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"El tercer hombre", la revolución del cine negro no envejece
Pese a los 75 años transcurridos desde su estreno en 1949, la película de Carol Reed protagonizada por unos extraordinarios Welles y Joseph Cotten sigue resultando eterna
Ocurre a veces, igual que en el amor o en la muerte, que la improvisación, lo repentino o todo aquello que no está calculado de manera milimétrica, que no se vaticina ni se predice, puede llegar a resultar lo suficientemente agradecido como para transformar un suceso ordinario en un acontecimiento permanente o, con permiso de Garci, en una película irrepetible.
Una frase tan antológica como la pronunciada por Orson Welles al final de la icónica escena de la noria de "El tercer hombre" cuando su personaje Harry Lime se despide del interpretado por Joseph Cotten, un confuso Holly Martins que le mira perplejo, llega a ser casi tan exacta, inalterable y oportuna como la pronunciada por un Robert De Niro imperial cuando en una tiernísima escena de "Érase una vez en América", un amigo de la infancia que ahora regenta el bar de toda la vida de su padre le pregunta alterado por su reaparición, "¿qué has hecho durante todos estos años, Noodles?" y De Niro contesta serio, en una primorosa lección condensada sobre el tiempo y la soledad: "acostarme temprano".
En el caso de la que se pronuncia en la película de Carol Reed estrenada en 1949 y de la que hace apenas unos días se celebraba su 75º aniversario, hay más mordida y un poco más de sarcasmo pero los niveles de genialidad discursiva son bastante parejos: "Recuerda lo que dijo no sé quién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, matanzas, asesinatos... Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!", inquiere un sardónico Harry a través de unas líneas que no se encontraban originalmente en el guión de Graham Greene, el también autor de la novela en la que estaba basada la adaptación cinematográfica, sino que fueron incorporadas durante el propio rodaje de manera inesperada por el actor y cineasta en el rodaje y según cuentan, parece ser que se inspiró en una conversación casual entre los pintores estadounidenses James Whistler y Theodore Wores sobre la influencia del entorno natural en el arte. Y aunque el reloj de cuco lo inventaron realmente los alemanes, lo mejor es que no nos importa, porque la frase es perfecta.
La eternidad de lo irrepetible
Sea como fuere el caso es que pese a brillanteces estéticas que eran solo de Reed como el llamado "plano holandés" –es decir, conscientemente desnivelado– la aportación personal de Welles a algunos de los diálogos (aunque tal y como destacan en el interesante documental de Netflix, "Las sombras de El tercer hombre", probablemente no fuera la única que proporcionó el estadounidense, que en ese momento estaba teniendo problemas con sus producciones en Hollywood, siendo perseguido por la enajenación macartista y se había visto obligado a dar el salto a Europa para trabajar como actor y así poder financiarse sus propios proyectos, ya que su aporte al conjunto de la película incluyendo labores de fotografía expresionista y dirección son de lo más evidentes) transforman la película en otra cosa, en algo objetivamente superior y trascendente capaz de seguir siendo considerada una obra maestra 75 años después de su lanzamiento al mundo.
Lo que según Garci le otorga ese rango indisoluble de cinta irrepetible es su capacidad para encapsular la particularidad visual de un escenario histórico y convertirla en propia no de la ciudad, sino de la obra o del nombre del autor de esa obra.
"Nunca estará Roma como en "El ladrón de bicicletas" y nunca estará Viena como en "El tercer hombre". No se pueden volver a hacer estas películas", señalaba a propósito de la historia escrita por Green insinuando que hay lugares que como consecuencia de la personificación tan fuerte que adquieren en determinadas películas siempre pertenecerán a esas historias y a ese imaginario cinematográfico compartido disociándose de su cinturón geográfico real.
Cuando uno ve "Casablanca", la ciudad marroquí pasa a convertirse en la Casablanca de Bogart o de Michael Curtiz, cuando ve "El ladrón de bicicletas" o la "La Dolce Vita", en efecto Roma deja de ser Roma para convertirse automáticamente en la Roma de Fellini y lo mismo ocurre con la cinta que nos ocupa: Viena deja de ser Viena para ser la Viena de "El tercer hombre", la Viena de Welles, de Reed y también de Greene.
La misma deteriorada y maltratada, con aspecto de canción antigua y boca de pobre en la que el mercado negro de bienes de primera necesidad –incluido el contrabando de penicilina diluida– prospera tras la II Guerra Mundial y que se encuentra ocupada por los Aliados, dividida como Berlín en cuatro sectores controlados por cada una de las fuerzas de ocupación: norteamericana, británica, francesa y soviética y estos poderes se reparten el deber de aplicar la ley en la ciudad. La misma que recibe a ese escritor estadounidense de novelitas del oeste "pulp" Holly Martins (Cotten) que llega buscando a su amigo de la infancia, Harry Lime porque que le ha ofrecido trabajo. La misma intrincada y oscura, cuyas calles han presenciado silenciosas y cómplices cómo horas antes Lime ha sido atropellado al cruzar la calle por un camión que circulaba con exceso de velocidad.
La misma que le presenta a Alida Valli, novia de su amigo fallecido, por la que siente una irrefrenable atracción. La misma que acoge con sobriedad administrativa el funeral de Lime y propicia que nuestro escritor se sienta condicionado por el sargento mayor Calloway (interpretado por un inexpresivo Trevor Howard), quien le dice que Lime era un criminal y le sugiere que abandone la ciudad. Pero Martins, igual de precipitado que la ciudad que le está envolviendo, decide permanecer en Viena para investigar el atropello. 75 años han pasado de la construcción brillante de esa amoralidad que representa el personaje de Welles, de esa persecución subterránea tan memorable por las alcantarillas, de esa primera aparición de Harry Lime con un solo movimiento de lámpara, de ese plano secuencia final. "Él nunca se hizo mayor, fue el mundo el que envejeció en torno suyo, y acabó enterrándolo", escuchamos en una escena de una película irrepetible, prodigiosa y más grande que el tiempo, que tampoco se hará mayor nunca.