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historia
El debate (in)culto de la exposición de cadáveres
La polémica sobre la retirada de las momias de los museos no debería quedarse en un titular de periódico porque se trata de una nefasta excusa moral que afecta al aprendizaje

Si quienes gobiernan son necios, mejor que no hagan nada, cobrando el suculento sueldo. El Ministerio de Cultura, capitaneado por una camarilla política afín al presidente, poco preparada culturalmente, decidió retirar los restos humanos de los museos estatales, víctima de escrúpulos morales. Sin embargo, los museos de antropología, como Atapuerca, necesitan de estos restos para estudiarlos y parece un poco hipócrita almacenarlos, pero impedir su contemplación ¿Dónde está el límite? ¿Neandertales, cráneos, huesos? ¿Es acaso por morbo por lo que se muestran o por estimular al aprendizaje? Al igual que en todas las facultades de medicina del mundo y en diversas civilizaciones se aprende con cadáveres el funcionamiento del cuerpo humano, también los antropólogos e historiadores, incluso del arte, necesitan estudiar y aprender de esas personas que vivieron como nosotros. Si el fin de tales exhibiciones es el conocimiento, ¿por qué estas nuevas prohibiciones dictadas por una corriente puritana, la llamada y controvertida corriente «woke»?
Túmulos, mastabas, pirámides o mausoleos, tanto en Oriente como en Occidente, demuestran la tendencia a reverenciar a los muertos. Son pocos los pueblos, como vemos en Mongolia, que dejaban el finado en la campiña para que fuera consumido por las bestias carroñeras y así volver a formar parte del ciclo de la naturaleza. La corrupción de una persona, su putrefacción, nos horroriza de modo natural. El culto a los muertos y las creencias en una vida más allá penetran todas las sociedades y culturas, desde China o Rusia a Alaska o Chile, desde la Antártida a Sudáfrica y Oceanía... Solo el marxismo, materialista, y ciertas derivaciones socialistas pretendieron, sin mucho éxito, extirpar estas creencias. Más se desconfía de la inmortalidad de las personas, de su alma, más se cuida y consagra su cuerpo, como contemplamos en la momia de Lenin, pues parece todavía vivo, dormido.
Para los antiguos griegos, como leemos en Homero o en Sófocles, la peor tragedia consistía en no sepultar honrosamente a los muertos y dejar que fueran devorados por perros. Roma siguió cuidando, como los etruscos, la tradición de guardar cenizas y huesos de seres queridos en urnas funerarias. Fue una importante muestra de caridad para los primeros cristianos dar sepultura a muertos abandonados, fueran creyentes o no. Detrás de todo podemos entrever su fundamento: considerar a toda persona como un ser sagrado, según reza el lema de mi universidad, retomando las palabras de Séneca: homo homini sacra res. Desde el judaísmo y el cristianismo se aprendió a considerar al hombre como un ser hecho a imagen y semejanza de Dios, por su espíritu libre. Sin embargo, el respeto también a los restos de quienes fueron entre nosotros, a los cadáveres humanos o sus despojos, ha sido una constante entre los valores éticos de muchos pueblos y con diferentes creencias. Deberían respetarse los residuos mortales de nuestros congéneres, pero ¿implica esto que haya que apartarlos de nuestra vista?
En numerosas iglesias y templos hallamos calaveras o reliquias, cuerpos de santos incorruptos, como el del Padre Pío o la cabeza de Santa Catalina de Siena, entre otros muchos. El cementerio de los capuchinos en Palermo o algunas iglesias en Roma, osarios y catacumbas de París, exhiben su población difunta, momificada o no. Mientras se mantenga cierto respeto por quienes fueron no parece relevante el problema.
Menos «woke» por favor
Si ahora se inventan estos conflictos es por la adopción beatorra de las creencias «woke» llegadas de EEUU, plaga ahora mismo en revisión. Se retiraron algunas piezas o se enterraron, como el cuerpo disecado de la Venus Hotentote; en su época era algo a estudiar, algo que hoy no parecería aceptable hacer así, pero surgen a la vez exhibiciones que se plantean incluso como obras de arte, aunque camuflándose con la idea de que así se desarrollan los conocimientos médicos. Así hemos podido contemplar, con asombro y estupor, pero también aprendiendo de ello no poco, con «Bodies», que desde China llegaban, usando condenados a muerte o de ignoto origen, tal vez mendigos. Distinto es el caso de Von Hagen, que plastinaba cadáveres (previo consentimiento firmado del moribundo) para convertirlos en escandalosas «obras de arte», jugando al ajedrez o fornicando entre ellos, por ejemplo. ¿Acaso Lord Byron no usaba un cráneo humano partido para beber vino?
Ridículo, sin embargo, me pareció hallar cómo algunas piezas han sido sustituidas por un cartelito (Ethical Stewardship in Action) o porque decían molestar a ciertas sensibilidades culturales en el Peabody Museum de antropología de la Universidad de Harvard. Algunas tribus indias habían considerado inapropiado que se mostrasen. Si es por sensibilidad, los griegos podrían protestar por la cerámica pornográfica de la época clásica y los musulmanes por otras muchas obras que detestan. ¿Hipersensibles? Muchas vitrinas se vaciarían. Esconder las cabezas reducidas de los jíbaros, las momias egipcias o guanches, no aporta conocimiento. Los museos son fundamentales en la actual estructura educativa de nuestras sociedades, pero la inquisición exportada por el imperialismo norteamericano está cercenando nuestra libertad de expresión y el aprendizaje: el saber no debería sufrir censuras.
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