Museos

El arte por el arte

El Museo de El Prado, a través de Javier Portús, conservador de la pinacoteca, abre una relectura de su colección en «Metapintura», una reflexión de cómo los artistas han visto, a través de sus cuadros, el arte y este oficio.

En la telarañaLa fábula de Aracne preside el óleo de las «Las Hilanderas» (1657), de Velázquez
En la telarañaLa fábula de Aracne preside el óleo de las «Las Hilanderas» (1657), de Velázquezlarazon

El Museo de El Prado, a través de Javier Portús, conservador de la pinacoteca, abre una relectura de su colección en «Metapintura», una reflexión de cómo los artistas han visto, a través de sus cuadros, el arte y este oficio.

Plinio el Viejo, en el siglo I de nuestra era, recogió el nacimiento mitológico de la pintura; el relato de una joven, hi-ja del artista Butades, que, ante la inminente partida de su amante, quiso conservar un recuerdo de su imagen y trazó en una pared la silueta de su figura de perfil. El escritor Andrés Ibáñez, en el prólogo que antecede la excelente antología de textos que reúne «A través del espejo», que hace unas pocas semanas publicó la editorial Atalanta, aludía a esta misma historia, anotaba con acierto las inevitables interrogantes que surgen de la lectura de esta sucinta narración y afirmaba que este cuento fundador incita a pensar en varias cuestiones esenciales: ¿por qué pinta el hombre? ¿Cuál es el origen del arte? ¿Qué impulso lo motivó? ¿La nostalgia? ¿La ausencia? ¿El afán de trascender nuestra mortalidad? ¿El intento humano de representar la naturaleza y mostrar sus maravillas al resto del mundo?

Desde ese instante primero, perdido para siempre, en que un hombre extendió el brazo para atrapar en la superficie desigual de una cueva los animales que veía a su alrededor y que definían su vida hasta el momento en que Diego Velázquez convertía la pintura en un juego de reflejos y, sin pedir permiso, convertía al espectador, reyes o personas corrientes, en un personaje más de «Las Meninas», los artistas han reflexionado abundantemente sobre la función de su oficio, su utilidad y trascendencia.

Un juego peligroso

Un juego, el de la representación, que no siempre resulta tan inocente, como recuerda la leyenda de Prometeo, que tuvo la osadía de robar el fuego a los dioses para insuflar vida a las figuras que modelaba en su taller y que fue castigado por su atrevimiento, o la antigua y célebre fábula de Dédalo, el arquitecto condenado a ver morir a Ícaro después de construir el laberinto del minotauro y ascender casi hasta el sol, una estampa que aprovechó el inmenso Goya y que, con su notable capacidad para reinterpretar temas clásicos, hizo de ese motivo una alegoría adecuada de los peligros y riesgos que debe afrontar el artista comprometido con su trabajo.

El Museo de El Prado, a través de Javier Portús, jefe de Conservación de su departamento de Pintura Española, reflexiona, en una valiente y notable relectura de sus fondos, sobre el arte en el arte, o cómo los artistas se han visto a ellos mismos y al trabajo que desempeñaban a través de los siglos. «En esta muestra, la pintura deja de suscribir la tradicional idea de “ventana”, de una mirada hacia al exterior, una metáfora que compite directamente con la definición de pintura como espejo, y, en este caso, también supone una mirada hacia sí misma, introspectiva, es como si la pinacoteca se estuviera mirando», comentó el comisario durante la presentación de «Metapintura», una propuesta valiente y necesaria que se inscribe en la misma línea de propuestas expositivas anteriores, como «Rubens», «Belleza encerrada» y «Goya en Madrid», que exploraban en la colección de la pinacoteca para ofrecer una visión distinta de sus artistas.

Si los griegos y los romanos explican el nacimiento del arte en figuras trágicas, que acaban encarando tormentosos sufrimientos, los primeros cristianos buscan el antecedente inmediato del artista en Dios, como primer creador, y encuentran en Jesucristo el antecedente inmediato del pintor con conciencia, que lega a la posteridad su faz en ese espontáneo autorretrato que supuso, en el camino hacia la cruz, la Verónica. Zurbarán, seducido por este episodio, reflexionó sobre este imaginario católico y sus lienzos suponen el arranque de esta exposición, que circula por diversos meandros. Encontramos aquí un arte al servicio de lo religioso, sometido al poder de la Iglesia, concentrado en difundir un mensaje de fe, pero que no renuncia a buscar un antecedente sagrado. Por eso, los pintores adoptaron como patrón a San Lucas, un santo que, según refieren algunas historias, también tropezado en la tentación de reflejar la vida, de retratarla y de imaginarla con su talento, que no es otra cosa que su punto de vista.

A partir de aquí, la exposición, nunca mejor dicho en este caso, alza el vuelo, y enseña un artista cada vez más consciente de sí mismo, que parece revolverse contra las imposiciones y las reglas impuestas, que intenta reivindicarse. Es una colección de telas que muestran ese forcejeo por romper incluso lo imposible, como es el marco, en una lucha desesperada por trascender sus propios límites, por demostrar que no sólo pueden aprehender el mundo en el interior de sus estrechos límites, sino que, además, puede salir, escaparse del rectángulo del lienzo y expandirse alrededor, en la realidad, una intención que queda latente en «Bodegón de caza, hortalizas y fruta», de Juan Sánchez Cotán, o en una de las joyas exhibidas para esta ocasión: «Huyendo de la crítica», de Pere Borrell y del Caso, una de las 22 piezas que se han prestado para este montaje, que ha reunido, entre esculturas, medallas, libros, estampas y pinturas, un total de 137 obras, algunas de ellas procedentes de las salas, pero otras provenientes de los depósitos y muy poco vistas.

Ilusionismo y trucos

Cuadros dentro de los cuadros, retratos dentro de retratos, trampantojos, ilusiones e ilusionismo son algunos retruécanos, juegos y trucos que los creadores van improvisando. En esta evolución, en la que el arte retrata el arte, se ven composiciones religiosas en arquitecturas romanas, religiosos con viejas esculturas hechas añicos, como despojos prescindibles ancestrales idolatrías, y, por supuesto, galerías y salones con docenas, casi cientos de óleosque envuelven a sus protagonistas, a los retratados. Estas imágenes remiten al prestigio que se le había concedido en la antigüedad a la pintura, como queda claro en «Carlos II rodeado de imágenes de sus antepasados». El monarca español se ve refrendado en su legitimidad al presentarse rodeado por éstos en el trono español.

La exposición tiene un inicio y tiene un fin. Comienza cuando el arte está confinado en espacios sagrados y termina al recibir su prestigio en nuevos espacios civiles, como aclara el propio Portús: «Es un viaje. Arranca cuando las obras de arte son utilitarias, se realizan para un culto y las estatuas y las pinturas están destinadas a adornar recintos religiosos. En este momento son instrumentos de poder. Pero en las salas finales, el arte ya no está destinado a templos religiosos. Ahora se muestran en otra clase de templos, que son laicos, que están consagrados a exhibir el arte: son los museos». La fecha a la que se refiere el comisario es 1819, época en la que se crea el El Prado y la gente percibe el arte como algo distinto, como una actividad que no sólo es un vehículo de belleza, también de cuestionamiento y duda. Es el salto que separa a la Edad Media de Francisco de Goya.