El laberinto de la Historia

El forcejeo de Miguel Hernández entre Neruda y Ramón Sijé

La amistad del chileno pesó más sobre el alma del poeta que la del de Orihuela

Miguel Hernández y Josefina Manresa en 1937
Miguel Hernández y Josefina Manresa, en 1937La Razón

Con 24 años, Miguel Hernández conoció al también poeta Enrique Azcoaga, recién llegado a Madrid. Azcoaga le propuso que colaborase con él en las Misiones Pedagógicas, y aceptó de mil amores. El propio Azcoaga relató en varias ocasiones cómo Miguel, al entrar en la cátedra de Fray Luis de León durante una estancia en Salamanca, se echó al suelo para besar con arrebato las mismas piedras que debió pisar el gran místico cuatro siglos antes. Su paulatino distanciamiento de Dios, influenciado por el poeta chileno Pablo Neruda, según Vicente Mojico y otros autores, coincidió con su marcado anticlericalismo durante la guerra y la posguerra, hasta poco antes de morir.

Convertido en miliciano del Quinto Regimiento, Miguel fue utilizado y se dejó utilizar como instrumento de propaganda por los medios republicanos, incluida, cómo no, la revista «El Mono Azul», publicada bajo el auspicio de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura.

Vicente Mojica señalaba, certero, que Miguel llegó a identificar en aquellos días convulsos Iglesia y religión con capital y explotación del obrero, mostrando una actitud anticlerical pero en modo alguno antirreligiosa. Un matiz muy significativo. En una ocasión, desde la línea enemiga, un soldado de Franco le recriminó que estaba combatiendo contra la religión, a lo que él replicó rotundo que aquello no era cierto: luchaba únicamente contra sus mercaderes, contra quienes la deformaban y atropellaban en su nombre. «Desde junio de 1934 –advertía Mojica–, mes en el que sale el primer número de “El Gallo Crisis”, y en el que publica “Eclipse celestial” y “Profecía sobre el campesino”, hasta Pascua de Pentecostés del año 35, en la que sale el último volumen con los números 5 y 6, con “El silbo de afirmación en la aldea”, Miguel experimentará un cambio profundo en su actitud religiosa, y es tremenda la carta dirigida a su amigo Juan Guerrero Ruiz, en la que le confiesa que está arrepentido de haber hecho cosas al servicio de Dios».

Entre tanto, en el ánimo de Miguel seguía estando latente y manifiesta la omnipresencia de Neruda, el cual hacía llegar a su mujer Josefina Manresa en los momentos de necesidad, por conducto de Germán Vergara, funcionario del Consulado de Chile, cantidades esporádicas de 150 pesetas que la ayudaban a seguir adelante. El experto en literatura española del siglo XX Juan Cano Ballesta aseguraba que «la amistad de Neruda pesó más sobre el alma del poeta que la del lejano amigo de Orihuela», en referencia a Ramón Sijé. Miguel forcejeó así entre su inclinación cada vez mayor hacia el cónsul chileno, a quien admiraba, y la distante reminiscencia de su otro amigo de juventud, Ramón Sijé: «Quien sufre mucho –le decía Sijé en una carta amarga– eres tú, Miguel. Algún día echaré a alguien la culpa de tus sufrimientos humano-poéticos actuales. Transformación terrible y cruel...».

Enterado de su muerte por Vicente Aleixandre, el 25 de diciembre de 1935, Miguel rompió a llorar como un chiquillo, sintiéndose en parte responsable: «Estoy muy dolido –escribía el poeta oriolano a Juan Guerrero Ruiz– de haberme conducido injustamente con él en los últimos tiempos. He llorado a lágrima viva y me he desesperado por no haber podido besar su frente antes de que entrara en el cementerio [...] Escríbeme, ayúdame, abrázame. Me encuentro más solo y desconsolado». Luego, en su elegía, estamparía ya ansioso e impotente estos versos tan recitados por varias generaciones: «Quiero minar la tierra hasta encontrarte/y besarte la noble calavera/y desamordazarte y regresarte».

Pese a que la humareda de la Guerra Civil le impidiese ver a Dios, experimentó momentos de lucidez espiritual. Una mentalidad antirreligiosa no hubiese protagonizado esta anécdota que evocaba Josefina Manresa. Una de las primas de su padre era monja y deseaba que la guerra terminase cuanto antes para regresar al convento de Orihuela. Cuando ella le dijo a Miguel que era monja, le hizo gracia y en algunas cartas le enviaba besos para la religiosa. Concluida la guerra, mientras estaba en la cárcel y daba por hecho que la hermana había vuelto ya al convento, seguía aún escribiéndola: «Besos para la monja donde haya ido a parar». Miguel recordaba la anécdota relatada por Lola, hermana de Sijé. La mujer, algo obesa, contaba con gracia el día en que la detuvieron un día entero, en plena República, por llevar colgada al cuello una cadenita con una cruz. Previamente, le ordenaron: «¡Cruces fuera!». Y ella, como la llevaba por dentro, obedeció sin rechistar, exhibiéndola ante los agentes.