Festival de Cannes: Sorrentino, Baker y Mastroianni se preguntan en qué piensan las mujeres
Chiara Mastroianni presenta una película como homenaje a su padre, Marcello Mastroianni, en el día en el que compiten Paolo Sorrentino y Sean Baker
Cannes (Francia) Creada:
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A Parthenope, la protagonista de la película homónima de Paolo Sorrentino que compitió ayer en Cannes, la ametrallan durante todo el metraje con una pregunta: “¿En qué estás pensando?” Ella nunca contesta, porque tal vez no quiere revelar si en verdad encarna un misterio o un fraude. Es curioso porque esa pregunta se la podríamos haber hecho a las heroínas de los tres filmes a concurso, y aún no estaríamos seguros de cómo interpretar su silencio.
Por ejemplo, ¿en qué piensa Chiara Mastroianni cuando se disfraza de su padre en “Mio Marcello"? El próximo 28 de septiembre Marcello Mastroianni cumpliría cien años. ¿El disfraz es, por tanto, un homenaje, una celebración por su centenario? ¿Es una manera de exorcizar su fantasma o, por el contrario, de invocar su herencia? Chiara ha soñado con él, y siente el impulso, después de una prueba de casting en la que la directora Nicole Garcia (aquí todos se interpretan a sí mismos: Catherine Deneuve, Fabrice Luchini, Benjamin Biolay, Melvin Poupaud) le pide que sea “más Mastroianni que Deneuve”, de vestirse como su padre. Christophe Honoré, en su séptima colaboración con la Mastroianni, le diseña un itinerario por el cine de Marcello (“Noches blancas”, “La dolce vita”, “Ginger y Fred”) para que resignifique su figura a través de un acto performativo que su entorno percibe como un juego o como un síntoma de locura transitoria. La película tiene un aire familiar, de broma privada algo autocomplaciente, y aunque a veces parece tener algo que decir sobre los actores, sobre la carga de ser “hija de”, y sobre la angustia de perder su identidad en la identidad de tantos, la propuesta de Honoré es más bien errática.
Elena López Riera y las madres invisiblesEn la Semana de la Crítica, Elena López Riera presentó, fuera de concurso, el mediometraje “Las novias del Sur”. A partir de una foto de su madre, el día de su boda, la directora de “El agua” se coloca como transmisora de la voz de todas aquellas mujeres, aquellas madres, que fueron, tal vez, como la suya y que, invisibles o desenfocadas, no pudieron contar cómo vivieron su maternidad, o la intimidad del sexo, o la frustración en sus relaciones afectivas, o incluso la experiencia traumática de un aborto. El resultado es un documental descarnado y conmovedor, un álbum de fotos y entrevistas que es, también, un autorretrato.
A partir de lo errático y lo digresivo Paolo Sorrentino ha construido toda una poética. “Parthenope” es a la ciudad de Nápoles lo que “La gran belleza” era a la de Roma. Partenope era una sirena de la mitología griega que dio nombre a la ciudad de Nápoles, y es el nombre de la protagonista de su último filme, que nace en pleno mar y no necesita cantar como las sirenas para seducir incluso a su hermano. Esa relación casi incestuosa, que acaba trágicamente; su interés por la antropología; y su capacidad para hacer de cada experiencia algo significativo, lírico y distante a un tiempo, son los ejes vertebrales de un personaje que hace de la opacidad su razón de ser.
“Parthenope” es el contraplano poético a la más realista “La mano de Dios”, película explícitamente autobiográfica en la que Sorrentino examinaba su infancia y juventud napolitanas. Aquí, según confesaba en “Variety”, quería evocar “su infancia perdida”, aquella que no pudo vivir, y esa relación amor-odio, con una ciudad de la que se siente cercano y a la vez de la que ha querido alejarse. Esa contradicción forma parte del personaje, sometido a un vaivén de distancias que perjudica la consistencia dramática de la película. Sorrentino, que en el peor de los casos peca de autoindulgencia, no sabe distinguir el grano de la paja, y algunos episodios de la vida de Parthenope -la aparición de un ridículo John Cheever, encarnado por Gary Oldman, o un larguísimo capítulo eclesiástico-felliniano- están metidos con calzador.
Sorrentino no parece saber lo que piensa Parthenope. ¿Qué le pasa por la cabeza? El único cineasta a concurso que se dejó la piel para que el arco dramático de su heroína termine precisamente respondiendo a esa pregunta fue el norteamericano Sean Baker, que, con “Anora”, vuelve a atreverse con una versión ‘trash’ de un cuento de hadas para demostrarnos lo mucho que quiere a sus personajes. Porque, después de todo, “Anora” no es más que el reverso realista y adrenalínico de “Pretty Woman”.
Ani (extraordinaria Mikey Madison) es una stripper que encuentra su príncipe azul donde menos se lo espera, en el club nocturno donde trabaja a destajo entre clientes borrachos de mediana edad. El príncipe tiene veintiún años, es ruso y millonario. El príncipe está solo en casa. En pocos días, el príncipe la convierte en princesa, casándose con ella en Las Vegas. Huelga decir que el azul destiñe, y que lo que ha ocurrido hasta el momento tiene que ver con la fantasía de una mujer que no ha conocido ninguna relación afectiva que no implique una transacción económica. Como ocurría en “Tangerine” o “The Florida Project”, Sean Baker es especialista en empatizar con sus personajes, en detectar su fuerza y su vulnerabilidad, sin juzgar de dónde proceden, y la película, que deriva en su epicentro hacia la comedia histérica para terminar en una secuencia absolutamente conmovedora, es la declaración de respeto de un cineasta hacia una trabajadora del sexo que descubre que el amor no se compra ni se vende, solo se regala.