Historia

Revolución Francesa: ¿Beneficiosa o perjudicial para España?

El escritor Juan Eslava Galán publica «La revolución francesa contada para escépticos». En este artículo cuenta el impacto que tuvo 1789 en España, cómo se recibió y el efecto que tuvo en los españoles

'La libertad guiando al pueblo', Eugène Delacroix.
'La libertad guiando al pueblo', Eugène Delacroix.Museo del Louvre

Hace dos siglos y pico la Revolución Francesa derrocó al Antiguo Régimen, un sistema de gobierno que dividía la sociedad en una minoría privilegiada, la nobleza y la Iglesia, acaparadora de los puestos del gobierno, y una mayoría desfavorecida, el pueblo, que sostenía con su trabajo a la nobleza y al clero. La revolución francesa terminó con esa herencia feudal e impuso en los países occidentales laDeclaración de los Derechos Humanos: ya no hay nobles ni súbditos; todos somos ciudadanos iguales. Ya no existen reyes por derecho divino, sino Estados constitucionales en los que la soberanía reside en el pueblo.

Como es natural las monarquías absolutas europeas (lo eran todas) intentaron contener el incendio revolucionario que se había declarado en Francia para que no afectara a sus respectivos países. En España ya se había producido un motín popular en marzo de 1766 cuando una muchedumbre procedente de los barrios más pobres de Madrid, rodeó el patio de la armería del palacio real y la plaza de Oriente para protestar por el precio del pan que había subido a catorce cuartos la libra cuando el salario de un obrero solo llegaba a ocho.

Carlos III que se hallaba cazando, su ocupación habitual, regresó a toda prisa y asomado al balcón de palacio, prometió que bajaría el precio del pan y que destituiría al odiado ministro Esquilache. Un representante popular expuso ante el rey que si no mantenía su promesa «en dos horas haremos astillas el palacio y arderá Madrid entero». Los ánimos estaba encrespados. Cuando comenzó la revolución francesa el todopoderoso ministro Floridablanca prohibió la importación y circulación de «libros, papeles, cajas, abanicos, cuadernos y otros objetos que representen las revoluciones ocurridas en Francia» e instruyó a la policía para que detuviera a todo ciudadano que exhibiera en su atuendo «la escarapela tricolor llamada cucarda».

Malos principios

El conservador Semanario de Salamanca señalaba la necesidad de «combatir los malos principios que se han soltado del lado de allá de los Pirineos, que pueden causar mucho mal a nuestras costumbres y sistema, si por todos los medios imaginables no se cuida de poner un cordón más estrecho que el que se establece para contener el humor pestilencial, que bloquee todos los sentidos de nuestros sanos compatriotas».

Vano empeño: la semilla de la Ilustración y sus reivindicaciones sociales estaba ya sembrada entre un puñado de ilustrados afrancesados como José Marchena que en las páginas del periódico "El Observador" escribió: «Cuando veo un soberbio palacio de un gran señor, una deleitosa casa de placer en la que parece imperar la voluptuosidad, me asalta la idea de los vasallos de aquel excelentísimo que gimen oprimidos bajo el peso de la más gravosa miseria».

Estas disposiciones fracasaron, como otras con las que intentó evitar las noticias de Francia. Así lo comprendió el ministro Aranda que sustituyó a Floridablanca en febrero de 1792. Con Aranda reaparecieron en la prensa nacional artículos y cartas de opinión debidamente censurados sobre los sucesos de Francia. Las opiniones oscilaban entre el rechazo a los «aires infectos del Norte» y las tímidas propuestas de reformas políticas que evitaran males mayores.

No faltaron en la prensa española algunas invectivas contra la ociosidad de la nobleza que apuntaban a una simpatía hacia esa abolición de clases prospuesta por la Revolución: «Unos jóvenes ociosos, criados por la mayor parte en la molicie, y destituidos de todas las ideas que hacen al hombre útil a su patria, cuya soberbia y vanidad se ha fomentado desde la cuna bajo de unos principios del todo superficiales, no son más que unos zánganos, cuando no perjudiciales, a lo menos gravosos al común de sus conciudadanos», Decía el "Diario de Barcelona", nº. 238 (26-VIII-1793).

Los sucesos de Francia, luctuosos o vergonzosos según la fuente de la que procedieran, se convirtieron en tema de conversación común. En una carta del padre Estala a Forner fechada en 1795, leemos: «En las tabernas y en los cafés no se oye más que batallas, revolución, convención, representación nacional, libertad, igualdad. Hasta las putas te preguntan por Robespierre y Barrére, y es preciso llevar una buena dosis de patrañas para complacer a la moza que se corteja». Por su parte, el ilustrado Jovellanos escribía en el "Semanario de Salamanca", 1796: «Tanto me ofenden los que quieren que el pueblo lo sea todo, como los que no quieren que sea algo: tanto los que quieren cortar los abusos con la segur, como los que quieren defenderlos con el escudo, o cubrirlos con la capa».

«Es, pues, preciso romper las cadenas que nos aprisionan y que ellas mismas (las leyes) formaron; es preciso destruir esta odiosa alianza que formaron entre el ocio y las riquezas; es preciso, por decirlo así de una vez, dar por el pie a estas instituciones que, alterando el curso que las prescribe la naturaleza, vinculan a la mera suerte del nacer las riquezas».

Muchos nobles y sacerdotes que huían de la revolución se exiliaron en España. Un fraile de Castellón escribe en su dietario: «En el mismo año 1792, por causa de las guerras y cisma de Francia, se salieron de aquella corona casi infinitos franceses, repartiéndose por diferentes reynos y provincias, especialmente eclesiásticos, tanto regulares, monjas y frailes, como seculares, obispos, vicarios generales, párrocos y demás sacerdotes, por no mancharse con la cisma que tan viva se mantenía en los de la Asamblea y populacho, que avían negado la obediencia al papa y al rey, creando los asamblearios en sus juntas, los obispos y párrocos de su facción, y deponiendo a los que no querían seguirla, y como toda su mira era vivir sin rey, sin ley y con ancha libertad, después de haber hecho iguales a todos, permitían que se casaran con quien quisieran; los plebeyos, con los que antes eran nobles; las monjas con los seculares; y los eclesiásticos con las seglares, dando al mismo tiempo por bien hecho, la disolución del matrimonio, contrayendo de nuevo con otro, y esto repugnándolo los consortes. Duró tanto mal y aún dura, para aflicción de la católica Iglesia. (…) en la Enseñanza de Valencia pusieron algunas religiosas francesas ursulinas para la instrucción de las niñas. Mas, por cédula real fueron colocados todos los dichos clérigos en los conventos de religiosos, y en éste tuvimos tres: dos curas y un vicario».

–Si no cortamos en seco la deriva revolucionaria podría contaminar a nuestros propios súbditos–pensaron los soberanos europeos.

España se coaligó con algunas monarquías europeas en un intento de ahogar la revolución. Incluso invadimos territorio francés por los Pirineos pero el contraataque del nuevo ejército popular francés llevó a los revolucionarios hasta Vitoria y Bilbao que fueron devueltas a España por la Paz de Basilea (22-VII-1795) aunque cedió a cambio media isla de Santo Domingo) y el compromiso de no represaliar a los vascos pasados al enemigo.

Algunos españoles vivieron la revolución de cerca, entre ellos el embajador de España, Carlos José Gutiérrez de los Ríos, que escribió una desgarrada misiva al ministro Floridablanca:

–En el nombre de Dios, solicito de Vuestra Excelencia que no me deje encerrado con estos locos, y que me dé el pasaporte y con mil diablos me iré encantado a Córdoba, a cuidar de mis naranjos; que entre mi mujer y mis hijos por un lado y por otro estos locos de atar, mi vida es insoportable.

Andrés María de Guzmán, vástago de ilustre familia granadina, abandonó fortuna, patria y clase social y llegó a dirigir una importante facción política, por lo que fue guillotinado.

Más suerte tuvo Teresa Cabarrús, una socialité española que deslumbraba por su belleza y simpatía en los salones y en los paseos de París. En Burdeos rindió a sus encantos al feroz comisario Tallien y consiguió que dejara de guillotinar sospechosos por lo que el pueblo agradecido la llamó Notre Dame du Bon Secours (Nuestra Señora del Buen Socorro). Tallien nos recuerda a Amon Goeth, el oficial nazi de «La lista de Schindler», (1993) la película de Steven Spielberg. De habérselo propuesto Teresa Cabarrús quizá hubiera conquistado a Napoleón, el joven y prometedor general, que finalmente se casó con su amiga criolla Josefina.