Independencia y patriotismo en la legendaria resistencia de Numancia
Incluso para los romanos, la población celtíbera adquirió dimensiones legendarias por sus quince meses de resistencia, como transmitieron escritores como Plinio
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«No llevarán romanos la victoria / de la fuerte Numancia ni ella menos / tendrá del enemigo triunfo o gloria, / amigos y enemigos siendo buenos. / No entiendas que de paz habrá memoria, / que rabia alberga en sus contrarios senos; / el amigo cuchillo el homicida / de Numancia será, y será su vida». Así glosa Cervantes en su tragedia «El cerco de Numancia» (1585) la resistencia ideal de los pueblos de la península a Roma, convirtiendo a la ciudad celtíbera en un símbolo perdurable de independencia y patriotismo en la España de los Austrias. Se transformaba el horaciano «Dulce et decorum est pro patria mori» en una evocación épica de este emblemático episodio de la historia de la conquista romana de Hispania. En ese sentido, los pueblos prerromanos dieron carta de naturaleza, desde su reutilización medieval y moderna, a una suerte de mitología nacional.
Hubo una serie de etnias históricas siempre destacadas por su indómito carácter, desde los lusitanos a los cántabros o astures. Hubo personajes, como los citados Viriatoe e Indíbil y Mandonio. Y hubo lugares excepcionales como Numancia, la fortaleza casi inexpugnable de los arévacos. El camino hacia la dominación del interior celta de Hispania y la apertura del norte pasaba de forma ineludible por el control de los pasos de la meseta y sus fronteras naturales, valles y montañas. Fue a mediados del siglo II a.C. Cuando Roma fue consciente de la necesidad de someter esta plaza fuerte, cuando dio refugio a unos fugitivos de Roma, los segedenses. Sus tropas, unidas a las de nula cía, infligieron una severa derrota a las tropas romanas de F. Nobilior. Desde entonces, Roma pugnó por conquistar la ciudad y durante casi veinte los celtíberos se salían con la suya y lograban burlar, merced a su conocimiento del terreno, a los romanos, muy superiores en número y técnica.
Finalmente, el Senado encargó la misión al gran estratega Publio Cornelio Escipión Emiliano, llamado Africano Minor. Era nieto del famoso Escipión Africano que fue vencedor de Cartago en la Segunda Guerra Púnica. El joven Escipión, conocido en su época por haber acabado con ella Cartago en el año 146 a. C., a la vez que Roma se enseñoreaba de Corinto, viajó a Hispania con tropas voluntarias y mercenarias y organizó una campaña dura para vencer a los duros hispanos, como refieren Apiano o Plutarco en su relato. El legendario asedio comenzó en 134 a.C., pues no se dio oportunidad a los hispanos a plantar batalla. Antes, al contrario, Escipión descartó dar posibilidad alguna a los numantinos de plantear combate en abierto y asumió una técnica poliorcética para sitiar al enemigo hasta que se rindiera por hambre, sed y agotamiento. Devastó las tierras de los vacceos, que suministraban víveres a Numancia, con una política de tierra quemada, y sometió a la ciudad a un sitio implacable, con un muro de 9 kilómetros, un sistema de fosos y todo tipo de máquinas de asedio, que gestionaba una tropa total de más de 60.000 hombres, entre romanos y mercenarios tanto locales como extranjeros, incluidos los elefantes aportados por Yugurta. De ellos, un tercio vigilaba el muro, que estaba sólidamente edificado en piedra, y respondía a los intentos de los numantinos sitiados, que no llegaban a 2.500 hombres. La ciudad estaba condenada y aun así sus defensores resistieron quince meses de feroz asedio: en el tórrido verano del 133 a.C., finalmente, cayó Numancia, pero sus habitantes prefirieron morir por su propia mano que rendirse e incendiaron la ciudad. Los supervivientes fueron esclavizados por Escipión, que llevó a algunos de ellos para celebrar el triunfo que le correspondía por una tan anhelada pieza.
Para los propios romanos, Numancia había adquirido dimensiones legendarias, como transmiten escritores como Plinio. Los pueblos prerromanos de Hispania, que oscilaban entre el mito del buen salvaje, con su fidelidad legendaria al líder, y las historias sobre las traiciones y deserciones a los caudillos celtas e íberos, impresionaron hondamente a los romanos, mucho antes de idealizar, en tiempos de Tácito, a los germanos. El mito de la irreductible y misteriosa España antigua, entre su consideración de paso al más allá y sus pueblos aislados e indómitos, estaba servido para la posteridad.