Doris Day, se apaga el color de los 50
De gran y serena belleza, Doris Day, fallecida ayer a los 97 años en California, fue una de las grandes musas de los años 50 y 60 e hizo una inolvidable pareja artística con Rock Hudson en comedias románticas blancas que eclipsaron su carrera como cantante.
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De gran y serena belleza, Doris Day, fallecida ayer a los 97 años en California, fue una de las grandes musas de los años 50 y 60 e hizo una inolvidable pareja artística con Rock Hudson en comedias románticas blancas que eclipsaron su carrera como cantante.
En el reparto de cartas del viejo Hollywood a Doris Day le tocaron las aparentemente más convencionales. Qué le vamos a hacer. Dada la imagen de rubia amable y sensata, pizpireta y alegre. El perfil suave de la América de Eisenhower, recién superada la carnicería de la Segunda Guerra Mundial. Como tal reinó, emperatriz de las comedias dulces, los musicales risueños, los guiones con romance picante y final plácido, amodorrados todos por la paleta del cinemascope y las gloriosas bandas sonoras de unos estudios volcados en satisfacer la utopía consumista y banal que denunciaron los poetas beats. También fue estrella indiscutible de la canción ligera y el pop antes del pop.
Ha muerto en Carmel, California, con 97 años, en el pueblo del que fue alcalde Clint Eastwood para tomar las riendas de unas disputas con el Estado, en un paisaje idílico de campos de golf asomados a las aguas lapislázuli y bravas del océano pacífico. Tenía 97 años y esa mala salud de acero de quienes, superados ya los records de longevidad, con varias vidas en la faltriquera y una visión panorámica del siglo, parece eternos.
Doris Mary Ann Kappelhoff había nacido en Cincinnatti, en 1922. Tuvo un hijo, con 19 años, y puñado de maridos. Era hija de un profesor de música. Bailarina con futuro, sufrió un accidente de automóvil en 1937. Aquello determinó que probase fortuna como cantante. Con una garganta potente y dulce, y una perfecta capacidad de afinación, e influida por gigantes del calibre de Ella Fitzgerald, con cuyos melismas podía reconocerse aunque les separase el inalcanzable virtuosismo de la afroamericana, fichó por la banda de jazz dirigida por Barney Rapp. El éxito fue inmenso. Pronto compartió estudio y recitales con mitos del calibre de Bing Crosby y Les Brown. Cuesta creerlo hoy, después de que el rock and roll haya arrasado con la memoria de mucho de lo que se había facturado previamente, pero conviene no presuponer demasiado. Como cantante Day atacó un repertorio polifacético. Que iba de lo más átono a los guiños más sabrosos, y que deja joyas como «Life Is Just a Bowl of Cherries». Puro control vocal y terciopelo irisado para un monumental standar de jazz dorado. Durante dos décadas Day grabó discos sin cesar, coleccionó éxitos en las listas y ayudó a esculpir la banda sonora de un país nostálgico de tiempos más simples y encantado de dejar atrás la monstruosa pesadilla de la guerra.
Pero sin duda su carrera en el cine lo que garantiza su indiscutida posición entre los mitos del cine. Suyos son los bonitos largometrajes compartidos con Rock Hudson, al que tanto estimó y al que muchos años después de su muerte todavía extrañaba. Suyos también los musicales que regaron las pantallas con una colorista melaza y unos números rodados con un preciosismo que no estaba enemistado con la precisión. Debutó nada menos que a las órdenes del inolvidable Michael Curtiz, que le dió su primera oportunidad con «Romance de alta mar».
Angelical y casera
Encadenó títulos livianos y grandes taquillazos. Nunca sabremos si hubiera brillado en papeles de más tonelaje. La madurez, las turbulencias parapetadas por la sonrisa, que asoma en sus mejores grabaciones discográficas, nunca encontró oportunidad en la pantalla. El público, que la adoraba, que soñaba con ella como quien anhela una imagen entre angelical y casera, no le permitiría sacudirse el corsé. Tampoco fue necesario. Pocos como ella pueden presumir de haber grabado a las órdenes de algunos de los tótems sagrados. Con Curtiz, claro, y por supuesto con Alfred Hitchcock, que la reclutó junto a James Stewart para bordarlo en «El hombre que sabía demasiado». James Cagney fue uno de sus compañeros en pantalla, en la fenomenal «Quiéreme o déjame», dirigida por Charles Vidor.
Cary Grant, Jack Lemmon, por supuesto el citado y llorado Hudson... la lista de actores con los que repartió su gracia, su talentazo, su azucarada capacidad para transmitir «joie de vivre», se entremezclan hasta que a finales de los sesenta el público y el cine cambiaron. El hundimiento del Hollywood dorado, del «star system», de aquel mundo entre fantasmagórico y lujoso, a manos de una generación dispuesta a firmar obras más duras, dejó en la estacada a quienes, como Day, simbolizaban todo lo bueno, y lo malo, y convencional, y lo tradicional, de una época que los hijos estaban dispuestos a aniquilar porque ese, y no otro, es su papel histórico. A nosotros, nacidos mucho después, nos queda apreciar su tremendo legado sin caer en la exageración o morir entre hipérboles. No hablamos de Marlene Dietrich o Ava Gadner.
No deja un legado de papeles más grandes que la vida ni arrasó a su paso como un huracán. Pero hay mucho y bueno en una vida dedicada al cine y la canción, historias de otro tiempo que merecen revisitarse con algo más que cariño, varias obras maestras y discos buenísimos. La mujer que amaba a los animales, y la que su país quiso con la feliz complicidad de quien se enamora de una vecina buena y noble, fue mucho más complicada e inteligente de lo que algunos recuerdan. Acudan a su legado limpios de tópicos y comprueben ustedes mismos