Camino a lo desconocido: las deportaciones de la paz greco-turca
Más de un millón y medio de personas sufrieron las consecuencias de la Convención para el Intercambio de las Poblaciones Griega y Turca, que se firmó en Lausana el 30 de enero de 1923. En el camino padecieron miserias, abusos y privaciones
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El 9 de septiembre de 1922, el Ejército nacionalista de Mustafá Kemal, quien en el futuro sería conocido como Atatürk, el padre de los turcos, por esta victoria y por la creación de la actual República de Turquía, entró victorioso en Esmirna. Aquel momento glorioso iba a simbolizar el fin de una larga guerra contra Grecia, iniciada en mayo de 1919 y en la que los turcos habían estado a punto de perder buena parte de Anatolia del mismo modo en que el Imperio otomano había perdido muchas de sus posesiones previas a la Primera Guerra Mundial, pero el drama no había terminado.
Mientras el destino de Turquía pendía de un hilo, los civiles, ya fueran turcos, griegos, armenios o de cualquier otra etnia, habían sufrido la crueldad de la guerra, sin embargo, sus miserias no terminaron junto con la contienda. En la propia Esmirna, el 13 de septiembre estalló un gran incendio que obligó a la mayor parte de su población griega y armenia a refugiarse en los muelles donde, amontonados entre una pared de llamas y el oscuro mar Egeo, fueron atacados y masacrados por civiles y militares turcos. Los testimonios hablan de montones de cadáveres, de jóvenes arrancadas a sus familias, y de un adusto almirante británico, al mando de la flota aliada de observación anclada en el puerto, que tardó horas en decidir que aquella gente tenía que ser rescatada.
Aquellos lodos no eran más que el resultado de los polvos de una larga serie de guerras que habían empezado décadas antes, durante el proceso de independencia y expansión de Grecia a costa del Imperio otomano. Es innegable que el momento de gloria de algunos es muy a menudo la hora del desastre para otros. El 26 de octubre de 1912, día de San Demetrio, los ejércitos del Reino de Grecia entraban en Salónica, la deseada ciudad que se convertiría en su capital del norte y que hoy es una de las más importante del país. El precio, familias musulmanas que llevaban décadas allí y en todos los territorios balcánicos conquistados a los otomanos ese mismo año, expulsadas de sus hogares, de las tierras que los habían visto nacer y en las que yacían sus antepasados.
El exilio de los ciudadanos musulmanes de los territorios anexionados por Grecia en 1912 y 1913 plantó la semilla de lo que iba a suceder en 1923 tras la Guerra Greco-Turca; y sin duda las bienintencionadas declaraciones del presidente estadounidense Woodrow Wilson en sus catorce puntos de enero de 1918 dieron el empujón definitivo a la tragedia. La idea general era que todas las nacionalidades pudieran vivir en paz y seguridad, a ser posible en un Estado propio. En el caso que nos ocupa, el punto doce indicaba que «se asegurará la soberanía de la parte turca del Imperio otomano, pero las demás nacionalidades que actualmente se hallan bajo dominio otomano tendrán garantizada una vida segura y la oportunidad sin trabas de desarrollar su autonomía […]». En estas condiciones, los más de un millón de griegos ortodoxos que aún residían en los territorios de la nueva Turquía debían tener la oportunidad de desarrollar su autonomía y eso era un problema pues el nuevo Estado se basaba en el nacionalismo, en este caso el turco. La solución fue un intercambio de población. Los helenos marcharían a Grecia mientras que los musulmanes que quedaban en Tracia serían enviados a Asia Menor. El resultado de este reasentamiento forzoso, que superó el millón y medio de personas, fue, una vez más, la miseria, los abusos y las privaciones. Miles de ellos morirían en trayecto, en largas columnas que cien años después siguen sin ser ajenas a las noticias diarias.
La acogida de aquellas personas también fue dispar. Cómo atender a aquellos ortodoxos que hablaban turco o a los musulmanes grecoparlantes supuso un desafío tanto para la naciente República de Turquía como para el derrotado Reino de Grecia. En Anatolia la dinámica fue dispersarlos para que nunca llegaran a convertirse en una fuerza cohesionada que pudiera influir en política, lo que aumentó el aislamiento de aquellas familias que no solo se vieron privadas de sus espacios públicos habituales sino también de sus vecinos y de sus amistades, y acabaron por tener que reconstruir sus vidas sin ninguna ayuda y aislados en comunidades que les eran extrañas.
En Grecia la situación fue diferente pues se procuró reasentar en el mismo lugar a aquellos que habían vivido juntos, incluso construyendo localidades nuevas a las que llamaron igual que sus abandonados pueblos anatolios. En contrapartida iban a convertirse en una importante fuerza política, capaz de decantar las elecciones durante toda la duración de la Segunda República helena. En ambos casos fueron víctimas de la ambición y del conflicto, de nacionalismos extremos y de la definición del otro como enemigo.
- Desperta Ferro Contemporánea n.º 60: La Guerra Greco-Turca 1919-1922. 68 pp. 7,5€