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Estreno

Crítica de "El clan del hierro": una tragedia americana ★★★★

Dirección y guion: Molly Manning Walker. Intérpretes: Mia McKenna-Bruce, Samuel Bottomley, Lara Peake, Enva Lewis, Daisy Jelley. Fotografía: Nicolas Canniccioni. Reino Unido, 2023. Duración: 91 minutos. Drama.

Cuando los antiguos griegos llamaban a las maldiciones “katadesmoi”, que significa “ataduras”, debían estar pensando en la familia. En “El clan de hierro” no tardamos mucho en darnos cuenta de que, sí, no son los dioses los que convertirán la vida de los Von Erich, dinastía dedicada a sacarle brillo a las peleas performativas del ‘wrestling’, en un descenso a los infiernos de la desgracia, sino las exigencias absolutistas de la institución nuclear sobre la que se cimentó la soberanía del sueño americano. Las “ataduras” que una figura paterna autoritaria e implacable mantiene con sus cuatro hijos varones, a los que considera meros títeres para lograr el premio que se le escapó cuando era joven, están empapadas con la sangre de las auténticas tragedias griegas.

Sean Durkin transforma lo que podría haber sido una película deportiva, con sus previsibles momentos de auge y caída, en un relato sobre la fatalidad de la filiación entendida como relación de sumisión y maltrato y, por extensión, en una crítica a esa América trumpista que cuece sus rencores en la era Reagan. Si nos acordamos de su estimulante debut en el largo, “Martha Marcy May Marlene”, inquietante exploración del mundo de las sectas, entenderemos mejor el modo en que retrata el universo familiar: el pater familias es el gurú del clan, la fuente primaria de la doctrina del éxito a cualquier precio (que es, también, el parche que tapa una frustración vital), y los hijos son las víctimas abducidas por la religión de la lucha, con una confianza ciega que representa, en realidad, una intensa pulsión de muerte.

Durkin hace un buen trabajo en la recreación de un deporte cuyo potencial es una mezcla nada refinada de músculo y ‘performance’. Lo que aquí se interpreta es una masculinidad histriónica, que se despliega en un ring que funciona como un escenario de ‘grand guignol’ donde la fuerza de un cuerpo encarna, también, la ostentación vulgar de la ascensión social. Inspirándose en la historia real de los llamados “Kennedy del wrestling”, es interesante que Durkin escoja como punto de vista narrativo al personaje de Kevin, el hermano mayor que interpreta un delicado, irreconocible Zac Efron, porque es el que mejor encarna la disociación identitaria que puede provocar la práctica de la lucha libre y, por tanto, el que parece haber nacido para ser héroe trágico, denostado por su padre por ser el más sensible.

Es desde esa mirada anómala, que se debate entre el deber inculcado por el poder patriarcal y la lúcida sensatez del que busca su lugar en el mundo, que la película se deja llevar por los imperativos de la tragedia de un modo muy sugerente, a menudo por cortes bruscos o elipsis que señalan la violencia insobornable de la fatalidad. Es admirable que una película que lidia con las emociones reprimidas de lo masculino sea, finalmente, tan conmovedora: cuando llegan las lágrimas golpean mucho más fuerte que un mandoble en el estómago.

Lo mejor:

La dimensión trágica que trasciende un relato de auge y caída, típico del cine deportivo.

Lo peor:

El encuentro de los hermanos en el séptimo cielo es del todo prescindible.