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Las fiestas más salvajes (V)
La fiesta del Sha que rompió récords de lujo y bling-bling
La celebración tuvo lugar en las ruinas de Persépolis para rendir homenaje a los 2.500 años de Imperio persa

Si el voltaje de una fiesta se mide por sus invitados, es casi imposible que exista otra mejor, con más de sesenta jefes de estado y la élite de la realeza europea. A pesar de su altísimo nivel, pasará a la historia por un hostil comentario de su mayor detractor el líder político y religioso de la revolución islámica que poco después derrocó al anfitrión, el Sha de Persia. «Fue la fiesta del diablo», sentenció el ayatolá Jomeini, aunque muy pocos seres humanos hubieran rechazado asistir. Hablamos de la cumbre social más cara de la historia, donde se gastaron el equivalente actual de 700 millones de euros. Tuvo lugar entre el 12 y el 16 de octubre de 1971.
Jaime Peñafiel, corresponsal de la revista «¡Hola!», lo tiene clarísimo: «Fue, sin duda, la fiesta más fabulosa a la que he asistido nunca. Ese banquete fue la expresión del lujo más absoluto, así como también del refinamiento más completo. Fue la más grande de todas las fiestas del siglo y es muy posible que ninguna similar se organice otra vez», presumía. Asistieron 600 invitados a un banquete de más de cinco horas y media, el más largo y lujoso de la historia, como se registra en el Libro Guinness de los Récords.
El menú fue preparado por el prestigioso restaurante Maxim’s de París. La cena comenzó con huevos de codorniz rellenos de caviar iraní (extraído de los esturiones del mar Caspio) y vino Château de Saran. Continuó con mousse de cangrejo de río, acompañado por Château Haut-Brion Blanc de 1969. Luego llegó el cordero asado con trufas y un Château Lafitte Rothschild de 1945, para terminar con un refrescante sorbete de champán Möet de 1911.
El bling bling tampoco se quedó corto. Ingrid de Dinamarca lució las joyas de la familia Romanov, pero su primo Miguel de Grecia le advirtió de que palidecerían ante los tesoros persas. Tenía razón: Farah Diba deslumbró luciendo la tiara Noor-ul-Ain, diseñada por Harry Winston con 324 diamantes amarillos, blancos y rosados engarzados en platino en cuyo centro destacaba uno de los diamantes rosados más grandes del mundo, de nada menos que 60 quilates. Lo único que podía hacerle la competencia fue el trono de oro macizo y 27.000 piedras preciosas con el que el Sha, Mohammed Reza Pahlavi, Luz de los Arios y Sombra del Todopoderoso, rendía homenaje a su antepasado más ilustre, Ciro II el Grande.
Lujo y etiqueta
Durante tres jornadas de lujo desbordado y rigurosa etiqueta, el poder mundial se dio cita en pleno desierto iraní para celebrar la existencia de un imperio milenario. Se trajeron desde Francia 18 toneladas de comida, incluyendo 2.700 kilos de carnes finas –res, cordero y cerdo–, 1.280 kilos de aves selectas y nada menos que una tonelada entera de caviar. Las bebidas estuvieron a la altura del convite: 2.500 botellas de champán burbujeante, mil de burdeos, mil de borgoña, además de coñacs y aperitivos para todos los gustos. ¿El único fallo? Por problemas de suministro, a última hora se terminó sirviendo Nescafé, en vez de alguna variedad selecta a la altura del menú. Según Felix Real, uno de los organizadores, «nadie lo notó».
El verdadero desafío, sin embargo, fue el protocolo. Con una mezcla tan diversa de monarcas, presidentes y primeras damas, ubicar a cada quién en su lugar sin herir susceptibilidades fue un auténtico rompecabezas geopolítico. La entrada al banquete se convirtió en una pasarela de títulos, dinastías y egos. Por España llegaron Don Juan Carlos y Doña Sofía, aún príncipes y discretamente ubicados en la lista. El emperador Haile Selassie de Etiopía encabezó la comitiva de honor, seguido por los siempre glamurosos Rainiero y Gracia de Mónaco. La gran ausente fue la reina Isabel II del Reino Unido. Según se filtró, sus asesores calificaron el evento como «vulgar» y no se vieron capaces de garantizar la seguridad de la monarca. En su lugar, acudieron el príncipe Felipe y la princesa Ana. También se dejaron ver líderes como el mariscal Tito de Yugoslavia y su esposa, Ceaucescu de Rumanía, y el vicepresidente estadounidense Spiro Agnew, en representación del presidente Nixon. Desde América Latina brilló el presidente brasileño Médici, aunque nadie pudo robarle el protagonismo a la extravagante Imelda Marcos, primera dama de Filipinas, la persona más en sintonía con el desfase estético de la celebración. Otros nombres que no pasaron desapercibidos fueron Suharto, de Indonesia, y Mobutu, del Zaire. Todos ellos fueron alojados en un «camping multimillonario», según mordaz expresión de la prensa internacional.
El corazón del festejo era una gigantesca carpa principal de 68 por 28 metros, coronada por una fuente central de la que partían cinco avenidas bordeadas por árboles traídos directamente desde Versalles. A lo largo de esos caminos, 50 carpas privadas ofrecían el máximo confort: dos habitaciones, dos baños, un salón, oficina privada y personal exclusivo para cada huésped. «Eran como casas en miniatura, de revista de decoración», comentó Sally Quinn, enviada especial del «Washington Post». Para dar un aire bucólico, se soltaron miles de aves cantoras, muchas de las cuales no sobrevivieron a las temperaturas del desierto: 40 grados de día y casi cero de noche. Desde su exilio en París, el opositor Jomeini declaró enfurecido que «todo el mundo sepa que estas celebraciones no tienen nada que ver con el noble, musulmán pueblo de Irán. Todos aquellos que participan son traidores del islam y del pueblo iraní».
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