El museo de los sueños rotos
El Museo Reina Sofía inaugura «Volver a casa», la retrospectiva de un artista tan único como difícil de clasificar: H. C. Westerman.
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El Museo Reina Sofía inaugura «Volver a casa», la retrospectiva de un artista tan único como difícil de clasificar: H. C. Westerman.
Escribió el crítico de arte Dennis Adrian sobre Horace Clifford Westermann (Estados Unidos, 1922-1981) y advirtió que las piezas de este artista eran un auténtico quebradero de cabeza para cualquiera. Así que si usted se acerca hasta el Reina Sofía para perderse en la exposición del californiano, «Volver a casa», tampoco trate de entender cada uno de sus lemas, piezas, esculturas, pinturas y demás porque componen un mundo libre para que cada uno lo descifre como buenamente pueda. «Un caso particular y difícil de clasificar dentro de la historia de la escultura», define José Guirao –ministro de Cultura– como introducción del catálogo de la muestra.
Problemas de definición y de clasificación estilística que se sumaban, desde su inicio a mediados del siglo XX, a sus facetas extremadamente variadas de forma e imaginario: «Aunque definir esta sensibilidad como única sea una tautología, el carácter singular del arte de Westermann exige que lo consideremos de un modo particular», continuaba Adrian. Es esa exclusividad la que se puede ver en las salas de una retrospectiva comisariada por Beatriz Velázquez, junto al director del museo, Manuel Borja-Villel: «Intentando rastrear el curso de los significados objetivados por el artista, esta exposición atiende a cierta persistencia en el desencanto y podría formar, recurriendo al título de una de sus esculturas, un trozo de un museo de sueños rotos», donde se aprovecha para ahondar en esos deseos caídos y estudiar la preocupación de H. C. Westermann por determinados temas como la casa, la muerte y el afán continuo de trabajar.
Son estos asuntos los que centran la atención de las 130 obras del artista –fechadas entre 1954 y 1981– que se presentan en el Reina Sofía. Intrigantes esculturas realizadas en madera «con perfección de ebanista» –apunta Borja-Villel–, grabados, herramientas inservibles, dibujos, cartas, pinturas de su primera etapa artística... Un imaginario que revela la traumática experiencia de Westermann durante la Segunda Guerra Mundial, en la que estuvo a bordo de un portaviones («U. S. S. Enterprise»). Así lo muestra en sus barcos de la muerte («death ships»), entre los que expone vapores, buques, mercantes o de guerra que presagian un fatal destino; y con su serie de litografías «Primero conozca América» (1968) y los linóleos «Desastres en el cielo» (1962). Piezas entre las que también se observa su agudo conocimiento de Estados Unidos –con alusiones a sus conflictos militares y sus paisajes–, la soledad de las grandes ciudades y la incipiente cultura televisiva.
Enamorado de la madera
Muy diferentes son sus obras más tempranas. Unas pinturas que abren la exposición y que pertenecen a sus años de formación como estudiante de Bellas Artes en Chicago, en la que ya dejó presente la influencia de las vanguardias europeas y su gusto por la marquetería. Así, «Dos acróbatas y un hombre huyendo» (1957) pone de relieve esa transición entre las primeras imágenes de Westermann y lo que terminaría siendo su medio por excelencia, la madera: los tres personajes del óleo se desconectan del paisaje urbano en el que se encuentran, vaticinando una de las preocupaciones que acompañarán al artista durante su carrera.
Pero también la Guerra Fría, la sociedad de consumo, la atmósfera artística de su país... Temas que, para Velázquez, llevan al excéntrico creador a «un construir permanente. A través de él se entiende que una persona es en el mundo en la medida en que habita y habita en la medida en la que construye su espacio, su habitación, su abrigo».