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Historia

¿Por qué el 40% del mundo habla alguna lengua indoeuropea?

James Patrick Mallory recoge en un ensayo ("Indoeuropeos. La revolución científica que está reescribiendo su historia") sus 50 años de investigación sobre un tema que ha ocupado a durante dos siglos a generaciones de lingüistas, arqueólogos, historiadores, antropólogos y genetistas

El carro solar de Trundholm es un artefacto de la Edad de Bronce nórdica descubierto en Dinamarca
El carro solar de Trundholm es un artefacto de la Edad de Bronce nórdica descubierto en DinamarcaArchivo

El nuevo libro de James Patrick Mallory, «Indoeuropeos. La revolución científica que está reescribiendo su historia» (traducción de Diego Suárez Martínez) representa una de las síntesis más ambiciosas de las últimas décadas sobre un tema que ha fascinado, dividido y confundido a generaciones enteras de lingüistas, arqueólogos, historiadores, antropólogos y, desde hace unos años, también genetistas. La pregunta –de dónde vinieron los pueblos que hablaban la lengua reconstruida como protoindoeuropeo y cómo lograron extender sus descendientes por un territorio que va desde Irlanda hasta el norte de la India– sigue sin una respuesta definitiva, pero el avance vertiginoso de las técnicas de secuenciación genética y de interpretación arqueológica ha obligado a reformular muchas de las ideas clásicas.

Mallory, con más de cincuenta años de trayectoria académica, aborda esta revolución desde una postura clara: integración de disciplinas, claridad en la exposición y escepticismo ante cualquier «solución» que ignore la complejidad real del problema. Su obra, fruto de años de investigación y reflexión, es una llamada a la cautela científica, pero también una guía para entender qué sabemos hoy, qué hemos descartado y qué preguntas siguen abiertas.

El término «indoeuropeo» se usa para referirse tanto a una familia de lenguas –la más hablada del mundo en términos de extensión geográfica y número de hablantes– como al hipotético pueblo que la originó. Su existencia no está atestiguada directamente por ninguna fuente escrita ni evidencia arqueológica que permita identificarlos con un nombre propio. Se trata de una construcción histórica y lingüística basada en la comparación sistemática de idiomas modernos y antiguos, desde el sánscrito hasta el latín, el griego, el gótico o el avéstico. La reconstrucción de una lengua madre –el protoindoeuropeo– es una de las empresas más notables de la filología moderna, y de ahí se deduce también la hipótesis de un pueblo que, en un pasado remoto, hablaba esa lengua original. La gran cuestión, entonces, es localizar a ese pueblo en el espacio y el tiempo.

Durante más de un siglo, las hipótesis sobre el hogar originario de los indoeuropeos han proliferado en todas direcciones. Desde Anatolia hasta Escandinavia, desde las llanuras del Danubio hasta Siberia, cada generación ha producido teorías rivales, muchas veces con escaso sustento empírico pero gran carga ideológica. En los años recientes, el debate ha cristalizado en torno a dos modelos principales. Por un lado, la llamada hipótesis anatolia, defendida entre otros por Colin Renfrew, sitúa el origen de los indoeuropeos en el actual territorio de Turquía hace unos 9.000 años, asociándolos con la difusión de la agricultura. Por otro, la hipótesis esteparia, cada vez más reforzada por los estudios genéticos, postula que los indoeuropeos se originaron hacia el 4000 a.C. en las estepas póntico-caspias, entre los ríos Dniéper y Volga, y que su expansión se produjo por medio de migraciones de pueblos pastores y jinetes.

El autor se inclina con prudencia hacia esta segunda opción: «Actualmente, el mejor argumento se puede esgrimir para la región comprendida entre el Dniéper y el Volga», señala en una entrevista proporcionada por la propia editorial, aunque advierte que «aún no podemos saber si estos pueblos hablaban protoindoeuropeo, algún dialecto o algo completamente distinto». A diferencia de tantos autores que proclaman haber hallado la clave definitiva, Mallory se muestra abiertamente crítico con lo que llama «las sucesivas modas» en torno a la cuestión. En lugar de anunciar descubrimientos sensacionales, propone un recorrido por las distintas líneas de evidencia –lingüística, arqueológica, genética, antropológica– que han ido modelando el debate desde el siglo XIX hasta hoy. Para él se trata de mostrar cómo cada disciplina ha ofrecido claves parciales, a menudo contradictorias, y cómo su integración sigue siendo el gran reto pendiente. «El estudio del indoeuropeo es como el cuento de los cinco ciegos tratando de describir un elefante», dice. «Cada uno toca una parte, pero ninguno tiene la visión completa».

El eje del libro es el análisis de esas fuentes de información. En lo lingüístico, Mallory repasa las técnicas de reconstrucción comparativa, la identificación de préstamos léxicos, la toponimia, la hidronimia, la distribución dialectal y la inferencia cultural a partir del léxico común. El problema, explica, es que el lenguaje deja pocos rastros arqueológicos. En lo arqueológico, el libro examina las culturas materiales asociadas tradicionalmente a los pueblos indoeuropeos, como la de los kurganes o la de la cerámica cordada, así como las rutas de expansión hacia Europa occidental, Asia Central o del sur. En lo genético, el avance ha sido fulgurante en los últimos quince años gracias al desarrollo de las técnicas de ADN antiguo. Estos análisis permiten detectar migraciones poblacionales, sustituciones genéticas y mezclas entre grupos, pero como explica el autor, «una población puede cambiar de idioma sin que cambie su genética, y viceversa». Por eso, insiste, «la genética por sí sola no puede responder a la pregunta lingüística. Lo que puede hacer es establecer los límites de lo que es posible».

Por último, el enfoque antropológico y mitológico también tiene su lugar, aunque Mallory desconfía de las proyecciones excesivas. Rechaza, por ejemplo, los intentos de reconstruir una religión indoeuropea «unitaria» o una cosmovisión común sin matices. Así las cosas, el lector del libro notará que está frente a un investigador que manifiesta su honestidad intelectual. A pesar de que Mallory ha sido durante décadas uno de los principales defensores de la hipótesis esteparia, no oculta las lagunas, los problemas metodológicos ni los errores acumulados. Admite que algunos modelos arqueológicos anteriores eran «demasiado optimistas» en su pretensión de establecer correspondencias claras entre cultura material y lengua.

También critica el entusiasmo con que ciertos estudios genéticos recientes han sido interpretados en la prensa o en publicaciones académicas apresuradas. Para él, el rigor no está en la novedad del dato, sino en la prudencia de su interpretación. A este respecto, cabe decir que, en un momento dado del libro, afirma: «Una de las cosas más peligrosas que puede hacer un arqueólogo es declarar que ha “resuelto” el problema del origen indoeuropeo. Es un acto de arrogancia intelectual. El mejor argumento que tenemos actualmente favorece la región entre el Dniéper y el Volga, pero incluso eso debe tomarse con cautela. La genética nos dice mucho, pero no nos dice en qué lengua hablaban esas poblaciones. La arqueología puede sugerir migraciones, pero no prueba qué idioma se hablaba en cada tumba. Y la lingüística reconstruye una lengua, pero no puede ponerla en un mapa sin otras evidencias. Solo una combinación honesta y crítica de todas las disciplinas puede acercarnos a la verdad, y aun así, debemos reconocer lo que no sabemos».

Por otro lado, no menos importante es la dimensión política del tema del que versa el libro. No en balde, Mallory dedica varias páginas a denunciar los usos ideológicos de la categoría «indoeuropeo» por parte del racismo, el nacionalismo extremo o ciertas corrientes esotéricas. Recuerda, asimismo, que durante el siglo XX esta noción fue instrumentalizada por los regímenes totalitarios y advierte que aún hoy hay intentos de utilizarla para sustentar identidades excluyentes. Su advertencia es transparente: «Cualquiera que quiera identificar a los indoeuropeos con un grupo étnico o racial actual está cometiendo un grave error, tanto histórico como ético».

Dimensión pedagógica

«Indoeuropeos. La revolución científica que está reescribiendo su historia» también tiene una dimensión pedagógica. Está pensado tanto para especialistas como para lectores interesados en la historia profunda de la humanidad. Aunque incluye discusiones técnicas, su estilo es accesible, con ejemplos claros, ilustraciones pertinentes y una estructura narrativa que evita el tedio sin sacrificar profundidad. Un libro, además, en el que se asoma el territorio que hoy corresponde a España en relación con la expansión indoeuropea, aunque de forma breve y dentro del marco más amplio de la Península Ibérica y Europa Occidental.

En concreto, Mallory aborda la cuestión de cómo y cuándo llegaron las lenguas indoeuropeas a esta zona. Lo hace en el contexto del debate sobre las migraciones de la Edad del Bronce asociadas a culturas como la de la ya citada cerámica cordada y la cultura del vaso campaniforme, y a la expansión de grupos de estepa vinculados genéticamente a los pueblos que hablaban lenguas indoeuropeas: «Uno de los aspectos más debatidos ha sido la presencia indoeuropea en Europa Occidental y, en particular, en la península ibérica, donde el proceso parece más tardío y complejo que en otras regiones del continente.» Esto sugiere que la penetración indoeuropea en Hispania fue parcial, fragmentaria y relativamente tardía, en comparación con otras zonas de Europa central o septentrional. De ahí que las lenguas íberas, vascas y tartésicas –no indoeuropeas– hayan coexistido o resistido más tiempo en la región.