Opinión

La Grecia clásica, esa antigualla

Acrópolis de Atenas
Acrópolis de AtenasLa Razón

La OMS designa con las letras del alfabeto griego las variantes del coronavirus según estas van apareciendo: alfa, beta, gamma, delta…, y así hasta la última, ómicron. Se saltaron, para evitar susceptibilidades, un par de ellas, la nu, por su parecido fonético con el término inglés new, y la xi, por ser un apellido muy común en China (aunque el sentir popular de las redes sociales apunta a que se ha hecho porque coincide con el nombre del máximo dignatario chino, Xi Jinping), y la OMS no quiere meterse en líos ni señalar a nadie como se hizo con la famosa gripe del siglo pasado, que la llamaron española sin que este fuera su origen, solo porque fue en España donde primero se habló de ella.

Que aún hoy se siga utilizando el griego clásico, que tuvo su apogeo hace más de veinticinco siglos, para referirse al virus que no cesa es más que una simple anécdota y debería hacer reflexionar a más de uno. Porque el griego antiguo, la lengua de los dioses del Olimpo, está presente sin que nos demos cuenta en todos los campos del saber, y son innumerables los conceptos y realidades que, directamente o a través de latín, provienen de esa fuente. En la medicina en particular, donde raro es el término que no tenga ascendencia helena (oftalmología, pediatra, endoscopia…) y todavía hoy se acude a esa lengua para bautizar los nuevos descubrimientos, en el vocabulario científico y técnico (cronómetro, teléfono, microscopio), y en general en todos los ámbitos de la vida: bodega, escuela, iglesia, coro, atleta, estadio, idea, fantasía… Y son también de origen griego los términos con que se nombran las diferentes disciplinas: matemáticas, geografía, filosofía, música, poesía…

En la Grecia clásica, que es la cuna de nuestra civilización, están las raíces de nuestra cultura. El poeta más famoso de todos los tiempos lleva nombre griego, Homero, y suyas son dos de las obras más leídas y conocidas en todo el mundo, la Ilíada y la Odisea. Los dos filósofos más importantes de toda la historia y que siguen siendo hoy la referencia inexcusable, Platón y Aristóteles, fueron griegos. El teatro nació en Grecia, y griegas son asimismo algunas palabras asociadas desde entonces a ese arte, como escena, tragedia y comedia. El juramento de Hipócrates (“No llevar otro propósito que el bien y la salud de los enfermos”) continúa siendo la base de la ética médica, Heródoto dio los primeros pasos en la historia, Arquímedes y Pitágoras sentaron los principios de las matemáticas, y otro tanto ocurrió en otras muchas actividades materiales y del espíritu.

Pues bien, resulta que ahora a esos pedagogos (otra palabra de origen griego, pero no lo deben de saber) de despacho que, creyéndose ungidos por algún espíritu –laico y progresista–, pretenden traer la buena nueva y redimir de la ignorancia a las nuevas generaciones, no se les ha ocurrido otra cosa que suprimir del currículo de la secundaria y el bachillerato el estudio del griego, porque eso es de hecho lo que significa al quedar arrinconado como asignatura optativa. Y la misma o parecida amenaza pende sobre el latín, la filosofía, la historia, la literatura y en general sobre todas las materias de humanidades, es decir, de las que antes se llamaban letras y que se ocupan más bien de las ideas y el pensamiento, de la cultura y el arte, del ser humano y de las ciencias del espíritu, en suma. O sea, de las que no tienen aplicaciones prácticas ni puede esperarse de ellas un rendimiento económico inmediato.

Parecía al principio una idea de malpensados, pero los hechos lo confirman cada día: los que mandan –y los que deciden en la sombra– quieren súbditos sumisos e ignorantes y no ciudadanos críticos y formados.