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El carnaval degenerado de Max Beckmann

El Museo Thyssen acoge la primera gran exposición en España de este artista alemán vinculado al expresionismo que vivió el exilio tras ser perseguido por los nazis.
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El Museo Thyssen acoge la primera gran exposición en España de este artista alemán vinculado al expresionismo que vivió el exilio tras ser perseguido por los nazis.
El 19 de julio de 1937, el ministro nazi de Propaganda, Joseph Goebbels, inauguraba con una mueca sardónica la exposición «Arte degenerado» en Múnich. Ahí estaba lo peor de cada casa para el nazismo: obras de Chagall, Otto Dix, Klee, Kandinsky, Grosz, Munch... Y, por supuesto, Max Beckmann. Su arte no era bienvenido en la nueva Alemania aria y purista. Aquellas obras, después de exhibirlas como criaturas mostrencas, estaban destinadas a dispersarse al por mayor por el mundo; antes habían sido arrancadas de las colecciones públicas. Se sabe que de Beckmann se descolgaron 28 cuadros y 560 piezas sobre papel. Se sabe también que el mismo día en que Goebbels inauguraba la muestra de «Arte degenerado», el artista tomaba un tren en Berlín con destino a Ámsterdam. Nunca más regresaría a casa.
A pesar de ser un pintor reputadísimo en su época y del aprecio que en Alemania y Estados Unidos se tiene a su obra (en estos dos países se concentra el coleccionismo en torno a ella), en España la figura de Beckmann no había merecido nunca una amplia exposición. El Museo Thyssen-Bornemisza salda ahora esta deuda con una muestra titulada «Beckmann. Figuras del exilio» que arroja luz sobre una personalidad individual e individualista, que aunque remó cerca de los expresionistas alemanes, nunca se adscribió a ningún movimiento y defendió la personalidad singular del arte. «Como los grandes del siglo XX, no se dejó afiliar. Era un individualista. Solo admiraba y trataba de emular a Picasso», explica Tomás Llorens, comisario de la exposición y ex director del Museo Thyssen.
Pero, más allá de influencias, fue su tiempo histórico, turbulento a más no poder, el que moldeó el estilo de Beckmann. «Amo su obra porque me ha ayudado como nada a penetrar de manera fascinante en el alma y la esencia de su tiempo», añade Llorens. Son los años de entreguerra, de la República de Weimar. La experiencia de la I Guerra Mundial ha transformado a Beckmann. «Ahora mismo, quizás más que antes de la guerra, necesito estar con los hombres. En la ciudad. Ese es exactamente nuestro lugar ahora. Es necesario participar en este sufrimiento que se avecina», confiesa en 1918.
Disonante mundo moderno
Vive en Fráncfort y pinta retratos, autorretratos y escenas urbanas con predilección por las fiestas de sociedad, las familias tristes en torno a una mesa, los personajes de carnaval y cabaret, las mascaradas... Todos ocultan algo, sugieren cosas inconfesables que el artista trata de captar en el bullicio de la ciudad en los mismos días en que Alfred Döblin escribía «Berlín Alexanderplatz» (donde los personajes prefieren «las disonancias del mundo moderno a las más hermosas melodías clásicas») y los expresionistas retorcían con saña el rictus de los burgueses. «Es un pintor muy sensual, erótico, violento, cruel a veces, que se expresa con enigmas, y sus pinturas desafían las interpretaciones», señala Guillermo Solana, director artístico del Thyssen.
En 1933, con los nazis recién llegados al poder, Beckmann es un intelectual respetado y vive de su arte, es desposeído de las clases que daba en la Universidad de Fráncfort. Se establece en Berlín en busca de un anonimato que es el inicio de su exilio interior. El ambiente se torna irrespirable en Alemania para quienes pintan de modo poco académico o no acorde a los dictados del nacionalsocialismo. En el 37 pone rumbo a Ámsterdam, pero la invasión de Holanda por parte de los nazis durante la II Guerra Mundial vuelve a ponerlo en el punto de mira, obligándole a llevar una vida semiclandestina hasta que, finalmente, se embarca con destino a Nueva York.
La muestra del Thyssen, organizada con criterio cronológico, presta especial atención a la obra de Beckmann en el exilio neoyorquino, donde falleció en 1950 a la edad de 66 años. Allí da rienda suelta a un formato que lleva cultivando desde los 30 por inspiración de El Bosco, el tríptico. Sus obras «Los argonautas», que acabó justo antes de morir, «El principio» y «Salida» son paradigmáticas. Respecto a esta última pieza, Beckmann se mostraba refractario, como con toda su producción, a abundar en el sentido de la misma: «Se llama ''Salida''», decía a secas en una carta a su galerista. Luego, explicaba: «Este tríptico puede hablar solo a quienes, consciente o inconscientemente, llevan el mismo código metafísico dentro de ello. Salida, sí, abandonar las ilusiones de la vida para ir hacia cosas esenciales que yacen más allá de las apariencias. Pero en definitiva puede decirse de toda mi pintura». Beckmann no se sentía cómodo con la lectura política de sus obras, aunque reconocía que los hechos que le habían tocado vivir habían marcado su concepción del arte.
«Es una figura paradójica –explica Solana–: un pintor trágico pero no un pesimista en el sentido convencional. Estaba apasionadamente enamorado de la vida. Su personalidad artística es sobrecogedora y esta exposición te deja con el corazón en un puño». Llorens lo ve como un creador «de su tiempo, un testimonio de los sucesos más terribles que han sucedido en la vida pública del siglo XX». Aunque a día de hoy el público esté más familiarizado con la obra de otros artistas degenerados, aquel 19 de julio del 37 en que Goebbels inauguró la infame exposición, Beckmann era sin duda una de las estrellas. Pagó por ello.