historia
Cuando un militar español se vengó del embajador marroquí con un bofetón
El general Fuentes vengó la muerte del gobernador de Melilla Juan García Margallo por las fuerzas marroquíes con un sonoro sopapo en la cara del embajador de ese país
El café en el hotel Rusia era una porquería. Eso pensó el general Fuentes, que aguardaba sentado en el restaurante de aquel establecimiento. Llevaba una hora allí. No dejaba de pensar en los compatriotas asesinados en Melilla en octubre de 1893, dos años antes. Los moros de las cabilas habían descendido del monte por sorpresa y atacado cobardemente a la población. Y cuando el gobernador de la ciudad, el general Margallo, salió a defender a sus habitantes recibió un tiro en la cabeza. «La culpa –pensó Fuentes– es del sultán de Marruecos, un sátrapa esclavista y sanguinario que ha lanzado a sus bereberes contra España, y de este Gobierno liberal de Sagasta, tan pusilánime».
El general Fuentes no estaba por casualidad en el hotel Rusia. Sabía que en la mejor suite se alojaba Sidi Brisha, el embajador marroquí, recién llegado a Madrid para presentar sus credenciales a la reina María Cristina, la Regente. El militar ardía por dentro. Tenía que vengar a tantos buenos españoles caídos en tierras africanas. Su odio se mezcló con la algarabía exterior. A las afueras del hotel había muchos curiosos. Aquello era un espectáculo. La muchedumbre vio llegar las carrozas de la Real Casa como si fuera un cuento de Andersen, con la estela dorada flotando a su paso y los caballos engalanados con penachos rojos. En ese momento bajó de la planta principal la comitiva del enviado marroquí. «¿Quién es el embajador?», preguntó Fuentes al camarero. «Aquel –dijo señalando con la cabeza–, el de la barba blanca». El militar dio un salto y se plantó delante de Sidi Brisha, un hombre menudo, enjuto, de apariencia delicada, que se quedó pasmado. Fuentes le agarró por el hombro y dijo: «¡Di a tu amo que no se olvide de Margallo!», para a continuación cruzarle la cara como un tiza rasga una pizarra. La palmada facial hizo que las palomas tomaran altura y que se despertara una señora del cuarto izquierda. Los guardias atraparon al agresor, que no se resistió y salió de allí con una sonrisa siniestra.
Sidi Brisha fue atendido por Zarco del Valle, introductor de embajadores, y por el intérprete, que no recordó en ese momento cómo se decía en árabe «¡tremendo soplamocos!». El camarero apareció con una toalla húmeda para aliviar el dolor. Lo había visto en un combate de boxeo, o como alguno lo llamaba, «la esgrima de los puños». El marroquí farfulló algo que el intérprete tradujo por «Venga, va, tirando al Palacio Real, que es gerundio». «¿Quién es Gerundio?», preguntó el caballerizo. «Yo qué sé, Participio», contestó su compadre ajustándose la librea.
El camino al Palacio fue tranquilo, aunque los adoquines proporcionaron un traqueteo que acabó por marear al embajador. Nauseabundo, vamos, con náuseas, subió hasta el Salón de Columnas. Una vez allí se detuvo. «No quiero pasar», soltó en árabe (hacemos la traducción simultánea para ahorrar al lector el subtitulado). «Pero, excelencia –dijo uno que estaba allí–, la Reina le espera». «¿Y si María Cristina me da otro bofetón?», preguntó Sidi Brisha abriendo los ojos como dos huevos duros de corral gallináceo. El doctor Felipe Ovilo, ayudante de Martínez Campos, que había sido embajador en Tánger en 1894, tomó del brazo al legado marroquí, que se estremeció pensando lo peor. «Medita mucho las consecuencias de tu negativa –dijo Ovilo apoyando su dedo índice en el pecho del comisionado–. Si no entrás será un insulto a España, y yo iré a Fez, veré a tu amo y le diré que tú eres responsable de la afrenta». En ese momento apareció Martínez Campos con fajín y espadón. Susurró algo al oído del marroquí, que accedió a entrar alertando de que su emoción podría impedirle leer el discurso que señalaba la calurosa acogida.
La comitiva entró en el Salón del Trono. Al fondo, la Reina miraba de forma inexpresiva. Era fría, escueta y moralizante. No quería a su alrededor a nadie que no tuviera una vida ejemplar, tan edificante que se pudiera levantar sobre ella una urbanización residencial. La gente la llamaba «Doña Virtudes». Ella lo sabía y le complacía. Así tenía que ser. Por eso sus damas de la corte parecían un anuncio de castidad. Sidi Brisha, henchido de congoja, entregó el discurso al intérprete, que leyó el papel como un boticario descifra una receta médica.
Terminado el protocolo, María Cristina y sus damas, cada una más mohína y escuálida, se acercaron al embajador. «Lamento la agresión. Ese golpe lo he recibido yo en mi corazón», expresó la Regente. Apareció Sagasta acompañado de su flequillo. «Es un loco», sentenció. «Quiero volver al hotel, por favor», pidió el embajador. Allí llegó y se encontró con un miembro de su séquito, que preguntó «¿Qué tal en Palacio?», a lo que Sidi Brisha respondió: «Bien, pero el harén es flojito».