Pelayo, Covadonga y el germen de la resistencia
Tras la desastrosa derrota visigoda en Guadalete, el avance musulmán por la Península fue imparable. Sin embargo, la batalla de Covadonga, de la que se cumplen 1300 años, sembró la semilla de la resistencia cristiana
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Dicen que el cadáver del rey visigodo don Rodrigo nunca fue hallado, tan solo su caballo, cubierto de joyas y atrapado en el fango del campo de batalla de Guadalete. Allí pereció la flor y nata del ejército visigodo y, a los pocos años y tras algunos enfrentamientos más, la práctica totalidad de la Península estaba en manos de los invasores venidos del norte de África. Derrotados y perseguidos –a decir de la crónica de Alfonso III– los godos «sucumbieron, unos al filo de la espada y otros a los impulsos del hambre».
Sin embargo, tanto las crónicas árabes como cristianas refieren que, al poco de culminarse la conquista islámica de la Península, estalló una revuelta en las montañas del norte. En Gijón se había establecido la sede de Munuza, gobernador musulmán la Asturia transmontana, y fue esta la autoridad la que sería contestada. La rebelión debió de producirse en torno al año 718, o poco después. En efecto, las crónicas musulmanas refieren que uno de los valíes (gobernadores musulmanes de al-Ándalus) llamado Anbasa (721-725), duplicó el monto de los impuestos que debían pagar los cristianos, lo que provocó que estos se sublevaran en varias zonas peninsulares. Las crónicas mencionan al líder de esta revuelta en Asturias, Pelayo, de quien una fuente cristiana dice que antes había sido «espatario» (jefe de la guardia palatina) de los reyes godos Witiza y Rodrigo, mientras que otra fuente afirma que tenía «estirpe regia», es decir, estaba emparentado con los reyes visigodos.
Son noticias poco creíbles pero, sea como fuere, parece claro que no debía ser un recién llegado a la zona, ya que un anónimo autor andalusí del siglo X señala que, con ocasión de la conquista islámica, Pelayo había sido conducido desde Asturias hasta Córdoba en calidad de rehén para asegurar la sumisión de su pueblo. Es decir, que Pelayo no era un noble de la corte visigoda de Toledo que, por efecto de la guerra, se había obligado a buscar refugio en Asturias sino más probablemente un potentado local, enraizado con la aristocracia de la Asturias visigoda. Solo de ese modo se explicaría que los musulmanes lo emplearan para garantizar la sumisión de los astures, donde él y su familia gozarían de notable influencia. Ello no impide que entre sus allegados se hallaran nobles visigodos llegados desde el sur huyendo de los invasores.
Según las crónicas, Pelayo logró escapar de su cautiverio cordobés y regresó al norte. Los musulmanes enviaron un contingente para apresarlo, pero sin éxito. Pelayo reunió a todos cuantos le fue posible, fue elegido príncipe y se alzó en armas contra Munuza.
Un ejército andalusí, liderado por Alqama, viajó desde Córdoba para sofocar el levantamiento. El encuentro entre ambos ejércitos se produjo en la sierra de Covadonga, en las proximidades de la cueva-santuario que la tradición reconoce como escenario del enfrentamiento. Y es que, según esta misma, los pelagianos se refugiaron en la gruta, mientras que los musulmanes se limitaron a lanzar proyectiles que «milagrosamente» rebotaban y provocaban bajas entre los suyos. Casi con toda probabilidad se trata de una mitificación de una batalla que, en realidad, se produjera en el valle, próximo a la cueva pero no en la propia cueva. La referencia a los proyectiles se explica por el gran protagonismo que tenía por entonces el fundíbalo, una suerte de honda unida a un vástago de madera que incrementaba el alcance del disparo. En efecto, no era extraño que los proyectiles así lanzados acabasen causando más bajas entre los propios que entre los ajenos, como sabemos que sucedió cuando durante la batalla del río Frígido, a finales del siglo IV, cambió la dirección del viento.
Fuera por el viento o por intercesión divina, lo cierto es que el contingente musulmán fue derrotado y la rebelión de Pelayo pudo prosperar, lo que permitió la aparición y supervivencia de un Estado independiente y refractario de Córdoba que, con los años y tras innumerables peripecias, acabaría plantando el germen del reino de Asturias. De este modo, un hecho en apariencia irrelevante, como fue la derrota de un pequeño contingente musulmán en la batalla de Covadonga, acabaría teniendo una extraordinaria repercusión en la historia peninsular.
- «Don Pelayo y Covadonga» (Desperta Ferro Antigua y Medieval, n.º 69), 68 páginas, 7 euros.