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¿Hubo sexo en el franquismo? De la censura moral a la minifalda

En su libro «Sexo en el franquismo» el sociólogo Manuel Espín retrata a una España que recorría el camino entre la represión y el destape, una época marcada por la doble moral y los estereotipos
¿Hubo sexo en el franquismo? De la censura moral a la minifalda
Imagen tomada en 1962, donde se observa un momento de un piropo lanzado en la Vía Laietana de BarcelonaXavier Miserachs/VEGAP
Jorge Vilches

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¿Hubo sexo en el franquismo o lo inventó la democracia? ¿Tras la caída de la Segunda República los españoles se aguantaron las ganas hasta la muerte de Franco? ¿Estamos hablando de 39 años de abstinencia, de apretar los muslos y mirar el yugo y las flechas, de pegarse una ducha fría por la España inmortal, de pensar en Pemán para quitarse de la cabeza a Rita Hayworth? No. Si la población española en 1939 era de 25 millones, y en 1975 de 35, no es posible imaginar una migración masiva de cigüeñas desde París transportando a diez millones de españolitos, o en la generación espontánea bajo las setas silvestres. Hubo sexo. Lo dice la ciencia.
Resuelta la cuestión cuantitativa, vamos con la cualitativa. ¿Fue bueno el sexo de los españoles durante el franquismo? No lo sabemos. Tampoco si las lentejas con chorizo estaban ricas. El motivo es que en esos años no se hacían encuestas al respecto, ni existía la aplicación «Orgasmómetro», que mide la intensidad psicométrica del éxtasis coital. Como dicen los presocráticos: «Eso va por barrios». Vayamos con lo último. ¿Se ocultaba públicamente la tendencia sexual, los afectos o la carne, y se condenaba la pornografía y el exhibicionismo? Hombre, pues sí. También es cierto que en aquella época los niños no empezaban a ver porno a los nueve años, ni salía en la tele una persona explicando su bisexualidad líquida para conseguir seguidores en una red social, ni las agresiones sexuales eran las más altas de la España contemporánea, como ocurre ahora. Vamos, que aquel país que vivió la dictadura de Franco no era el peor de los mundos posibles, ni éste el paraíso soñado.
Manuel Espín ha escrito un libro muy esclarecedor y ameno para explicarnos justamente el mundo sexual durante ese tiempo, titulado «Sexo en el franquismo» (Almuzara, 2024). Espín es doctor en Sociología, tiene una larga trayectoria en la historia divulgativa, y ha publicado otras obras sobre el periodo, como «Vida cotidiana en la España de la posguerra» (2022) y «La España Ye-yé» (2023), ambos editados por Almuzara. El libro relata la censura moral del sexo, más que los usos y costumbres. Bien podría titularse «La represión del sexo en el franquismo». El esquema inicial es que «la Iglesia de la Cruzada», dice Espín, fue el brazo moralizante de la dictadura al menos durante las primeras décadas, y quien estableció los roles de género. Esto se tradujo en una legislación restrictiva y discriminatoria para ahormar la realidad a la ideología nacional-católica, que creó una mentalidad que perduró más allá de 1975.

Restricción y cosificación

Hasta aquí el tema es bastante conocido. Lo relevante de la obra de Manuel Espín es que aborda todos y cada uno de los detalles del universo sexual humano, y cómo lo afrontó el régimen fundamentalmente hasta la década de 1960, ya que el tardofranquismo fue distinto. Hubo dos etapas, que Espín cuenta con humor. La primera estuvo marcada por Gabriel Arias-Salgado, falangista, ministro de Información y Turismo entre 1951 y 1962, cuando murió. Su etapa fue muy restrictiva, y se decía «Con Arias-Salgado, todo tapado». Con Fraga como ministro del ramo, ya en la segunda etapa, fue otra cosa, ya que decidió adecuar la legislación a las nuevas generaciones. El remoquete era «Con Fraga, hasta la braga»; es decir, que hubo cierta apertura y que los jóvenes no tragaban con la moral impuesta. De hecho, en la prensa aparecían fotos de señoritas con poca ropa o insinuantes sin venir al caso. Esto se veía entonces como una «liberación», y hoy el feminismo oficial lo denomina «cosificación». Entre puritanos anda el juego.
Los estereotipos de género, dice Espín, marcaron mucho las costumbres en el ámbito social. Las mujeres debían ser honradas y parecerlo, vestir bien, llevar su casa, servir a su marido y cuidar a sus hijos. La educación sirvió para trabajar estas habilidades, distinguiendo la formación que recibían los chicos y las chicas. Esto fue muy al principio y no general. En 1958 el número de mujeres matriculadas en la Universidad rondaba el 28%, que se mantuvo hasta 1970, cuando subió el porcentaje. Otra cosa muy distinta era la percepción social de cómo debía ser una mujer, y, no nos olvidemos, también un hombre. En cuanto al sexo es evidente, como cuenta Manuel Espín, que la sexualidad era el pilar de la honradez femenina, y no tanto en la masculina. De ahí el tratamiento de la prostitución, la virginidad y la homosexualidad.
La virilidad era una característica de los hombres del 18 de Julio según la propaganda. Por eso, los franquistas convencidos y los que aparentaban serlo exhalaban una moral y unas costumbres obligatoriamente masculinas. La consecuencia era tratar a las mujeres como personas de segunda, también en el sexo. Los testimonios que recoge Espín al respecto son esclarecedores: la esposa venía a ser la esclava sexual del marido. Esto sobre el papel, porque luego en la intimidad nadie lo sabe. La prostitución era corriente, como siempre, ya fuera como profesión o como complemento salarial, y muchos jóvenes se iniciaban en el sexo en un burdel. Recuerdo que Miguel Ángel Revilla, que fue presidente autonómico de Cantabria, y perteneció al Movimiento en su juventud, se ufanó en la tele en 2008 de haberse iniciado en un prostíbulo. Siguió en el poder hasta 2023 con apoyo del PSOE, en cuyas filas hay señalados usuarios de esos establecimientos.
La homosexualidad era vista como un vicio burgués –igual que pensaba el Che Guevara– que se podía curar como una enfermedad, y las «marimachos», nos cuenta Espín, venían a ser tiarrones viciosos que se ponían pantalones. Había homosexuales oficiales, como Miguel de Molina, pero no se decía nada de las lesbianas. Las costumbres extramatrimoniales parecían sacadas de una obra de Miguel Mihura o Jardiel Poncela con «queridas» y «amigas entrañables». Todo cambió en los sesenta, cuando el debate era carne, sí o no. No era veganismo, sino el uso del bikini y la minifalda, cuyos centímetros, explica con gracia Espín, se medían con una regla. Con ella llegó el escándalo, decía el filme de la bellísima Eleanor Parke, de 1960.
Las playas se llenaron de suecas mirando al mar y de lugareños mirando a las suecas. El autor cuenta el viaje motero de Pedro Zaragoza, alcalde de Benidorm, hasta El Pardo para suplicar a Franco que autorizara el uso del bikini y que el turismo fuera rentable. Lo logró. Eso también marcó una apertura en el cine, la prensa, la música y la vestimenta. Al franquismo se le escapaba la nueva generación, la que no había vivido la Guerra Civil, que pensaba que la «inmoralidad» era libertad.
La obra de Manuel Espín está repleta de anécdotas muy curiosas y descriptivas del periodo franquista, de los intentos para contener el arte y las costumbres. Por ejemplo, el autor cuenta el escándalo que supuso el escote de Rocío Jurado en 1974 en TVE, o los problemas que hubo con la película «La dolce vita» (Federico Fellini, 1960), con la exuberante Anita Ekberg y Marcelo Mastroianni. Se suprimieron tantas escenas y diálogos para encajar el filme con la moral que al final pensaron que era mejor prohibilar, como sucedió. La censura previa fue agobiante hasta 1966, cuando la Ley Fraga relajó el asunto. En suma, nos encontramos ante un libro muy entretenido que desvela una mentalidad de otros tiempos, con detalles curiosos excepcionalmente bien contados.

El amor romántico de Corín Tellado

Si una autora marcó el papel que podía ejercer la mujer en la época del franquismo fue Corín Tellado. Vendió 400 millones de libros, más que ningún autor en español. No se puede despreciar su influencia. Hay estudios al respecto. Corín Tellado inculcó en las mujeres una variante del nocivo amor romántico basado en la libertad personal y la autoestima. En sus historias siempre había un encuentro sexual que no se ceñía a la moral del franquismo, incluso extramatrimonial o de «pérdida» de la virginidad. Las mujeres fumaban, lo que era «pecado», iban a lugares reservados a hombres o parejas, como clubes de baile, a la Universidad o trabajaban. Sufrió la censura, pero, como declaró años después, se adaptó a los tiempos.