ortodoxia musical. La mezzosoprano María José Montiel conoce bien al personaje: «No creo que haya nada malo en las intenciones de una mujer que cantaba para sentirse feliz y que hacía disfrutar a su auditorio. Su pasión era cantar y si era en público, mejor. ¿A quién hacía daño?», se pregunta.
Más allá del sambenito totalmente justificado de «peor cantante del mundo», Foster Jenkins vio su sueño hecho realidad. Fue una gran diva. O anti-diva. Pero en cualquier caso grande. Tanto que el cine, el teatro y la música sigue recordándola. En los últimos años, exitosos espectáculos en Broadway como «Souvenir» han venido manteniendo viva la llama de su memoria y para este año se esperan tres filmes directamente relacionados con su vida: «Madame Marguerite», que se estrena esta semana y es una recreación de su historia traslada a París; un documental (a estrenar en noviembre) sobre Foster Jenkins, con la grandísima Joyce DiDonato poniendo voz a la soprano en un ejercicio «respetuoso», dice, en el que tendrá que malograr su reverenciada voz; y la nueva película del británico Stephen Frears con Meryl Streep en el papel de la cantante y Hugh Grant en el de su esposo. En agosto se estrenará este «biopic» que, por el momento, mantiene en el tráiler el secreto de la voz de la «artista».

- Una pasión excepcional

Foster Jenkins, nacida en 1868 en una familia acaudalada de Pennsylvania, siempre aspiró a la música. Cuando su incipiente carrera de pianista se truncó y murió su padre, siempre renuente a que su hija cantara, heredó una gran fortuna. Convertida en «socialité» de Nueva York, se lanzó con su propio dinero y audacia hacia el «bel canto». Fundó The Verdi Club a sus expensas y comenzó a dar recitales privados en 1912, «el mismo año que se hundió el Titanic», comentó en alguna ocasión. Sus espectáculos anuales en el Hotel Ritz, en los que ella misma cursaba las invitaciones a grupos selectos, la hicieron popular en los años 30, y la grabación de nueve arias, entre ellas su bizarra interpretación de «La reina de la noche», la catapultó defintivamente a la fama. Artistas de la talla de Cole Porter o Enrico Caruso llegaron a escucharla en directo. Y, al final, por aclamación popular, Foster Jenkins tuvo sus dos horas de gloria en el Carnegie Hall en plenas facultades de su pésimo dominio de la vocalidad pues un año antes, merced a un accidente de taxi, confesó, «he conseguido alcanzar un fa más alto». Lejos de denunciar al conductor, le cubrió de regalos. La americana, dice Montiel, debía tener unas cuerdas vocales de acero «y probablemente una voz muy poco potente. Quizás se lastimara la garganta pero ni se enteraba, pues hay gente que fuerza mucho y que al momento no se da cuenta».
Para su pianista, el secreto del existo de Foster Jenkins nacía de su «sinceridad» sobre el escenario: «Era inimitable, aunque la gente se riera, los aplausos eran reales». Pese a que muchos defienden que su caso no es más que un simple fraude, la opinión generalizada es que la soprano estaba convencida de sus capacidades, hasta el punto de verse a la altura de divas de la época como Frieda Hempel y Luisa Tetrazzini. Incluso cuando la silbaban, encontraba una justificación apropiada, como que había visto hacer lo mismo a las jóvenes que jaleaban a Frank Sinatra. Por lo demás, la reacción del público siempre fue ambigua, por un lado tratando de mostrarse respetuoso con la soprano pero, muchas veces, incapaz de contener las carcajadas y aún las lágrimas de risa. Probablemente, lo que mantuvo en pie el candor de Foster Jenkins fue que su «carrera» se desarrolló principalmente en círculos cerrados, en recitales puntuales, ante un público, digamos, educado. De hecho, hay quien sostiene que su muerte, un mes después de su único gran espectáculo de masas, el del Carnegie Hall, se debió a la virulencia de las críticas profesionales.
Con todo, podría considerarse a Foster Jenkins como la primera diva de eso tan genérico y manido que hoy en día catalogamos de «frikismo», en el que la cultura no siempre va asociada a la excelencia, en el que, de hecho, la excelencia puede llegar a ser un estorbo. ¿Sería posible un fenómeno parecido hoy en día? María José Montiel opina que, «tal como era ella, no, aunque todo lo que sea excéntrico y se salga de la norma tiene un público asegurado y cabida en una sociedad como la actual en la que lo marginal se abre paso. Imagínate la difusión que hoy habrían alcanzado sus conciertos con Twitter y Facebook de por medio».

¿Es la Castafiore su «álter ego»?

Muchos han querido ver en el entrañable personaje de Bianca Castafiore, la diva de la ópera en las aventuras de «Tintín», un trasunto de Florence Foster Jenkins. Desde luego, las semejanzas saltan a la vista: una actitud y un vestuario altamente extravagante y una voz endiabladamente mala de la que no son conscientes. Sin embargo, no es seguro que el dibujante Hergé se inspirara en ella. La primera aparición de la Castafiore se produce en «El cetro de Ottokar», en el año 1939. Para entonces Foster Jenkins era bien conocida en numerosos círculos de la ciudad de Nueva York, pero ¿pudo llegar a oídos de Hergé su extraña fama? Muchos opinan que el personaje de «El ruiseñor milanés» es una parodia de María Callas, algo imposible dado que la gran soprano ni siquiera había comenzado entonces su carrera internacional. No obstante, la fama inmensa de la Callas posteriormente podría haberse visto reflejada en las nuevas apariciones de la Castafiore en entregas de los 50 y los 60. Lo que está claro (él mismo lo confesó) es que Hergé detestaba la ópera y no perdía oportunidad de parodiarla.