Arqueología y epigrafía: un asesinato en la piedra
En el estudio de la antigüedad brilla con luz propia la epigrafía, ciencia que analiza inscripciones que aportan información de todo tipo: desde lo más íntimo a lo oficial e institucional
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Aunque la escritura surgió como una herramienta que facilitaba la contabilidad, progresivamente superó este modesto origen para convertirse en una vía de transmisión de información tan fabulosa que, por supuesto, mereció ser explicada como una creación divina. De este modo, mientras Nisaba fue la diosa sumeria de la escritora, el egipcio Thot creó las medu-netjer o «palabras divinas», traducidas por los griegos como jeroglíficos o grabados sagrados. Su desarrollo marca tradicionalmente el origen de la Historia y constituye su fuente por excelencia aunque, obviamente, no es la única, apareciendo reflejada en diversos formatos. En este sentido, para el estudio de la antigüedad brilla con luz propia la epigrafía, la ciencia que estudia las inscripciones. Un tipo de evidencia tan proteica como diversa, pues proporciona una información que va desde lo oficial e institucional a lo más íntimo, desde lo propagandístico hasta lo personal e incluso banal. En resumen, ofrece una enorme cantidad de información que, en muchísimos casos, no tiene su reflejo en otras fuentes. En España existe una rica tradición de epigrafistas y de proyectos de investigación como el excelente Archivo Epigráfico de España (Universidad Complutense de Madrid) que, creado en 1986 por el tristemente desaparecido Julio Mangas, se trata de un utilísimo proyecto interdisciplinar que centraliza y organiza la riquísima información epigráfica paleohispánica, griega y romana de la Península.
En su último boletín, José Manuel Abascal, catedrático de la Universidad de Alicante, presenta una inscripción romana del siglo I d.C. encontrada en los años noventa en Chillón (Ciudad Real), territorio de la ciudad romana de Sisapo, y que se había traspapelado en los almacenes del Museo de Ciudad Real. Se trata de una pieza realizada en piedra basáltica, tan dura e irregular que le debió ser muy difícil al artesano encargado de trabajarla dejar por escrito el contenido de este triste epígrafe. Y si digo triste es por su tipología, pues es una estela funeraria y, de otro lado, por la causa de la muerte reflejada. Así, indica que Victoria, una liberta de un tal Octavio, es decir, una antigua esclava manumitida o liberada por esta persona que era su patrón, fue asesinada a los sesenta años. Aparte de la tradicional petición a la tierra para que le fuera leve, no hay ninguna otra información. Aunque a veces parcas en información, las inscripciones funerarias romanas son una valiosa fuente para el conocimiento de la vida cotidiana y de las personas. De este modo, nos pueden informar sobre la edad, familiares, origen, profesión, estatus jurídico o, como en este caso, sobre la causa de la muerte: asesinada. El mundo romano era violento y no escasean los testimonios sobre peligros en la mar y en tierra, de bandidos, piratas y todo tipo de criminales. De hecho, Sisapo, que pertenecía a la provincia de la Bética, no está lejos de una Sierra Morena célebre por la amenaza de los bandidos.
Pero quizá su fallecimiento tuviera lugar en otras circunstancias y su asesino procediera de su círculo más íntimo. El maltrato y la sumisión a la mujer están bien documentados en Roma y, desde luego, no sería la única evidencia de parricidio. Tanto en las fuentes escritas como, en particular, en el derecho y, por supuesto en la epigrafía, disponemos de abundante información sobre violencia de género, como lo reflejan los estudios, por ejemplo, de Pilar Pavón y Marta González Herrero. Así, para una época posterior conocemos los conmovedores epígrafes de la gala Julia Mayana, matada por su «muy cruel marido» después de 28 años de matrimonio y dos hijos, uno de los cuales fue el encargado de erigir la lápida junto con la hermana de la víctima, o el de la romana Prima Florencia, que, con apenas 16, fue arrojada al Tíber por su marido Orfeo, como narraron con dolor sus padres. La ley romana tampoco callaba. Conforme la republicana Lex Pompeia de Parricidiis, se le daba al asesino la opción de un exilio voluntario que, en época imperial, fue sustituido por la deportación, fundamentalmente a una isla, y la privación de sus bienes.
A partir del siglo II este castigo continuó siendo aplicado para los honestiores, la capa más elevada de la sociedad romana, mientras que los humiliores eran castigados con la muerte, ya fuese devorado por las fieras o mediante la crucifixión, siempre y cuando no se valieran del eximente de adulterio que, dependiendo del estatus social del culpable, era penado con el exilio temporal o la deportación perpetua. Lo cierto es que desconocemos el destino de los asesinos de Victoria, Julia y Prima, pero, afortunadamente, contamos con un breve retazo, aunque triste, de sus existencias. Y eso es lo más importante para no olvidarlas.