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Historia

¿Cómo nació la idea de "ciudadano"?

Se publica "De campesinos a franceses", de Eugen Weber, un clásico que reconstruye el proceso de cómo la población adquirió por primera vez la noción de "ciudadanía" a través de la educación

«La libertad guiando al pueblo», de Delacroix
«La libertad guiando al pueblo», de Delacroix, un cuadro que representa la conciencia de los francesesMuseo del Louvre

En la historia moderna de Europa, de la Europa moderna, las ciudades, a diferencia de los pueblos y de las aldeas, siempre han ocupado un lugar más o menos destacado. Como si allí, en los grandes y prominentes centros urbanos, y no en los espacios rurales, lejos de la cultura y del centro neurálgico, hubiera residido no sólo el corazón de la vida política y social, sino también de la civilización. No es extraño, en ese sentido, que palabras tales como «ciudadano», «civil» o «cívico» hayan ido conformando, con el transcurso de los años, un acervo y un lenguaje en el que todo lo relacionado con la ciudad, y no con el campo, se convirtiera en sinónimo de una sociedad modélica, utópica y organizada, que se ha erigido alrededor de las urbes.

Sin embargo, no todo lo ocurrido en la historia ha ocurrido en el corazón de las ciudades. Porque mientras la historia que después se escribió en los libros transcurría, la vida en el campo, en los pueblos y en las aldeas siguió también su propio camino. Una vida aislada, sí, de los grandes acontecimientos. Una vida poco documentada, también. Pero una vida, al fin y al cabo, que pese a todo no se mantuvo ajena de las grandes transformaciones políticas, económicas y sociales que se produjeron en Europa a finales del siglo XIX, aunque para la historiografía moderna su papel no haya sido tan preponderante como el de la ciudad.

¿Por qué? Eso es lo que se pregunta Eugen Weber (Bucarest, 1925-Los Ángeles, 2007) en «De campesinos a ciudadanos», una obra monumental de más de ochocientos páginas y en la que el historiador rumano, y especialista en la historia francesa contemporánea, intenta esbozar una respuesta iluminadora y lo más amplia posible a la pregunta de por qué la modernidad, en la historiografía de Francia, acabó estando tan estrechamente ligada al hecho urbano y a lo acontecido en las ciudades, con sus ventajas pero, también, con sus miserias, y no, en cambio, a lo acontecido en el ámbito rural.

Publicado en 1976, y traducido y editado por primera vez en castellano, «De campesinos a ciudadanos» reconstruye esa historia olvidada y lo hace centrándose, especialmente, en el caso francés. Una Francia rural, aldeana, poco interesante para los historiadores porque siempre, ante los avances de la modernidad, esa Francia se mantuvo fiel a sus costumbres, sus tradiciones, sus culturas y sus particularidades locales. Así, tal como lo demuestra Weber con profusión de datos, cien años después de la Revolución francesa, los campesinos, que entonces constituían más de la mitad de la población, seguían llevando las mismas vidas que sus antepasados, una vida aislada, sin contacto, apenas, con el mundo urbano y con el resto del país.

Un cambio profundo

Sea como fuere, lo cierto es que el punto de partida de esta obra total y abarcadora, como lo señala Weber en el prólogo, fue el encuentro casual con un libro. En 1948, en París, mientras recorría los soportales del Théâtre de l’Odéon en busca de algún ejemplar a cambio de muy pocos francos, descubrió, entre las mesas de saldo, un viejo libro de Roger Thabault, «Mon village», en el que el sociólogo francés, después de hacer un examen minucioso de su pueblo, Mazières, situado en el Gâtinais, y también de muchos otros pueblos de la campiña francesa, llegaba a la conclusión de que allí, entre 1848 y 1914, se había producido un cambio tan profundo como el cambio que se había producido en las ciudades, aunque ese cambio no había quedado registrado en los anales de la historia a pesar de haber estado sustancialmente unido a ella.

«¡Qué hallazgo!», se dijo de inmediato aquel día en París Weber, quien después de un cuarto de siglo dedicado a estudiar la historia de Francia, descubrió una verdad que siempre había estado frente a sus ojos y que, aún así, nunca había visto ni registrado. En cualquier caso, ése fue el primer paso para que, unos años después, se animase a reconstruir la historia de Francia pero desde una perspectiva algo marginal, pero dispuesto a mostrar una Francia que, lejos de integrarse en los procesos de modernización económica y política, incluida la nacionalización, siguió siendo, en muchos aspectos, hasta finales del siglo XIX, la Francia del Antiguo Régimen.

«De campesinos a franceses», por una parte, se entromete en la historia campesina de Francia entre 1870 y 1914 y, por otro, también se interroga sobre las condiciones en las que se forma una memoria y una cultura nacional. En el caso de Francia, señala Weber, mientras las barreras sociales, poco antes de la Primera Guerra Mundial, comenzaba a caer, el mundo de la sociedad aldeana empezó a volverse menos hermético, hasta que, con el advenimiento de la III República, los campesinos empezaron a ser, a toda regla, no sólo ciudadanos, sino ciudadanos franceses, además.

Tal como lo había descubierto en el libro de Thabault, Weber comprendió, a partir de sus propias investigaciones, que la escuela, como institución, había sido un agente unificador, un lugar en que el idioma, su conocimiento, por otra parte, era un motivo de orgullo. Pero no el único: el transporte, el trazo de nuevas carreteras, la llegada del ferrocarril y el servicio militar también fueron otros motivo de orgullo nacional, más allá de que, como correlato, incitaron el éxodo del campo a la ciudad.

Policía, burócratas y maestros

Extremadamente riguroso, lleno de datos y repleto de documentación sobre una época que transcurre entre finales de siglo XIX y comienzo del XX, el libro de Weber, sin embargo, posee el encanto de que sus fuentes no están sujetas solamente a las fuentes oficiales. La policía, los burócratas, los folcloristas, los sacerdotes, los maestros, los agrónomos y los hombres de letras, dice Weber, ya observaron e incluso investigaron bastante a la gente del campo. Pero sólo la gente del campo, de las aldeas, es la única capaz de contar lo que ocurrió desde un punto de vista totalmente diferente.

«En la mayoría de los documentos en los que se basan los historiadores, la mayoría de los sujetos de la investigación histórica son individuos que sabían leer y escribir y eran elocuentes», afirma Weber en el prólogo. Los actos, en cambio, los pensamientos y las palabras de los analfabetos han quedado en gran parte relegados y sin documentar. Analfabetos, sí, pero elocuentes. «Sólo ellos han podido expresar sus sentimientos y sus opiniones de maneras diversas y dar forma a una historia diferente».

Una historia del campo francés en el campo del siglo XIX, de una Francia en la que muchos no hablaban francés ni conocían ni utilizaban el sistema métrico decimal. Una Francia en la que las carreteras eran pocas y los mercados, lejanos. Una Francia que no aparece en los documentos y que, sin embargo, se cuenta a través de una tradición oral hecha de bailes, de canciones, de proverbios y de cuentos que son el acervo de otro mundo, de un mundo tan cierto y tan real como el mundo de las ciudades.