Hambre, fango y balas: las trincheras olvidadas de la Guerra Civil española
El historiador Luis A. Ruiz Casero publica «Sin lustre, sin gloria», que recupera los acontecimientos olvidados de los frentes de Toledo y Guadalajara y, revela, por primera vez, el papel que jugaron los guerrilleros
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Ha permanecido en la memoria una imagen errónea de la Guerra Civil española. Un tópico que refleja una contienda de grandes batallas y líneas tranquilas, cuya serenidad interrumpían puntuales operaciones bélicas. Pero más allá de la batalla del Ebro, de Belchite o de Teruel, hubo unos frentes secundarios, aunque no de menor importancia estratégica, que desmienten esa opinión de un enfrentamiento de enclaves apacibles, y que da cuenta de la tenacidad, los rigores y el valor que desplegaron los hombres que sostuvieron esos emplazamientos. Los flancos de Madrid, que todavía subsisten en Guadalajara y Toledo, rebelan la dureza que soportaron los combatientes en estas áreas, infravaloradas en general por los estudios, pero de crucial importancia para el devenir de la conflagración. Son las llamadas «trincheras olvidadas», que han recibido escasa atención por parte de los especialistas, pero que, sin embargo, acogieron enconadas luchas y añadieron un escalón nuevo de violencia a aquel infortunado trienio. Republicanos y sublevados se jugaron mucho más de lo que se pensaba en estas tierras. Unos porque deseaban retener la capital, otros, porque tomar esas colinas suponía entrar en una urbe que se les resistía y que había cobrado un enorme relieve simbólico.
En las laderas del Vértice Sierra, que más tarde los geógrafos denominaron cota 1031, todavía pueden reconocerse parte de las estructuras defensivas que levantaron los republicanos para aguantar las arremetidas del ejército franquista. Este terreno, ahora ocupado por una tupida vegetación de encinas y matorrales, de caminos ya desdibujados por el abandono, presenció una de las batallas más duras de la zona. En este reducido espacio llegaron a caer 6.000 proyectiles de artillería, cuando en el cerro del Pingarrón, famoso por la crudeza que se vivió allí, cayeron 4.000. En la superficie resulta fácil encontrar restos y partes de la chatarra bélica de esos días. Afloran latas oxidadas, peines de balas, residuos de cajas de munición y la famosa metralla que tanto temían los milicianos y que provocaba una lluvia de proyectiles de piedra al impactar con la roca, causan inmensos estragos. «Esto no tiene nada que ver con lo que observamos en “La vaquilla”, de Luis García Berlanga, donde los soldados pueden caminar fuera de las trincheras sin sentir temor», explica Luis A. Ruiz Casero, autor de «Sin lustres, sin gloria» (Desperta Ferro), el libro que recupera ahora esta parte olvidada de la Guerra del 36 y que a la vez le ha servido para desmentir algunas ideas consolidadas, pero equivocadas.
A su alrededor asoma un paisaje duro, de colinas y repechos escarpados, con una vaguada, ahora ocupada por las aguas de un embalse que inundan parte de aquel campo de batalla. «Aquí no estuvo Hemingway», bromea el historiador, con camiseta blanca, vaqueros, botas y bandolera de tela verde colgada de uno de sus hombros. Con una mano sobre la cara para taparse del sol, explica esa geografía aislada y sin cobertura telefónica. «En aquel momento esta era una de las provincias más atrasadas de España. Aquí se sentía la paz de los valles despoblados, Pero, de repente, se llenó con 200.000 hombres. La irrupción de la modernidad llegó a esta parte de España a través de la guerra: la artillería, los aviones, los tanques. El primer contacto que muchos tuvieron con la tecnología fue con los bombardeos», aclara.
Su libro repasa las distintas ofensivas a lo largo de estos sectores, como la que sobrevino a principios de 1938. Unos meses antes, había llegado una división de la República. Soldados reclutados en Cataluña, la mayoría provenientes de ciudades. Cultivaban profesiones tradicionalmente burguesas o que apuntaban aspiraciones mayores. Venían a sustituir a la brigada alemana internacional que brindaba apoyo al Gobierno republicano y que gozaba de merecida fama por ser un cuerpo bregado y dotado de arrojo. «Los testigos dan fe de que los reclutas catalanes traían ropa de mala calidad, que apenas les aprovisionaban con alimentos y que vestían boinas y gorras. Casi ninguno tenía casco». Privados de preparación y sin un bautizo de fuego, estos soldados, sufrieron el estrés del miedo y en su primera noche, extendieron un tiroteo a lo largo de las líneas; un tiroteo inútil porque no había enemigos enfrente. «Los consideraban unos mantas», aclara Luis.
Durante las siguientes semanas, trabajaron sin cesar en levantar refugios y fortalecer las trincheras. Una labor descomunal bajo unas circunstancias espantosas. «Este lugar está cerca del triángulo geográfico Teruel, Calamocha y Molina de Aragón, donde cada año se registran las temperaturas más frías en España». Allí, cumplían con sus tareas, helados, sin apenas ropa de abrigo, con provisiones reducidas, comiendo un arroz pelado parecido a un engrudo y con el suelo de las trincheras embarrado y salpicado por el agua. «Estos frentes vivieron situaciones que muchas veces recuerdan a la Primera Guerra Mundial. De hecho, desarrollan tácticas semejantes, que se parecen mucho. En algunas áreas, la separación entre sublevados y republicanos era mínima, hasta el punto de que podían lanzarse bombas con tirachinas y los llevó a desarrollar un rifle (el «procto-disparador») que permitía disparar al enemigo sin asomar la cabeza por encima de las protecciones».
Estos soldados catalanes del Vértice Sierra, con tan pocos mimbres para resistir, protagonizaron una de esas gestas que el descuido histórico, y cierta intencionalidad, ha hecho que caiga en el olvido. Ellos resistieron la acometida que les lanzaron los nacionales. Una columna de 4.000 legionarios, distribuidos en una acción envolvente, que intentaron rendirlos. Es cierto que estas brigadas de Franco acometieron su labor mal informados y con unos mandos dispersos. Al amparo de la noche y en silencio debían alcanzar las trincheras republicanas, pero los combates no habían comenzado cuando amaneció. Con el alba, y ya al descubierto, iniciaron la operación. Dieron voz a la artillería y luego, con su habitual aplomo, atacó la infantería. Las alambradas detuvieron su avance y allí mismo quedaron 330 hombres. Los republicanos apenas tuvieron una treintena de bajas. El final de jornada se celebró, entre republicanos, con aplausos y cantos. Esos soldados bisoños habían detenido a la primera bandera de la legión.
Jornadas como estas salpican estos frentes y desmontan una teoría. «La guerra acaba en Cataluña, pero después Franco protagoniza una ofensiva espectáculo sobre Madrid, porque esta ciudad era un símbolo de la resistencia republicana. Por eso los sublevados, contra toda lógica, se empeñan en resistir en el Hospital Clínico, cuando cualquier estrategia racional dictaba retirarse». Estos frentes prueban la obsesión de Franco por tomar Madrid, en contra de los que sostiene que él había obviado su asalto. «Los mandos de Franco hablaron incluso de retirar la capitalidad de Madrid y dársela a Sevilla».
La indagación en estos frentes también ha revelado que el número de soldados desaparecidos en ambos bandos es una cifra que se debe examinar de nuevo. «Es más alta, al igual que los muertos y heridos», asegura Luis Ruiz. Él mismo ha sacado a la luz un tema orillado: los guerrilleros. «Es uno de mis hallazgos documentales. Hasta hace nada esta documentación permanecía inédita. Era del servicio de información del estado mayor republicano, que era el organizador de las guerrillas, las fuerzas que operaban tras las líneas enemigas. Guadalajara y Toledo se convirtieron en puntos neurálgicos de la guerrilla durante la Guerra Civil hasta el punto que hubo dos secuencias de operaciones que fueron verdaderas ofensivas. Una durante la batalla de Brunete y otra durante la de Teruel. Los guerrilleros eran partidas que se filtraban detrás de los sublevadas y que fueron clave en esas dos lances. Llegaron a tener Talavera de la Reina, por donde pasaba la carretera y el ferrocarril que abastecía a los sublevados de Madrid. La mantuvieron cortada durante una semana. Los guerrilleros tuvieron un desarrollo que no se imaginaba antes de que salieran a la luz estos documentos».
El historiador comenta sus cometidos: «Sobre todo saboteaban líneas de comunicación. Eran partidas que pasaban semanas dinamitando convoyes y puentes de ferrocarril, como hizo la resistencia francesa y luego los rusos con los nazis. Starinov, que mantiene Talavera, fue el padre de los Spetznaz, las fuerzas especiales soviéticas en la Segunda Guerra Mundial. Él fue uno lo de los comandantes guerrilleros más activos del frente del Este. Aquí hasta se desarrolló una tecnología vinculada al sabotaje. Un tipo de explosivo que desarrollaron los asesores soviéticos y que después se empleó en la Segunda Guerra Mundial».
UN TESTIGO LLAMADO SAINT-EXUPÉRY
En la zona, en un pueblo que en invierno apenas cifra la treintena de habitantes, Abánades, existe un improvisado, pero original Museo de la Guerra Civil española. Está constituido con cascos, camisas, obuses, armas y residuos que conservaban los vecinos en sus desvanes y sótanos (lo que incluía un amplio anaquel de granadas y bombas), pero, también con lo que se han encontrado en las trincheras que existen a su alrededor y que salpican el paisaje. Es una colección de objetos, que incluye, banderas, una camisa original de la Falange (pertenecía a un vecino) y una amplia tipología de cascos (algunos con agujeros de bala), que suponen todo un relato de la guerra fratricida que se vivió allí y de lo cruel que fue. Esto se puede corroborar en el diálogo que recoge este libro y que sirve como colofón. Lo escuchó en primera persona nada menos que Antoine Saint-Exupéry y ahora Luis Ruiz Casero lo reproduce:
-Soldado republicano: ¡Antonio!
-Una voz: ¡Es tarde, a dormir!
-Soldado republicano: ¿Por qué ideal luchas?
-Una voz: España... ¿Y tú?
-Soldado republicano: ¡El pan para nuestros hermanos!
-Una voz: ¡Buenas noches, amigo!
-Soldado republicano: ¡Buenas noches, amigo!.