¿Acaso la filosofía griega viene de la India?
Las coincidencias culturales y de pensamiento entre ambas tradiciones son grandes e invitan a pensar a que las ideas fluyeron antes de lo que pensábamos
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¿Estuvo alguna vez Pitágoras entre los brahmanes? ¿Aprendió Platón las doctrinas de la reencarnación en un legado que remonta a la India? ¿Por qué hay tan significativa coincidencia entre las obras clave del pensamiento sapiencial que se compuso en griego, védico y sánscrito? Entre el mundo de los Vedas y el hinduismo a los fundamentos de la filosofía llamada presocrática parece haber una línea tenue y enigmática pero inconfundible que sigue provocando un encendido debate entre los filólogos y estudiosos de la historia de la filosofía antigua y de las religiones. No acaban de ponerse de acuerdo sobre la relación entre los dos grandes pueblos de la antigüedad que perfilaron el pensamiento más original e innovador de la era axial, utilizando una idea del filósofo Karl Jaspers. Parece que, en el primer milenio antes de Cristo, se desarrolla una misma línea de pensamiento entre los paralelos 20 y 40 del hemisferio Norte en dos regiones clave, el mundo griego (entre Grecia y Magna Grecia, es decir, el sur de la actual Italia) y la India, con estribaciones también más allá, en China. Aparentemente no hay conexión posible, pero en ellas se busca, a través de la reflexión, que el hombre abandone sus limitaciones, su propio yo, y proyecte su anhelo de trascendencia. Además, es el momento en que los filósofos aparecen en la escena pública en estos lugares
No hay que subestimar esta revolución filosófica, parangonable a la revolución cognitiva del sapiens en África y Asia o a la revolución neolítica y agrícola, que también se da en varias regiones del mundo a la vez. La reflexión y la meditación grecoindia (y china, en su medida) provocan un gran salto adelante en la historia de la humanidad. Por primera vez se producen conceptos abstractos, desde la agrimensura, la moneda, las nociones más básicas de la geometría o la legislación armónica y distributiva, hasta las ideas teológico-filosóficas de que el cosmos está regido por las proporciones matemático-musicales, la búsqueda del ser trascendente –de Pitágoras y Parménides a los Vedas y la Bhagavad Gita (y más allá, el I Ching o el Tao Te Ching)–, y, por encima de todo, la idea del alma y la perspectiva ética del más allá como guía para un comportamiento mejor en este mundo en espera de una recompensa en el venidero.
Todos estos puntos ponen en contacto con preferencia a Grecia y la India. Por supuesto que, ya desde comienzos del siglo XIX, se acreditó el cercano parentesco de los pueblos llamados indoeuropeos. El auge de la comparatística, desde la conquista británica de la India, abre la vía a que lingüistas, expertos en mito y religiones comparadas, folklore y fábulas establecieran más allá de toda duda el origen común de la gran familia indoeuropea. De ella se desgajó una rama oriental, indoirania, y otra occidental cuyo esqueje griego fue en la antigüedad el más productivo: dos expresiones de ese árbol común que produjeron en épocas remotas mitologías y sociedades en cierto modo paralelas...
Pero, ¿y la citada revolución intelectual? ¿Poligénesis o filiación? ¿Contactos en la propia era axial? Esto quedó pendiente de evidenciar en el XIX, como meros apuntes histórico-culturales, aunque era verosímil pensar en un origen común debe haber otras causas. Los expertos están divididos: un libro de Richard Seaford (“The Origins of Philosophy in Ancient Greece and Ancient India”), por ejemplo, rechaza pruebas de ningún antes de la época de Alejandro Magno (s.IV a.C.) y su célebre expedición. Desde entonces se establecerán las monarquías helenísticas y sus sucesores en los reinos greco-bactrianos e indogriegos, hasta el cambio de era. Esto, como estudia otro estupendo libro (“Oriente y Occidente en la antigüedad clásica”, de Juan Pablo Sánchez, en Síntesis), sienta las bases de la relación más profunda, llegando incluso a China. Al mundo romano llegarán sus productos a través de la llamada “ruta de la seda”. Se puede, de hecho, estudiar la historia del mundo a través de este corredor, como hace el historiador Peter Frankopan en su libro “El corazón del mundo” (Crítica), destacando la importancia de esta zona y del triángulo privilegiado entre la región sirio-palestina y el sur de Anatolia. Por allí, además de mercancías, transitan todo tipo de ideas revolucionarias.
Pero otros historiadores prefieren sondear raíces más antiguas que tienen que ver con el papel mediador del Imperio Persa Aqueménida, de lengua irania y religión indoeuropea, el dualismo zoroastriano. Es verosímil pensar en su mediación en la época autoral del pensamiento griego, los siglos VII y VI a.C., como gran catalizador entre Oriente y Occidente, India y Grecia. Atravesaba el Imperio persa una gran calzada real que unía sus capitales desde Oriente a Occidente, siguiendo a grandes rasgos una antigua ruta: si no la recorrió Pitágoras, como quiere su leyenda, sí por cierto las ideas que le inspiraron. Era esta sin duda una gran autopista de la información: a partir de la época de Cambises unirá las inmediaciones de la India con el Mar Egeo y con Egipto. Además del comercio, el intercambio de ideas une el oriente indo-iranio con ese “corazón del mundo”, y todo desemboca, no por casualidad, en Mileto, no lejos del fin de la calzada real persa en Sardis. Por allí transitan las ideas acerca del alma, la reencarnación, el número, la proporción geométrica, la música de las esferas y demás argumentos comunes a Grecia e India en pos de la superación de la aparente multiplicidad de fenómenos y hacia el logos común y más allá del yo individual.
La cuestión es que en el mundo antiguo no hay que contar con los límites geográficos entre regiones que tenemos interiorizados hoy: hubo relación de los continentes y las culturas. Si Bering, Gibraltar, o el salto entre Indochina y Oceanía no fueron barreras infranqueables para la expansión revolucionaria del sapiens y de todas sus culturas, cultivos y mitologías –la humanidad parece una sinfonía común con diversos instrumentos, como quería Campbell– ¿cómo no van a estar en contacto la civilización griega y la antigua cultura india pese a estrechos, cadenas montañosas o desiertos? Por eso, la pregunta de si existió una ruta de la seda antes de la ruta de la seda es muy relevante.
Algunos especialistas en Grecia e India antiguas lo están trabajando. Pienso en el trabajo de Peter Kingsley y sus novedosas aproximaciones a la filosofía antigua de Empédocles o Pitágoras. En su último libro, el excelente ensayo titulado “Realidad” (Atalanta) muestra el viaje que desemboca en la Elea de Parménides a fines del siglo VI a. C. pero que bien podría incluir también a Heráclito, que para nada es opuesto al de Elea en su integración de una razón unitaria y más allá de la conciencia aparente, en su afán de despertarnos de lo que consideramos vigilia hacia una nueva realidad más allá de los sentidos. Se puede leer su libro en paralelo al de William K. Mahony, “El universo como una obra de arte” (Atalanta) como esa sinfonía o ritmo existencial que une la “rtra” de los antiguos Vedas con la “harmonia kosmou” pitagórica y la meditación advaita o no dual con el ser parmenideo.
El milagro griego tiene profundas raíces asiáticas, como estudiaron Burkert o West, pero más allá de Anatolia nos lleva a la antigua India. Los textos védicos, el Mahabharata, pero sobre todo la Bhagavad Gita, son obras de referencia de la filosofía India, como un viaje más allá de lo aparente. La “Bhagavad Gita”, canto del héroe filosófico en un carro guiado por la divinidad –a la manera de Parménides– es el libro clave sagrado para el hinduismo. Hoy tenemos la suerte de contar en castellano con varias ediciones y comentarios magníficos: la de Fernando Tola, espléndidamente ilustrada con imágenes del arte indio (Errata Naturae) y la de Juan Arnau, experto en sánscrito y filosofía India (Atalanta). Precisamente Arnau es el que más ha hecho entre nosotros por difundir el pensamiento indio en relación con Grecia en libros como el indispensable “En la mente del mundo” (Galaxia Gutenberg). Basta recordar en la Gita cuando Krishna aconseja a Arjuna, justo antes de entrar en combate, la ética sapiencial del héroe que busca la realidad más allá del yo.
Grecia y la India suenan a un mismo ritmo vital y filosófico, a la música del logos. Y seguramente es el mundo persa el mediador por excelencia de este fundamental paralelismo. Posiblemente lo mejor que podemos hacer en la vida es leer ambas filosofías a la par: la Bhagavad Gita en paralelo a los “Fragmentos Presocráticos”, en reciente edición de Alberto Bernabé (Abada), que apunta siempre apasionantes materiales para una comparación con la India: el Atman o Brahman detrás de las archai de los milesios. En suma, el enigma de Grecia y la India sigue irresoluble, pero alimenta espiritualmente nuestro mundo y extiende sus revolucionarias concepciones a uno y otro lado del orbe, en un viaje tan apasionante como el del héroe de Parménides y la Gita, a caballo y guiado por la divinidad mediadora, para entender la relación entre materia y conciencia.